“¿Son gitanos que vienen del campo desfilando?”, me pregunta a la 1:45 de la madrugada un inglés, pinta en mano, en la terraza de la única cafetería de La Tercia (Región de Murcia) que permanece abierta. No puedo evitar reírme y ponerme en la piel de ese hijo de la Gran Bretaña. Miro a mi alrededor. Cincuenta carros con sus respectivos caballos, mulas o ponis. Aparcados en aceras, parques, plazas. Desordenados. Parece que se los hubiera dejado alguien olvidados. Pero nada más lejos de la realidad que este guiri se ha forjado en su cabeza de foráneo. No son gitanos. Son huertanos. No vienen del campo. Vienen de la comarca de la Huerta. No vienen en desfile. Vienen en ruta. Y esta periodista con ellos. 

“¿Cómo lo llevas, niña?”, me preguntan mis compañeros de andanzas de cuando en cuando. Por aquí se conocen casi todos de tantos años que llevan haciendo este recorrido, y la presencia de la nueva se nota.

Salimos del centro de Murcia hace algo más de siete horas y, si uno piensa que le quedan otras diez por delante, puede que pidiese asilo o, al menos, un taxi a casa. Pero hay algo en todo esto que te anima a aguantar. “Ya que estoy aquí, ¡pues hasta el final!”, respondo cuando me preguntan si voy a llegar a la playa.

La Ruta del Mar es la manera que tienen las familias huertanas del siglo XXI de mantener una tradición estival  que ha aguantado generaciones, y con la que no han podido festivales de música, campamentos de surf ni ferries a Ibiza. 

Este 15 de agosto, festivo en toda España, el país se llena de verbenas: más de mil municipios celebran este martes sus fiestas patronales. La Ruta del Mar es una costumbre que nació para invocar la fertilidad, pero hoy el hábito ha derivado en algo más lúdico y festivo.

Veteranos de la Ruta del Mar durante el trayecto a Los Alcácares. S.N.

¿De dónde han sacado la idea?

Los antepasados de mis compañeros de ruta viajaban cada verano a la localidad costera de Los Alcázares, que antes era, como recoge el Archivo Municipal de Murcia, “un pedazo de tierra donde no hay en verdad aldea ni simple caserío”, y ahora acoge a cerca de 10.000 turistas cada verano.

Fueron los primeros veraneantes del Mar Menor, los primeros domingueros conquistadores de arena. Llegaban con salchichas, longaniza, tomates, leña, y hasta gallinas. Los de ahora viajan también en familia y entre amigos, también avituallados hasta la última pestaña, pero lo hacen en una especie de fiesta en movimiento, un botellón sobre ruedas, un festín a caballo.

Dice la leyenda que del origen primero de esta parafernalia tiene la culpa Alfonso X El Sabio que, enervado por la ausencia de heredero, hizo que su esposa doña Violante se bañase durante nueve noches consecutivas en el Mar Menor, confiando en que sus propiedades hicieran el efecto que otros actos igual de nocturnos pero menos pudorosos no habían conseguido. Y, al parecer, tuvo éxito, y el bebé acabo llegando.

 

A partir de ahí, los novenarios ganaron fama en la región, y los huertanos aprovechaban el fin de la faena en la huerta para liarse la manta a la cabeza y remojarse en la laguna murciana. Llegaban a Los Alcázares, y allí se distribuían las cerca de 40.000 almas huertanas. Unos con barracas de cañizo improvisadas para la ocasión. Otros, con las camas en la parte de atrás de los carros. Pasaban en ese trozo de tierra nueve días con sus nueve noches, noches en las que se bañaban en las aguas sanadoras del Mar Menor, algunos incluso aferrándose a la orilla con una cuerda atada a una estaca.

Lo importante es la salud… y la fiesta

“Alguno habrá por ahí que, si se le cura algo, pues mejor. Pero ahora lo hacemos por la fiesta”.

“Antiguamente en la época de mi madre sí que lo hacían por bañarse, se ponían los lodos y ahí se quedaban un rato, por salud”.

“Lo hacemos por mantener la tradición, que es muy bonita”.

“Yo lo hacía con mi padre, y podíamos ir andando al lado de los caballos, porque iban mucho más despacio que ahora, ¡ahora vuelan!”

“Por hacer algo distinto”.

“Por el tema de la fertilidad ya no hay nadie que lo haga. Pero ¡ten cuidao! No te vayas a quedar preñá en el Mar Menor.”

Lo que antes era una peregrinación casi utilitarista, con el fin último de llegar al mar y curarse de los males, se ha ganado hoy la categoría de fiesta. Llegar al mar no es ya el fin de esta empresa. El fin ahora es la empresa en sí misma.

Cada uno lo hace a su manera. Una de las chicas más jóvenes hace una parte a footing, por una promesa. También está el ciclista del grupo, que se queja de que “todos mis amigos están con el Sintrom, que ni se levantan del sofá, así que me he venido yo solo a hacerla en bici. Hazme una foto, ¡que vean que es verdad!”.

La Ruta del Mar finaliza con un baño en el Mar Menor. S.N.

Nuria, sus hermanos y sus primos, que hacen las veces de mi familia de carro, lo hacen con música, altavoces bluetooth y un cargamento de alcohol que más quisiera la barra del mejor bar de copas de Manhattan. “¡Échame algo, que me tenéis seco!”, grita de cuando en cuando nuestro conductor. Parece ser que los controles de alcoholemia no se aplican a los carros de caballos.

Gente que no se conoce ni de verse en la panadería pasa toda una noche en un espacio reducido, muy reducido, contando penas y alegrías, cantando por Siempre Así, por Camarón, también por el omnipresente Despacito. “¡Chacho! ¡No me pongas encima el Despacito, que ya tenemos bastante con lo que tenemos!”, ríe el jefe del carro que nos precede.

“Yo llevo haciendo esto dieciséis años”, cuenta José Antonio mientras mastica un trozo de empanada. Trabaja de carnicero en el pueblo murciano de Archena, y sigue haciendo la romería cada año por tradición. “Tengo la sensación de que cada vez somos más conservadores y nos gustan más las tradiciones”.

“Nosotras hemos tenido suerte”, me dice Carmen, que no llega a la treintena. “Nos pensábamos que íbamos a tener que hacerlo andando, pero al final hemos acabado en el mejor carro de todos, con tortilla, cerveza, tomate… ¡viva Paco!”. Carmen y sus amigas María José y Maite forman parte de una peña huertana, pero no son mayoría entre sus congéneres, porque la gente joven, “a no ser que les hayan apuntado sus padres en la peña desde pequeños, no hacen esto por gusto. Todos mis compañeros tienen de sesenta años para arriba”, dice Carmen entre risas.

Una imagen de la barraca huertana de los años 30.

También están los que hace solo una parte, como la madre de Nuria, que nos recibe en la primera venta en la que paramos. “Yo lo he hecho toda la vida, con mi marido y los bártulos a cuestas. Pero ahora ya estoy cansada para hacerlo entero, así que dejo a los jóvenes.” Otros nos siguen en coche, como si aquello fuese el Tour de Francia y ellos los vehículos de soporte.

Bienvenido, Mr. huertano

En cada pueblo en el que plantamos el chiringuito, los habitantes han alterado su sueño para recibirnos con su mejor sonrisa. O, al menos, con la más madrugadora. Así que, ya que me he metido en esto, les saludo como un rey mago de bigote postizo en el desfile del 5 de enero. Un parroquiano nos grita “¡ánimo, valientes!”. Y, sí, hace falta bastante valentía para esto. Pero hay algo estupendo en esto de tomar caminos secundarios llenos de polvo en mitad de la noche. El cielo se desmaquilla un poco, y le ves mejor los poros estrellados. Conté cuatro perseidas y muchas otras luciérnagas cósmicas.

La primera parada es en el puerto de Garruchal, la carretera que se cogía para viajar hacia la costa antes de que existiera el moderno puerto de la Cadena. Una vez allí, al lado de una venta con la nada alrededor, pero con una clientela de buenas proporciones (debe de estar muy bien puntuada en Tripadvisor), de repente, como salidos de un sombrero de mago, comienzan a aparecer sillas y mesas plegables, tuppers con costillejas y magra, porciones de queso fresco casero, lonchas de jamón, pinchos de tortilla… ¡hasta servilletas! Todo en una coreografía perfecta, digna de una final olímpica de natación sincronizada. Se nota la práctica.

Cena en Garruchal. S.N.

“Nena, sube y tómate algo. Mira qué habicas más buenas traigo”, o “tómate un cubalibre, verás que te salen mejor las fotos”, son solo un par de las decenas, centenares, y me atrevería a decir miles, de invitaciones que uno puede esperar recibir a lo largo de este camino hacia el salitre.

Llegamos a La Tercia, el segundo ‘punto de repostaje’ del camino. Las piernas ya nos piden ajetreo, y el estómago recibe de buena gana el chocolate caliente con monas que nos ofrecen los vecinos. Devoro sin apenas emplear incisivos ni molares, mientras Toñi me presenta a sus dos yeguas blancas. “Son buenísimas, no se quejan de nada. Las sacamos a pasear todos los días, porque para esto tienen que estar muy entrenadas.”

Roque, Nuria y Juanjo, mis compañeros de carro.

Toñi solía hacer el camino completo, porque “iba con amigas charlando, riéndonos, y se nos hacía hasta corto”. Pero ahora ya se cansa, y prefiere hacer “la primera parte y luego irme a dormir a casa”. A la mañana siguiente la encontraré en Los Alcázares, ya descansada, e impresionada de que la periodista haya llegado hasta el final.

Seguimos la senda, hasta que una de nuestras mulas dice que ya está bien de abuso, y que no da para más. “Va todo el rato frenando, es una vaga”, se queja Javier. Paramos en una rotonda de Balsicas, a 5 kilómetros del avituallamiento siguiente, y la separan de sus compañeros. El caballo Manolo y las mulas Bandera y España tendrán que repartirse el esfuerzo.

Imagen de los carros durante la romería a Los Alcácares. S.N.

Paramos en Roldán a eso de las 4.15 de la madrugada. Nos ofrecen migas recién hechas y melón recién cortado. “Llevamos despiertos toda la noche cocinando”, me dice uno de los organizadores de tamaña bienvenida. “Están hechas de harina, para que queden bien sueltas”. Pregunto si todo ese montaje parte del Ayuntamiento. “¡Qué va! Esto son grupos de vecinos que se ofrecen y lo hacen voluntariamente”. Y pensar que, a esa misma hora, hay gente alcoholizándose en cualquier garito de mala muerte sin hacer nada por el prójimo.

Por los carros estacionados empiezan a sobresalir pantorrillas, muslos, codos de gente que aprovecha la parada para echar una cabezadita. Empieza a amanecer con una niebla espesa que no frena a los equinos. Cruzamos campos, naves, molinos, mientras se empieza a ir la brisa fresca que nos ha aliviado el camino durante la noche.

En Dolores nos ofrecen bocadillos de sobrasada y unos cuantos bailes. Con la niebla ya disipada, nos miramos las ojeras unos a otros. Algunos se animan a ver el espectáculo, pero la mayoría no piensa más que en las dos horas que tenemos por delante para terminar. De ahí a Roda, una urbanización levantada junto a un campo de golf que parece un decorado de El Show de Truman a la murciana. El olor a sal empieza ya a notarse.

17 horas después…

A las 11 de la mañana, la procesión enfila el paseo marítimo de Los Alcázares. Sin duda, los minutos más interminables que Michael Ende jamás pudiera haber concebido. Los veraneantes plantan cara, barriga y pantorrillas al sol, y nos saludan desde ambos lados de la calzada. Me parece increíble que esa gente haya dormido esta noche. ¿No estaba toda la Humanidad despierta? ¿Éramos solo nosotros?

Llegando a la primera parada, Garruchal.

Un grupo de concurrentes ha levantado un toldo a un lado del paseo, y desde él nos miran lonchas de jamón, tiras de tocino y, ¿cómo no?, bocadillos de sobrasada. Alcanzo a agarrar una lata de cerveza que me sabe a gloria helada y celestial.

“He aguantado”, me dice la única neurona que se me mantiene en marcha. Y es entonces, en ese mismo momento, después de todas esas horas de fiesta, relinchos, suspiros y sudor, cuando por fin entiendo a los huertanos. Sea por fertilidad, sea por salud o por pasar el rato (largo), llegar a destino será siempre lo más reconfortante para el alma humana.

Con permiso, claro, del baño y la siesta de después.