"Por favor, quitadme esto. ¡Qué agobio, me ahogo", fue la reacción de claustrofobia cuando un viernes por la tarde me puse por primera vez el niqab en una tienda de la medina de Rabat. Me quité inmediatamente el velo para coger aire.

Estaba probando la prenda y sobre todo aprendiendo cómo se ponía. El dependiente me atendió muy amablemente y me enseñó a vestirme. No es fácil. Hay varios lazos que atar y tres telas a la altura de los ojos, dos van para atrás y la más corta tapa el rostro dejando solo los ojos al descubierto bajo un tul y una cinta fina que recorre la nariz. ¡Todo un arte!

"No te reconozco, Sonia", fueron las palabras exactas de mi amiga Fátima una vez sepultada en todas esas telas negras y con los ojos detrás de una rejilla. La había convencido para que me acompañara a comprar un niqab y no dejaba de mirarme perpleja.

Habíamos recorrido tan solo un par de tiendas, cuando por fin conseguimos comprarlo por solo 235 dírhams -alrededor de 20 euros- tras el regateo habitual, en este caso de algo más de tres euros. El precio se divide en dos piezas: falda y cuerpo, y el velo. Además también quise unos guantes aunque no todas las mujeres los llevan. Fue un completo: falda, casaca, velo y guantes. Todo negro, al estilo saudí. ¡Muy elegante!

En ese pequeño negocio del zoco cuelgan niqabs de todos los colores. Los maniquíes también los lucen. Elegí el negro por discreción. No quería que me descubrieran y mejor no llamar la atención.

La periodista durante la vestimenta del velo integral

No es un burka, como lo denominamos habitualmente. Ese modelo afgano es difícil encontrarlo en Marruecos. Tiene un velo que cae sobre la cabeza con unos pequeños agujeros a la altura del rostro, mientras que en el niqad los ojos quedan a la vista. En mi caso los escondía tras una tela transparente que todavía dificulta más la visión.

Caminar con la cabeza en alto no resulta sencillo cuando no tienes experiencia, lo más normal es tropezarse con la larga falda que cubre el cuerpo hasta los pies. Pero tras cinco días te comienzas a acostumbrar a ser una munaqaba -mujer con niqab-.

Tapada con velo integral en Madrid

En medio de esta experiencia para entender cómo se siente una mujer tapada, me surgió un viaje a Madrid y metí el niqab en la maleta sin pensarlo dos veces. Cuando aterricé en España, comenté en la redacción de EL ESPAÑOL mi propósito de deambular por la capital debajo del niqab para comparar con mi también experiencia en Marruecos y tener su apoyo si me detenían o me multaban. Me dieron luz verde. ¡Adelante!

Había que tener cuidado porque desde 2010 en varias localidades españolas está prohibido vestir con niqab y burka en los espacios públicos como los transportes o edificios oficiales. Está penalizado con multas que superan los 400 euros.

En España eché de menos a mi amiga Fátima. Era domingo, allí salí a la calle sola, nadie me quería acompañar. Decidí comenzar en la zona de Carabanchel, un barrio con inmigración, para pasar más desapercibida. No lo conseguí, me asustaban las caras de miedo de las personas que me cruzaba. A mi paso se hacía el silencio, sentía la rigidez y tensión de la gente al encontrarse conmigo. Intentaban no mirarme pero veía sus ojos abiertos como platos.

El respeto en la mirada de los marroquíes se transformó en miedo e incredulidad. Me senté en un banco a observar y conseguí que una familia cerrara todas las persianas de su casa en el momento que les pillé espiándome desde la ventana.

Las únicas voces que escuché esa tarde de domingo fueron de extranjeros. Un grupo de amigos chinos comentaron mi vestimenta entre risas sabiendo en todo momento que no les iba a entender. Un latino fue más atrevido y me silbó haciendo un chiste en plena calle General Ricardos. Un poco más adelante pasé delante de un extranjero que vendía cervezas en la calle, lo intentó conmigo pero con retintín.

Lunes por la mañana en el barrio de Argüelles

"Es increíble", se le escapó a una mujer en la calle Alberto Aguilera, centro de Madrid. Otro día con el niqab, está vez en un barrio burgués. Salí con discreción y un poco de reparo de la casa de un amigo a las 8.30 horas de un lunes cerca de la Universidad católica de Comillas. Muchos trabajadores se desplazan a sus oficinas.

Imagino que una fotografía de esa mañana circula en las redes sociales porque una mujer de mediana edad se atrevió a seguirme hasta que consiguió inmortalizar en su móvil una munaqaba paseando por Madrid. Sinceramente no me gustaría leer los comentarios sobre la imagen.

La única mirada de comprensión y cariño la encontré en una monja que me tropecé en la calle San Bernardo. Percibí su interés por sentarse conmigo y preguntarme el motivo por el que visto así. Me di la vuelta y la seguí para ver la reacción del resto de ciudadanos. Nos distinguía el velo en mi rostro, por lo demás las dos vestíamos de negro de pies a cabeza con ropa holgada y la cabeza tapada.

"Es increíble", es sólo uno de los comentarios que tiene que oír la periodista S.R.

Llegué a la plaza de San Bernardo, y allí me aventuré a sacar dinero en un cajero automático delante de la cámara. De nuevo pantalla táctil. Tuve que quitarme discretamente los guantes para marcar el número secreto.

El paseo no se extendió demasiado porque sentía miedo y tensión. A la vuelta de la esquina atisbé a dos policías locales, retrocedí sobre mis pasos para evitarles. Ese día tenía el avión a Rabat y si me hubieran llevado a Comisaría mientras explicaba el 'experimento' habría perdido el vuelo.

En España tarea complicada tomar fotos. Bajo un niqab te conviertes en protagonista, todos los ojos se centran en ti y dejas de ser invisible. Buscan entre la rendija mallada preguntándose quién está detrás y por qué te vistes así. Me topé con miradas de sorpresa, de lástima y, sobre todo, de miedo.

De compras en la medina 

La idea de ponerse en la piel de estas mujeres surgió en un viaje de vacaciones con una amiga feminista. Comentando como cada día más musulmanas se tapan por completo en el norte de Marruecos y Ceuta, me espetó: "Cuando me las tropiezo me entran ganas de insultarlas. No lo puedo evitar". En ese momento pensé cómo sería ver el mundo con toda esa ropa y cómo te tratarían en la calle. ¿Por qué no convertirme unos días en "ninja" o "batman", apodos que extranjeros y marroquíes contrarios al velo integral utilizan para denominar a las munaqabas?

Convencí a mi amiga Fátima para que me acompañara a comprar el niqab en mi ciudad, Rabat. Quedamos una tarde de viernes, día del rezo, para buscarlo en el zoco que suponíamos sería más sencillo. La primera parada fue en el pequeño taller de su modista. Al preguntarle dónde podía conseguir un niqab, le contestó muy sorprendida.

-¿Te lo vas a poner? -ni siquiera mencionó el nombre-. No se dónde se vende -puntualizó asustada-.

-No, es que mi amiga va a viajar a Arabia Saudí y le exigen ponerse el niqab para circular en el país -se justificó Fátima-.

Nos despedimos de la costurera que no "soltó prenda". Rumbo a nuestro objetivo nos topamos con una mujer joven vestida con un niqab en negro y verde. La paramos, le preguntamos dónde conseguirlo, pero nos indicó una tienda en un barrio alejado. Desistimos y seguimos en las callejuelas de la ciudad vieja. En otro local había niqabs pero floreados, nada discretos. De allí a otra. Nos recomiendan que vayamos a los puestos que venden pañuelos.

En la búsqueda nos asombramos de la cantidad de mujeres que circulaban tapadas casi siempre acompañadas de un hombre o con varios niños. Nos llamó la atención que no todas lucían prendas totalmente negras. Una chica joven muy estilosa llevaba encima incluso un chaleco largo de rayas de colores rojas, blancas y azules.

Creíamos que no sería fácil, pero lo cierto es que al final en menos de una hora y media me había hecho con un niqab, una vestimenta que desde enero de 2017 está prohibido confeccionar y comercializar en Marruecos, según una circular que el ministerio de Interior envío a los establecimientos. Y lo mejor, salí ataviada de la tienda sin ninguna restricción a pesar de ser extranjera.

Primer paseo por Rabat

Ese primer paseo lo realicé acompañada. No voy a mentir, me moría del miedo. Me agarré bien de una amiga marroquí. Y salí desde la parte vieja de Rabat hasta la estación de tren, recorriendo el centro bien cogida de su brazo.

No solo no me reconocían, si no que me volví invisible. Durante el recorrido nadie reparó en mi, pasé de atraer toda la atención como extranjera con el pelo largo y suelto, a perderme entre la multitud.

"Rogaré por tu madre", le lanzó un vagabundo en dariya -dialecto marroquí- a mi acompañante a la entrada de la mezquita Moulina a pocos metros del teatro Mohamed V. Creyó que debajo de la túnica negra había una mujer mayor. "Te tomó por una anciana religiosa", me tradujo.

Ya estábamos en el centro, la parte nueva de la ciudad. Cerca del Parlamento, a mi paso los hombres se separaban dejando un espacio, agachaban la cabeza y evitaban cruzar las miradas.

Para gestos cotidianos como desbloquear el móvil es necesario quitarse los guantes S.R.

Entonces recordé que una antigua alumna de Selectividad, Yousra de Nador, con apenas 18 años siempre me decía que "si vas tapada es más fácil encontrar marido". Desde dentro intentaba escudriñar las miradas entre el pequeño hilillo, a la altura de la nariz, que une la parte superior del velo y el 'lizam', la tela que cubre desde la parte inferior de los ojos al pecho. ¿Y me preguntaba cómo es posible conocer a un hombre así? Después me informé que son matrimonios concertados que no se conocen. El hombre viene a buscarla a casa y habla con el padre de la muchacha para pedir su mano.

Era suficiente por ese día, pero no podía volver a mi casa así. Decidí quitarme el niqab en los baños públicos de la estación de tren. Al descubrir la cara, sentí el sudor en la piel. En ese momento no sabía si eran los nervios o que el tejido no transpiraba.

Salí del aseo con el moño y una falda larga africana estampada de colores que llevaba debajo. Nada más poner un pie fuera comenzaron de nuevo los guiños, las miradas, los comentarios. Mientras me despedía de mi amiga, un chico me hizo señales a su espalda para apuntar mi teléfono.

"Te confundes con el paisaje"

Los sentimientos van variando a lo largo del tiempo que llevas el niqab. Para hacer las fotografías paseé por la Torre de Hassan y el Mausoleo, donde todos los mandatarios invitados a Marruecos se toman fotos haciendo la ofrenda floral a los reyes alauitas enterrados en el monumento. Entré en el recinto delante de los agentes de seguridad sin despertar sospechas. Ya me encuentro más tranquila.

"Te confundes con el paisaje", me dijo la fotógrafa más tarde al observar el resultado de las imágenes en el ordenador. Es extranjera y se hizo pasar por turista para tomar las imágenes. Algunas personas la miraron mal al ver que estaba retratando a una mujer con niqab sin pedirle permiso. Ella disimulaba, se giraba, movía la cámara y enfocaba al monumento. Así inmortalizamos la experiencia.

Solo los turistas giraban la cabeza para mirarme. Me tropecé con dos niños marroquíes jugando y siguieron su camino tranquilamente. Me llamaron por teléfono, no pude contestar. Mi móvil es táctil y llevaba los guantes puestos.

Ese instante de impotencia me trajo a la memoria una conversación con otra corresponsal española en Marruecos. Nos preguntábamos hace años ¿cómo se las arreglan para beber? Ahora tuve la oportunidad de experimentarlo. Probé como había visto hacerlo antes, con una pajita por debajo del velo. No me resultó tan complicado. Comer bajo la túnica sin ensuciarse es bien distinto.