Cuando tenía 44 años, Roman Polanski confesó haber mantenido “relaciones sexuales ilegales” con Samantha Geimer, una niña de 13. La versión de Samantha es más simple y menos técnica: Polanski la drogó y la violó. Para entonces, 1977, Polanski ya había vivido uno de los peores momentos imaginables en la vida de un hombre. El asesinato de su mujer Sharon Tate, embarazada de ocho meses, en el brutal asalto a su casa por la banda de Charles Manson. Y se había convertido también, a pesar de ese episodio, a pesar de su durísima infancia en un campo de concentración y de la muerte de su madre en Auschwitz, o quizá precisamente por todo ello, en el atractivo, glamuroso y reputado director de 'Chinatown'.

Polanski conoció a Samantha a través del novio de su hermana mayor. Explicó a su madre que la revista Vogue le había encargado un reportaje sobre adolescentes y que quería fotografiar a Samantha para incluir su retrato y explorar sus posibilidades como modelo. A solas, para que se sintiera más cómoda y menos cohibida. Le sugirió que enseñara el pecho en una de las imágenes y Samantha lo hizo. No quería parecer una mojigata. Unas semanas más tarde, el director volvió a su casa y la invitó a posar de nuevo. Después de la sesión de fotos, en casa de Jacqueline Bisset, condujo hasta la de Nicholson. El actor no estaba, pero eran muy amigos y nadie les puso pegas para que entraran. Polanski abrió una botella de champán y le dio un somnífero. La convenció de que se bañara desnuda con él en un jacuzzi y después, explica Samantha, la violó.

La historia es conocida. Pasó 43 días en prisión y huyó a Francia antes de que se dictara sentencia por miedo a que no se cumpliera el acuerdo judicial al que había llegado confesando esa “relación ilegal” para evitar la condena por un delito. Estaba acusado de abuso de menores, violación y sodomía. Samantha Geimer detalló el episodio en la autobiografía The girl: A life in the shadow of Roman Polanski, que publicó 36 años años después. Explicó que era entonces una niña pero que quiso estar “a la altura de las circunstancias”. ¿Cómo negarse a posar, a bañare en un jacuzzi, a quitarse la ropa interior cuando era Polanski quien te lo pedía? ¿Acaso se habría negado Marilyn Monroe?

Es difícil decir si resulta más perturbador el terrible relato de la violación o el de su propia autojustificación. El de las preguntas con las que ella misma, casi cuarenta años después, sigue colocándose entre la espada y la pared. ¿Por qué accedió a posar? ¿Por qué bebió? ¿Por qué exageró su experiencia sexual? No quería tomar pastillas, pero terminó haciéndolo. “¿Fui una estúpida?”, se pregunta. “Probablemente, sí”, responde. Un relato que se queda a un milímetro de la culpabilidad. Y que en cada entrevista, en cada reportaje, aparece de nuevo, indefectiblemente, repleto de detalles sórdidos, de sutiles insinuaciones sobre la víctima y la relación posterior con su agresor: ¿es cierto que se alegró de que ganara el Oscar? ¿No resulta desconcertante que hayan intercambiado e-mails? ¿Por qué no le contó a su madre que había sido violada el mismo día que ocurrió?

Los miembros de la Manada en julio de 2016 horas antes de la violación.

Volvemos los ojos hacia quien acusa y la mirada no suele ser limpia ni compasiva. Quizá porque culpabilizar a la víctima es el recurso clásico de los agresores y el ejercicio siempre resulta tan eficaz como los sustos en una película de terror. Distracción fácil y asegurada. No importa que los esperemos, cuando llegan, siempre damos un respingo en el asiento. Lo hemos visto esta semana. El abogado de la Manada ha explicado al tribunal que sus defendidos no son culpables, sólo imbéciles. Que lo que ocurrió el 7 de julio del año pasado en un portal de la calle no fue una violación múltiple, sino una orgía, cinco a una, consentida. Y que lo que la fiscal considera una agresión que incluyó felaciones, sexo anal y múltiples penetraciones no es más que una película porno. Un reflejo de comportamientos sociales y sexuales lamentablemente cada vez más frecuentes en los tiempos que vivimos. Buenos chicos no muy listos corriéndose una juerga. Y mientras, ¿qué hacía ella? ¿Dijo que no suficientes veces? ¿Suficientemente alto? Ah, ¿no?, ¿Por qué no dijo nada? ¿Por qué cerró los ojos? ¿Por qué no gritó?, ¿No lloró? ¿No se resistió? ¿Cómo era su vida meses después? ¿Se divertía? ¿Esa broma sobre bragas en sus redes sociales es propia de una violada?

Ojalá nunca sepamos el verdadero nombre de María y su vida vuelva poco a poco a pertenecerle. Probablemente, la vida de Samantha Geimer ha girado alrededor de ese terrible episodio, de sus propias preguntas alimentadas por el venenoso aire de duda que parece flotar siempre a su alrededor. La de Polanski es conocida. No ha regresado a Estados Unidos por miedo a ser detenido. Pero como él mismo reconoce, se ha movido libremente por Europa. Ha rodado películas inquietantes y maravillosas. Ha ganado un Oscar. Ha explicado en una entrevista rodada por su amigo, el productor Andrew Braunsberg, que le gustan las mujeres muy jóvenes. “Como a la mayoría de los hombres”, añade. Como si esa constatación diera carpetazo a todo el asunto.

Cuando los periodistas nos referimos a su historia, o a las otras tres acusaciones por abusos a menores que pesan sobre él, solemos utilizar un punto de vista que sugiere complejidad, aristas, puntos de vista encontrados. Mezclamos arte y talento con oscuridad, contradicción, relatos que tienen más de una lectura. Lo ilustramos con fotos del festival de Cannes, en un photocall abarrotado, mientras le besa una estrella.

El mal, a veces, nos fascina. Nos eleva sobre nuestra propia y aburrida mediocridad. La inteligencia puede ser muy envolvente, también en un delincuente. Sobre todo en un delincuente. Y también el éxito y el poder. Polanski tiene un oscuro pasado, concluimos. Y evocamos con ese adjetivo incomprensión y drama. Misterio. Y no, el pasado de Polanski es cristalino. Por lo menos, en este punto. Un día violó a una niña de trece años. Antes y después hizo películas maravillosas, antes y después ha exhibido un talento deslumbrante. Y durante décadas, con una enorme hipocresía hemos asumido que una cosa compensa la otra. Que los genios tienen pulsiones que no entendemos y sus actos están movidos por una artística y cósmica complejidad. La redención está al alcance del genio y la disculpa al servicio de un imbécil. ¿De verdad alguno de ustedes dejaría tranquilamente a su hija en una habitación con ese grupo de “tarados” pero “buenos hijos” o con este genio de pasado atormentado?