Pepe Barahona Fernando Ruso

Paco trabaja cara a cara con la muerte. Es bueno en su cometido y narra sus intervenciones con un detalle extraordinario. Es tanatoestético, o esteticista de cadáveres. Meticulosamente explica cómo hace para que los fallecidos que pasan por sus manos recuperen el aspecto previo a la muerte. “Cuando los familiares me felicitan y me dicen que los difuntos parecen como dormidos, me da una profunda satisfacción”, detalla el especialista, que ya suma una treintena de años en este servicio. Cobra un sueldo digno y no ve peligrar su puesto de trabajo.

Paco, como sus otros tantos compañeros, no adquirió sus habilidades en un pupitre de una facultad. Lo suyo es puro oficio. Uno de tantos para los que no hace falta enfrentarse a la Selectividad por la que este año pasarán, por última vez, unos 200.000 aspirantes a universitarios.

Hay empleos con los que evitar la Selectividad, como se conoce en España a la Prueba de Acceso a Estudios Universitarios (PAU). Y el futuro para los que prescinden de pasar por esta batería de exámenes es tan prometedor como el de los que apuran los últimos minutos delante de los libros justo antes de cada prueba. Para muchos oficios, el sistema universitario es incapaz de formar a especialistas en determinadas profesiones que requieren de horas de práctica. A la vieja usanza.

No todo el mundo sirve

Paco Silva (Cádiz, 1963) entró por primea vez en una funeraria a los veintipocos años. Su primera relación con este tipo de servicios fue como vendedor de seguros, haciendo pólizas. Hasta que un día le ofrecieron ampliar su currículum y convertirse en tanatoestético. Hoy, tras más de 30 años, es uno de los mejores asesores funerarios de Cádiz. Sus compañeros del tanatorio lo ven como una referencia a seguir. Y le va bien. Aunque no todo el mundo sirve.

“Siempre he dicho que el funerario lo es por vocación”, defiende Paco. “Es un trabajo especial y te encuentras con familias que están en el peor momento de su vida; en esos casos tenemos que trabajar mucho algunas habilidades que rozan la psicología”, argumenta.

Manolo Silva trabajando en la funeraria. Fernando Ruso

Por sus manos pasan anualmente unos 200 fallecidos. Paco debe realizarles prácticas para las que no todos los aspirantes al puesto están mentalizados. “El maquillaje, la preparación o el embalsamamiento del difunto son tareas que requieren una profunda dedicación. Nuestra satisfacción es poder darles a los familiares la posibilidad de ver al difunto por última vez tal y como lo recordaban y darle así una despedida digna”, explica.

“Los aspirantes al puesto se llevan una primera impresión en la sala de preparación, que está refrigerada y da cierto escalofrío”, añade Paco. En la otra parte está la retribución, unos 19.000 euros al año según el convenio de Pompas Fúnebres para los recién contratados. Una cifra que se va incrementando con la experiencia y los años.

Sin embargo, son pocos los aspirantes que se hacen finalmente con el trabajo, que requiere una sensibilidad especial. “Hay que pensar que se trabaja con fallecidos de todas las edades, desde personas mayores a niños, hombres de tu misma edad…”, detalla el director del tanatorio ASV de Cádiz, Manuel Antonio García.

Sólo enseñanza obligatoria

Para el puesto no se exigen estudios más allá de la enseñanza secundaria obligatoria. “No tiene que ser diplomado o licenciado para conseguir el puesto, aunque debe tener ese algo especial que tiene todo funerario y que se ve cuando se conoce al aspirante”, confiesa Paco.

“Se busca a alguien empático, con presencia, que se exprese adecuadamente, que sepa ser cercano a la familia, con conocimientos de idiomas… la formación específica se la enseñamos nosotros”, concluye el director.

Aquí no hay nota de corte. El baremo para acceder a los estudios específicos es otro. Y la Selectividad poco peso tiene entre los requisitos que están lejos del 13,45 de 14 puntos posibles que en 2015 se exigía a los aspirantes del doble grado de Matemáticas y Física de la Universidad Complutense de Madrid o los 12,92 de otro doble grado, el de Relaciones Internacionales y Periodismo de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

Prueba de selectividad. Fernando Ruso

Poco, o nada, sonará esta forma de evaluar a los que se examinaron antes de 2010, fecha en la que se modificó esta prueba que data del curso 1975-1976, aunque fue aprobada un año antes. Desde entonces, este examen trae de cabeza a generaciones. Fácil siempre para quienes la superan y estresante para quienes se enfrentan a ella.

Según los últimos datos dados a conocer por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, la universidad española cuenta con 1.416.827 matriculados. De ellos, el 54,3 por ciento son mujeres. Por comunidades, Cataluña es donde más caro sale obtener un título universitario; Galicia, la más barata. Madrid aglutina la mayor proporción de egresados, rondando el 40 por ciento; la que menos, Extremadura.

La tasa de desempleo en los universitarios españoles se situó de media en el 14,3 por ciento en 2014. Según el informe ‘Las universidades españolas. Una perspectiva autonómica 2015’, la diferencia entre los que poseen estudios terciarios [impartida en universidades o centros de formación profesional] y los que no se ve a la hora de encontrar trabajo siendo más fácil para los primeros un 24,3 por ciento.

Una profesión de altos vuelos

Eder Navacerrada pasó por la Selectividad, la superó, pero su paso por la vida universitaria fue fugaz. Apenas un año hasta que se percató de que su futuro distaba de los conocimientos que adquiría en la facultad de Filología Inglesa de la Universidad de Sevilla. Lo suyo era una carrera profesional de altos vuelos: piloto agroforestal.

A sus 32 años ya suma más de 4.500 horas de vuelo. Muchas para su edad. Lo que le confiere la experiencia suficiente como para vivir (holgadamente) de su trabajo como piloto. Durante el año realiza la campaña del arroz en Isla Mayor, un municipio sevillano que produce la misma cantidad de este cereal que toda Valencia; también ejerce como piloto de extinción de incendios forestales, tanto en España como el Chile; y trabaja para una empresa de lanzamiento de paracaidistas.

Eder Navacerrada, junto a su avioneta de fumigación. Fernando Ruso

Para conseguir su puesto de trabajo tuvo que adquirir conocimientos de matemáticas o física que aprendió en varias asignaturas de habilitación, hasta 14, que acometió de forma modular hasta conseguir el título, que equivale a una diplomatura. En total invirtió más de 30.000 euros en pagar sus estudios en Sevilla, Madrid y Córdoba. Una cifra razonable teniendo en cuenta que en otras ocasiones la cifra llega a superar los 90.000 euros para cursos integrales con 200 horas de vuelo incluidas. “Es como sacarte un carnet de conducir a lo grande”, asegura.

Dificultades para los jóvenes

Su sueldo depende de la reputación que se granjee con los agricultores. A más confianza en su trabajo, más encargos y mayores ingresos. “No es fácil meter cabeza en este mercado, porque la media de edad entre los pilotos es alta y eso dificulta el acceso de los jóvenes”, detalla, que además deben tener una habilitación concreta en este tipo de avionetas. Más dinero que invertir. Por debajo de los 30 años hay pocos pilotos y los sueldos rondan los 20.000 euros para éstos y hasta 50.000 para los experimentados. Y solo en los cuatro meses de campaña que dura el arroz.

A pesar de los altos salarios, a las empresas del sector les cuesta encontrar profesionales cualificados. “Manejamos aviones poco controlables y hay pocos pilotos con experiencia en avionetas con patín de cola”, detalla Eder. Una habilitación para este tipo de avionetas está en los 20.000 euros, lo mismo que la de un piloto comercial en un avión de línea. Aunque entre ambos existan diferencias notables.

Eder volando en la avioneta. Fernando Ruso

“Yo lo comparo con un piloto de Formula 1 y el conductor de un autobús”, detalla Eder, que no se plantea cambiar su trabajo actual por el que le ofrecería una aerolínea. “Los sueldos ya no son lo que eran antes”, concreta. “Lo que más le gusta a un aviador es volar por sensaciones, tener el contacto directo con el aparato, todo se hace de forma mecánica, no hay cables y ordenadores, es muy artesano”, especifica.

En su quehacer diario se enfrenta a situaciones difíciles, como vencer los muchos cables de alta tensión que pueblan los arrozales de las Marismas del Bajo Guadalquivir. Hacen vuelos a baja altura, a escasos metros del suelo, y los despegues y aterrizajes se hacen en pistas de tierra.

“La peligrosidad es siempre relativa, a mí me gusta hablar de falta de entrenamiento o preparación; hay maneras metódicas que reducen el peligro y la seguridad ha evolucionado mucho a lo largo de la historia”, destaca el piloto, que reconoce que también ha habido muchos fallecidos en su oficio. “No todo el mundo vale”, concluye.

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