- "Quiero ser cirujana para ayudar a las personas pobres".

Margaret mira a algún punto entre mis ojos y el suelo. Tiene 15 años y está condenada por un delito menor. Su belleza keniana, su negra mirada profunda y su piel de ébano resaltan sobre su bata celeste y su uniforme de cuadros. "¿Personas pobres?". Tan relativo es el concepto de la pobreza, que no alcanzo a entender a qué extrema situación se refiere cuando nos dice eso. Está sentada frente a una vieja máquina Singer, con la que se pretende que tenga un futuro digno.

Entrar en el centro de reclusión de Dagoretti, para las que llaman "menores en conflicto con la ley", en las afueras de Nairobi, es casi una visita al pasado colonial, pero sin blancos -mzungus en suajili- ni ricos.



Estoy aquí porque la UNODC (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) y la ONG que presido, THRibune (Tribune for Human Rights) pretendemos construir un “espacio seguro” en el que estas menores puedan vivir con dignidad y completar su formación al salir del centro de castigo.

Muchas no tienen donde volver, no son bien recibidas por sus familias. Otras tienen que regresar al infierno de ser prostituidas por sus padres o sufrir abusos sexuales o violencia de su entorno más cercano. Algunas, sin plaza ya, se quedan en el centro compartiendo una cama de 70 centímetros con otra niña o, incluso en los peores de los tiempos, con dos.

Los somieres de las camas donde duermen las niñas son de muelles y están deteriorados.

En torno a un centenario baobab, alto, fuerte y frondoso, hacen su vida 80 niñas, procedentes de situaciones de extrema necesidad, con historias de hurtos de comida en casa de sus amigas, de prostitución -con sus madres como proxenetas- o de consumo de algún estupefaciente. En las zonas marginales como el suburbio de Matharee nos cuentan que los niños comienzan a esnifar pegamento con cuatro años.

"Menores ofensores"

Junto a las adolescentes –las reclusas tienen entre 13 y 17 años- se ve a los hijos de las maestras. Son dos miradas diferentes del mismo mundo. Algunos meriendan y un niño de unos cinco años se divierte lanzando piedras, mientras dos internas uniformadas friegan el porche.

Una de ellas, con elasticidad y agilidad juvenil, se desliza sobre un trapo mojado –parece que patinara- peinando la zona, doblando la cintura y alcanzando el suelo. La otra, de rodillas, friega con un cepillo, en una posición anacrónica e incomprensible, cuando -para quienes vivimos en países desarrollados- se cierne la cuarta revolución industrial.

A lo lejos, junto a la caseta en la que se encuentra la cocina (cuatro paredes y un tejado que contienen tres ollas gigantes), varias reclusas lavan la ropa en cubos de latón, sin poder dejar para mañana lo que tienen que hacer hoy. Algo imperativo, al tener solo dos prendas para usar.

Detrás de las niñas están los agentes de seguridad del centro. Al tratarse de una “escuela de rehabilitación”, la seguridad está delegada en personal ajeno a la policía. A los policías sólo los llaman para denunciar las fugas o los incidentes violentos. Si alguna de las chicas se escapa, lo denuncian desde el centro y, normalmente, no vuelven a saber nada del asunto. La mayoría nunca aparece.

Aulas donde las niñas de Dagoretti dan clase.

La seguridad es relativa. Una de las profesoras nos cuenta que algunos hombres se cuelan en el recinto para mirar a las niñas, a través de las ventanas de sus dormitorios. El máximo motivo para no escaparse es el miedo al exterior. Dagoretti es un ámbito seguro, con riesgos conocidos. Más allá de sus límites, sólo perciben el abismo y el estigma.

En el informe sobre el Sistema Judicial en Kenia, realizado por Legal Resources Foundation Trust en 2016, se reconoce que el progreso en el establecimiento de un sistema judicial de menores efectivo ha sido mínimo; que se les sigue tratando como a adultos; que los abogados de oficio no tienen conocimientos suficientes sobre las leyes penales que les afectan; y que la falta de datos impide estudios en profundidad.

María de Paz es la "embajadora" de THRibune en Kenia. Además de trabajar en el Banco Mundial, está dejándose la piel en esto, codo con codo con Naciones Unidas.

Es un privilegio ser testigo del compromiso de las nuevas generaciones. María renuncia a su tiempo libre porque cree firmemente en la posibilidad de que el futuro de las chicas mejore. Las observa con una interrogación velada sobre lo diferente que es su suerte por haber nacido en una u otra casa, en uno u otro lugar.

El informe sobre el Sistema Judicial en Kenia arroja cifras que hacen comprender la indefensión que sufren los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Para los “menores ofensores”, la fianza media es de 15000 chelines kenianos (unos 135 euros). El salario mínimo en Kenia es de 11000 chelines. Se trata de un salario mínimo ficticio, porque en realidad, la mayoría no lo cobra. Pero aún así, aunque fuera real, esa fianza superaría el salario mensual de una familia. Eso explica que tantos menores permanezcan en prisión preventiva mientras esperan el juicio.

Católicas o protestantes

Hasta el siglo XIX, Dagoretti estaba habitado solo por población Masai y Kikuyu. Desde entonces, hasta 1963, fecha de la recuperación de la independencia, la huella británica fue tan fuerte que aún resulta indeleble.

Este mes de febrero, la capital keniana está llena de carteles de homenaje al recién fallecido Arap Moi, el presidente autocrático que durante un cuarto de siglo gobernó el país. Las alabanzas a su figura contrastan con la opinión crítica de la calle.

El edificio más importante de Dagoretti es la capilla. Le pregunto a la profesora por el respeto a la diversidad religiosa. Me cuenta que la mayoría son católicas o protestantes y que se forman dos grupos para que atiendan sus respectivos ritos. También me dice que no hay muchas musulmanas y que oran en clase.

El domingo es el día de ir a misa. Los fines de semana, las niñas se encargan del mantenimiento y la limpieza de Dagoretti. Así escapan a su rutina.

Esa rutina viene marcada por un sonido estruendoso que se reproduce a lo largo del día. En el centro, en la pequeña plaza y bajo el viejo baobab, hay un poste de piedra del que pende un trozo de viga oxidada. Una niña corre hacia allí y con un trozo de hierro golpea la viga. La rudimentaria campana avisa del cambio de actividad y la niña corre como una exhalación tras habernos dejado aturdidos.

Máquina Singer con la que las niñas aprenden a coser.

Los horarios en las clases marcan su comienzo a las siete de la mañana y su final a las cuatro y media de la tarde. Todo el día están ocupadas entre las materias de obligado conocimiento y sus clases de formación profesional.



Las chicas se sientan frente a su Singer y saben que su trabajo pronto llegará a España. Ellas mismas han dibujado los modelos y diseñadores de moda kenianos los han adaptado, cortado y cosido con ellas.

Estaban contentas y les pedí que nos enseñaran a bailar. El baile es el lenguaje universal que no pudo destruir ni la Torre de Babel. Quieren enseñarnos. Se desinhiben. Intentamos seguir el ritmo de las pequeñas y para nuestra sorpresa, cuando llevamos bailando un cuarto de hora, piden que pongamos en el móvil una de sus canciones preferidas: “Macarena”.

De repente, Margaret, la niña que sueña con ser cirujana, cuando mejor lo estamos pasando, deja el grupo. Se sienta dándonos la espalda y mira pensativa por la ventana. Me voy a preguntarle qué le pasa, por qué se ha puesto triste. Después de mucho insistir, consigo que me explique por qué se pasa del baile y la risa a la nostalgia y la melancolía profunda.

- Extraño a mi madre.

Le pregunto si me deja darle un abrazo de madre. Hablamos de la vida y ella me deja abrazarla. Margaret escucha mis reflexiones en voz alta sobre la vida y sobre el esfuerzo continuo para superarse y buscar la felicidad. Sonríe y vuelve a bailar.

Cruz Sánchez de Lara se acerca a la niña a preguntarle qué pasa. "Extraño a mi madre", responde.

A diario, las niñas de Dagoretti solo descansan una hora para almorzar y tienen pequeños recreos cada dos clases. Probablemente coman mejor de lo que comerían en su casa.

"Si llego a ser mayor..."

En lo que eran los establos en la época colonial, hoy están las aulas. Lilian, una de las profesoras, nos trasmite la constante preocupación de que los edificios no aguanten y haya una catástrofe. El adobe centenario, como el baobab, resiste contra todo pronóstico, con un techo de hojalata y ventanas que son huecos sin cristales.

Allí, el espacio no es un problema. El problema es la escasez. Campo abierto para correr y hacer deporte, pero sin balones, ni zapatos adecuados... Hay un aula para aprender cocina, pero no se usa por falta de materia prima.



Dos aulas casi vacías, como de la postguerra española, albergan pupitres (unos de madera y otros de metal). Bajo la tabla de la mesa, libretas usadas y libros viejos diseminados junto a hojas de cuaderno. Todo contrasta con la pizarra en la que se pueden leer las normas del colegio, escritas con tiza, en perfecta caligrafía.

Tras las aulas, hay una especie de letrinas hechas de bloques de hormigón con techo de uralita y un cartel de madera en el que se lee Ladies. En Dagoretti, las niñas solo son llamadas ladies para ir al baño.



El colonialismo ha dejado contrastes. En África, cuando llegaron los primeros europeos, la privación de libertad como castigo era desconocida. Se centraban en la víctima y procuraban la restitución frente a la prisión. Hasta cuando se llegaba al encarcelamiento se pensaba en la compensación más que en la pena. Pero la cárcel era el último recurso. Se utilizaba, sobre todo, cuando los delincuentes reincidentes y las brujas, planteaban un riesgo tangible para las comunidades locales.

Kioni, una de las niñas que tiene tan solo 13 años, me cuenta que mientras las demás se levantan a las cinco de la mañana, ella lo hace a las cuatro para leer. Le encantan las novelas.

Kioni se levanta antes que el resto para leer. Le encantan las novelas.

Quienes nos acompañan le explican que a mí me fascina la lectura y ella me sonríe cómplice. Pide que le presten novelas de las que le gustan y yo le insto a que siga usando esa medicina para el alma.

Kioni se refugia en la lectura. Allí encuentra historias más gratificantes que la suya. Es huérfana de padre y tiene un hermano. Su madre tiene deficiencia mental. Vivía con su abuelo y con su tío que la culpabilizaban de la muerte de su padre. Se escapó de casa por tercera vez y la encontraron ya vagabunda y prostituyéndose con hombres mayores para subsistir.

Mumbi, una de las trabajadoras sociales, es un ejemplo para las moradoras de esta escuela de rehabilitación de Dagoretti. Vivió en Kirigiti, en un centro similar a este, y después logró un título para volver como empleada.



Mumbi asesora a las niñas y les habla de su experiencia, desplegando la empatía que solo el fraile que ha sido cocinero puede desarrollar. Su reinserción es un referente y una inspiración sobre la existencia de un futuro razonable para niñas que sueñan con ser pilotos, científicas, abogadas y banqueras.

Uno de los momentos más estremecedores que vivimos en uno de los centros fue cuando Winnifred, al preguntarle con qué soñaba, nos dijo que con ser maestra... “Si llegaba a ser mayor”. Esa coletilla aún martillea los tímpanos de quienes pudimos escucharla.

Mumbi nos explica lo que algunas sienten: "Se consideran mujeres sin familia y sin educación. Su cuerpo es todo lo que tienen y la mayoría de estas chicas lo usa para ganarse la vida".



Ahí comienza la tragedia. Unas, por las circunstancias y otras, porque son utilizadas por sus familias para obtener el sustento. Muchas mujeres en África son vendidas por personas de su entorno a las mafias de tráfico de personas con fines de explotación sexual.

Concierto solidario en Madrid

THRibune colabora con entidades españolas como APRAMP para abordar la trata en España como país de destino, pero este proyecto ayudará a evitar casos de trata en los países de origen.

Acceso a uno de los centros donde están las niñas.

Ana Pérez, vicepresidenta de THRibune, y yo comentábamos la necesidad de que alguien supervisara que cada céntimo que nos den sirva para la construcción de la manera más eficaz y sin dilaciones.

Amado de Andrés, el español que está en Kenia al frente de UNODC para toda esa región africana y su equipo lo garantizan, pero nuestra organización es estricta en no pagar gastos de gestión. Cada una de nosotras abonó los costes de su viaje. Necesitábamos una persona de THRibune que se incorporara en Naciones Unidas como becaria, abonara sus gastos en Kenia y se dedicara exclusivamente a supervisar y servir de enlace.

- "A mí me encantaría".

Aún sigo abrumada por su generosidad. Vicky Tardón se instalará en Nairobi como becaria en UNODC durante seis meses. Ya está organizando su marcha para mediados de marzo. Va a trabajar gratis, corriendo con sus gastos en Nairobi y aún no ha parado de darme las gracias. La magia de Dagoretti me recuerda que dar es recibir y que la familia elegida crece en cada acción.

En Dagoretti faltan materiales, pero faltan también profesores. Hay solo dos maestras desde que la última se jubilara y las niñas esperan sus clases (en aulas de 40) por turnos hasta que sus compañeras terminan y liberan a la profesora.



Cuando entramos en uno de los dormitorios de las adolescentes, las literas se suceden con apenas sesenta centímetros de separación. Los somieres son de muelles y están deteriorados. Solo hay colchonetas en las diez que ahora están ocupadas. Las mantas raídas cuelgan por los barrotes oxidados.

Patio donde juegan las niñas en Dagoretti.

Conmigo viajan una madre y una hija españolas. María (26 años) pregunta dónde guardan las niñas sus cosas y Ana (55), le replica: “¿Qué cosas? No tienen nada”. El silencio se adueña del dormitorio con la certeza de una bofetada de realidad.



El día 7 de marzo, la víspera del Día Internacional de la Mujer, se celebrará en Madrid un concierto benéfico para la construcción del espacio seguro donde las niñas, adolescentes ahora internadas en el centro de reclusión de Dagoretti, pueden salir. Chenoa, Soraya, Mercedes Ferrer, Cristina Narea, Angelica de la Riva, Piruchi Apó, Lourdes Pastor y Lilj nos prestan su voz para sumar fondos. Este viaje y este relato tienen un único propósito: ayúdanos a ayudar compartiendo este enlace y comprando tu entrada para el concierto. 

El presupuesto para la construcción del centro es de 100.000 euros, de los que ya hemos conseguido 25.000 euros. Si los planes marchan según lo previsto, el día 8 de marzo, celebraremos el Día Internacional de la Mujer con el 60% financiado. El Teatro Monumental, a 9.000 kilómetros de Dagoretti, un lleno supondría una recaudación de 35.000 euros. Las niñas de Dagoretti esperan y necesitan un lleno. 

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