Hubo un tiempo en que decir “soy de Katanga” era suficiente para que la conversación se cortase en seco y más de uno cambiara de acera. No hacía falta sacar una navaja. Bastaba con abrir la boca. Y lo sabían. Lo sabían los de Corea, los de Monelos, los de la Sagrada Familia y los de la Gaiteira. Y lo sabíamos nosotros. Porque Katanga no era un barrio. Era un sello en la frente. Un salvoconducto al miedo o a la gloria, dependiendo de dónde estuvieras y con quién lo dijeras.

Katanga nació en 1966, en los extrarradios olvidados de A Coruña, cuando el régimen franquista levantó unas viviendas “baratas” —así, con sorna— para acoger a familias de Bergantiños que llegaban con las botas llenas de barro y las tripas vacías. Les ofrecieron cuatro paredes mal echadas, sin calles, sin aceras, sin colegios ni transporte. Sin alma. El paquete completo. Les entregaron las llaves y que se buscaran la vida. Y vaya si lo hicieron.

A la ciudad bienpensante aquello le dio dentera. Miraban hacia ese descampado de bloques sin urbanizar como quien observa un pozo negro. Y entonces, con la crueldad natural del clasismo español, llegó el apodo: Katanga, como la región del Congo en guerra perpetua, donde las mujeres eran moneda de cambio y los diamantes salían manchados de sangre. La metáfora era clara: aquello era tierra de nadie, territorio salvaje, caldo de cultivo para la escoria. Como si un barrio pudiera contagiarse de África solo por el nombre.

Y funcionó. El mote caló. Tanto, que los propios vecinos lo asumieron. Como se asume una cicatriz en la cara o una condena sin juicio. Y de ahí, del lodo, nació la leyenda.

Porque Katanga no era solo pobreza. Era también orgullo. El orgullo de los que lo tenían todo en contra y aun así aguantaban. Eso sí, el barrio mordía. Y fuerte. En los años 70 y 80, cuando las peleas entre bandas no eran noticia sino rutina, los de Katanga eran los amos y señores del Agra del Orzán. No había semana sin bronca, sin refriega, sin sangre en la acera. Los de Corea, en Labañou, eran los eternos rivales. Bajaban jabatos de un lado a otro como si esto fuera Belfast. Y los puños volaban, y las navajas silbaban.

“Lo de ahora es una broma. Lo de antes sí que eran broncas”, dicen los veteranos. Y vaya si lo eran. En las verbenas de Palavea, de los Mallos, de la Gaiteira… bastaba una mala mirada para que se desatara la tormenta. Las pandillas se formaban casi por generación espontánea: diez, veinte chavales por banda. “A veces estabas aburrido y decías: oye, vamos a darles a los de la Safa”, recuerda uno. Y allá que iban, como si la adolescencia viniese con un manual de instrucciones en forma de hostia.

De Katanga salieron nombres que aún retumban. Los gemelos de Katanga, por ejemplo. Dos hermanos que en los setenta las hacían de todos los colores. Si estabas en una trifulca y aparecían ellos, sabías que la cosa se ponía seria. De ahí también salió Fernando Lago, alias Mao, otro con el currículum empapado en barro y sangre. Contaba que bastaba con decir que eras de Katanga para que te entregasen el dinero o las llaves del coche sin rechistar. Palabra mágica. Hechizo suburbano.

Pero lo que de verdad partió el alma del barrio no fueron las navajas. Fue la aguja. A mediados de los 80, el caballo entró por la puerta grande y ya no salió. Llegó como una moda peligrosa, como un viaje barato al olvido. Y se quedó a vivir entre nosotros. Primero fueron los mayores, los buscavidas, los que ya sabían lo que era el talego. Luego vinieron los pequeños. Los que un día jugaban al fútbol en el descampado y al siguiente estaban pinchándose en un portal.

La heroína no discriminó. Se llevó por delante a hermanos, primos, vecinos. Se tragó la infancia entera de una generación que no tuvo futuro, porque ni siquiera tuvo presente. Katanga pasó de ser un barrio duro a ser un barrio roto. Las madres velaban a sus hijos en vida. Las esquinas olían a miseria y metadona. Las ventanas se cerraban con miedo. Y las ambulancias, cuando venían, ya llegaban tarde.

Muchos no lo cuentan porque no les dio tiempo a contarlo. Otros viven aún, como fantasmas que pasean por calles que ya no reconocen. Están los que se quedaron en el psiquiátrico. Los que acabaron en el penal. Los que no llegaron a los treinta. Y están también los que salieron, pero no intactos: con un trozo menos de alma, con una mirada que ya no vuelve nunca del todo.

A esa generación no se le hicieron homenajes. No se le pusieron placas. No salieron en los libros. Se les robó la vida y después se les olvidó. Pero el barrio los recuerda. Porque el barrio tiene memoria. Porque cada vez que alguien pasa por la calle Pontevedra y ve a un tipo en chándal, solo, mirando al suelo, sabe que no es un loco. Es uno de los nuestros. Uno de los que quedaron a medias.

Pero si hubo alguien que encarnó la tragedia de Katanga fue Xosé Tarrío. Nacido en 1968, entró en prisión en el 87 por un pequeño robo —una miseria de condena— y acabó devorado por el sistema. Más de 70 años de penas acumuladas. Preso FIES. Torturado, aislado, reventado por dentro. De niño, participaba en las peleas de barrio. De adulto, murió como símbolo de una cárcel que no redime a nadie, solo destruye. Su historia no es una anécdota. Es una sentencia.

Mientras tanto, la ciudad se dividía en tribus. Los Dinamitas, en los Mallos, con su amarillo chillón. Los Diablos Rojos, en A Gaiteira. Los de Monelos y el Barrio de las Flores, que eran como los americanos: las guerras las hacían fuera. Y los de Corea, que no se andaban con bromas. Sousa, uno de ellos, vio cómo a su colega le arrancaban un ojo. En otra, seis acabaron apuñalados. Así era el juego.

Y no te olvides de los colegios. Dominicos contra Liceo. Jesuitas contra Maristas. Franciscanos contra Santa Margarita. Cada uno tenía su némesis. Las riñas se resolvían a puño limpio en los descampados o a la salida de las discotecas. Sin móviles. Sin trending topics. Sin neuropsicólogos. Solo nudillos, rabia y una camiseta manchada de sudor.

Hoy no queda nada de aquello. Katanga es un barrio tranquilo. Los niños van al cole con mochilas de colores. Sus padres —aquellos mismos que fueron leyenda— ahora trabajan, pagan impuestos, llevan a sus hijos al parque. Y miran atrás con pena. Por los que se quedaron por el camino. Por los que no llegaron a tiempo. Por los que se quemaron rápido y se apagaron antes de los treinta.

Y sin embargo… algo queda. Una sombra. Un rumor. Una mirada que te atraviesa cuando alguien dice: “yo soy de Katanga”. Porque esa palabra no se borra. Porque es un tatuaje, no un insulto. Porque aunque la ciudad lo haya olvidado, los de allí no. Porque Katanga no está en África. Katanga está aquí. En cada cicatriz, en cada pelea, en cada historia que ya no sale en los periódicos.

Y si alguna vez alguien te dice con media sonrisa que viene de Katanga… no lo subestimes. Nunca.

Porque hay barrios que se construyen con ladrillos.
Y otros, con cojones.