Los pensamientos de ascensor no se dan en ningún otro sitio. Subir escaleras mola, baja tripa y sube glúteos, pero no te deja pensar en nada porque en lo que piensas es en no tropezar.

Minutos antes de escribir esta columna, subo hasta el quinto en un ascensor de seis puertas: la de hierro, con reja, mal pintada de verde carruaje, chirriante y pesada, que da paso a otras dos medias puertas de madera, de esas que huelen a madera vieja. Si las dejas abiertas, te aseguro que los hijos de un escritor muy famoso que es mi vecino de abajo lo han cogido como hobby- el elevador no funciona y entonces no escucho pensamientos de ascensor sino mi rebufo en la escalera que hasta donde vivo tiene 120 peldaños.

Rumbo al primero pienso que todo cambia muy rápido, aunque el ascensor ascienda lento. ¿Para que quiere ser eléctrica Harley-Davidson? Me sorprende que el Playboy se vea mejor en el teléfono. Dicen que ahora hay cines que se anuncian para que comas y bebas dentro (a semejanza del Electric en Londres).

Patente de Elisha Otis del primer ascensor el 15 de enero de 1861.

Ya en el segundo. Pienso que los chicos aprenden de sexo en una televisión que hay en el teléfono. Que a una mujer bonita no se le puede decir un piropo sin arriesgarse a caer o quedar mal. Que hay estudiantes que insultan al maestro y el maestro, para defenderse, tiene que tirar de educación. Que al aprendiz se le llama becario y que el becario tiene más derechos que el oficial.

Veo la señal del tercero y al vecino escritor cuyos hijos se dejan las puertas abiertas. Saludo. Pienso en como las fotografías personales se las pasamos a alguien que nos los cuida y que vive en una nube. Y en el día que esa nube truene y descargue una granizada de imágenes sobre todos, sin preguntarnos si queremos que los demás vean nuestras fotos. Pienso que un kilo de tomates buenos vale seis euros. Que viviremos cien años y a este paso, tengo 54, trabajaré para comprar tomates que sepan a tomate. Que el español está todo el día protestando. Somos católicos “protestantes”.

Elisha Otis, presentando su ascensor en Nueva York.

Estoy ya en el cuarto. Es cambiar de planta y me da por pensar que las casas son cada vez más pequeñas pero cada vez tenemos más cosas. Me alarmo al revisar que gente que no te conoce te puede insultar a través del teléfono. Que confundimos informarnos con refrendarnos. Que en la sala Vip del aeropuerto ya hay más gente que fuera. Que navegar es un lujo, cuando el ser humano navega antes si quiera que hubiese luz eléctrica.

El quinto llega rápido. Vivo aquí. Un segundo antes de que se detenga el elevador inventado por Elisha Graves Otis en 1854. A la gente le daba miedo usarlo. La dificultad del invento no residía tanto en subir personas como en que el ascensor en caso de rotura quedase sujeto por un cable de seguridad. Hasta entonces nadie quiso fabricarlo. Y entonces se para la máquina y me pregunto ¿que tipo de pensamientos tendrán las personas que vivan en una entreplanta? A la salida hay tres puertas más, las dos de madera que procuro encajen bien para no joder al vecindario, y la de hierro de arriba, que es mi amiga. La siento así. La cierro y todo lo que he pensado se esfuma.