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El número 8 de la avenida de Oza de A Coruña: expresionismo racionalista

El número 8 de la avenida de Oza es una obra de Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés. Un edificio racionalista construido en un contexto histórico muy duro de escasez y tristeza que, sin embargo, es una muestra de uso del lenguaje y la creatividad en favor de la dignidad arquitectónica de la ciudad
Nuria Prieto
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En la Fundación Calder se conserva una fotografía tomada en 1938 en la que aparece el artista junto con su pareja, Louise Calder, y el arquitecto Stamo Papadaki. La escena muestra a sus protagonistas comiendo al exterior, sobre una mesa de madera repleta de comida. Alexander Calder parece estar exclamando algo mientras Louise se ríe. La imagen podría parecer una escena costumbrista, si no fuese porque Papadaki oculta su cabeza mediante una enorme figura geométrica, un cono brillante de grandes dimensiones que lo convierte en un personaje esperpéntico e hilarante. Sólo es una fotografía más dentro del conjunto de recuerdos de una vida, pero desde la perspectiva contemporánea, se integra dentro de una etapa cultural y artísticamente muy interesante: el paréntesis temporal de entreguerras. 

En esta breve etapa, de apenas un par de décadas, colisionan una gran cantidad de inercias de génesis cultural que provocan grandes explosiones expresivas en todos los ámbitos del arte y la ciencia. Frente a la enorme crisis económica, social y política, se produce una fuerte aceleración intelectual como si la Primera Guerra Mundial hubiese producido una agitación cuya inercia era imposible de detener. El poeta Paul Valéry escribía en 1919, al comienzo de esta peculiar etapa “Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales” (La crise de l’espirit, 1919). Esta frase delata a la realidad como presencia solitaria en el mundo, desnuda de artificio o exageración.

Una imagen cruda y poéticamente violenta que se interpretó desde una multitud de ángulos que tienen como consecuencia la necesidad de escapar, de crear, de evadirse, de dominar, de recordar, de hacer la revolución, de un millar de emociones desaforadas que gravitan sobre una población en crisis que no sabe si aferrarse a la esperanza o prepararse para lo aciago tras perder una generación completa de jóvenes representantes del futuro, en la guerra. Pero algunos otros se tomaron esta profunda crisis del espíritu como un desafío de las más profundas pasiones humanas (positivas o negativas) capaces de expresarse a través del arte y la arquitectura. La libertad y la exploración de los límites disciplinares se convirtieron en el objetivo de muchos creadores, algo que reflejan sus obras de una manera, casi visceral.

Expresionismo en el arte:
Ecce homo 1925 de Lovis Corinth, Pinacoteca de Basilea

En la arquitectura, la quiebra con el academicismo y la cadencia estética marcada por las corrientes clasicistas o románticas se detienen de forma abrupta y crítica. Desaparece la idea de abordar la disciplina a través de la crisis del modelo, en favor de la utopía y el palimpsesto, es decir, de una idea completamente renovadora. Pero la arquitectura nunca es una disciplina desconectada de la realidad, sino que se encuentra al servicio de las necesidades y ambiciones del ser humano, por lo que a los planteamientos teóricos o intelectuales se añade un profundo cambio social que afecta a las costumbres, jerarquías sociales y espacios habitados.  La expresividad se convierte en el lenguaje con el que mostrar un nuevo orden cultural. En la película ‘M, el vampiro de Dusseldorf’ (Fritz Lang, 1931), la concatenación de sucesos se puede leer a partir de un conjunto de expresiones que buscan una definición limpia. La historia no se transmite a partir de un conjunto de descripciones o narraciones, si no de emociones muy claras que flotan en torno a una central que sostiene la trama hasta el final e, incluso en ese momento, es la expresividad del personaje la que crea un estado de contradicción en el espectador. Conceptualmente, las arquitecturas del periodo de entre guerras, se formulan de una manera paralela a la película de Fritz Lang, es decir, a partir del ensamblaje de planos y volúmenes que transmiten emociones de una forma clara y expresiva, frente al clasicismo u otros estilos academicistas que basaban la composición arquitectónica en reglas y fórmulas tradicionalmente aceptadas. 

“Hablar de racionalismo en arquitectura es bastante complicado, porque ante todo hace falta precisar el término, que a veces adquiere significados más amplios, y otras más limitados. ...con el término de “racionalismo” quiero expresar más bien una determinada actitud del pensamiento; por lo tanto, una actitud que precede y guía la opción metodológica, una actitud que se encuentra a lo largo de toda la historia del pensamiento humano, y por tanto también de la arquitectura.” Giorgio Grassi

La expresividad de la arquitectura de entreguerras se enfrenta a la dramática realidad de ese periodo, donde la escasez la empuja al existencialismo. Así, el pensamiento creativo es la única opción posible para unir la ausencia de recursos con la ambición cultural expresionista. Y es que a veces la introducción de un elemento distorsionante en una escena costumbrista puede convertirse en estímulo que consolida el cambio. El racionalismo arquitectónico, enmarca mediante límites difusos un conjunto de obras que oscilan entre la norma y la disrupción, pero cuya finalidad es devolver la disciplina arquitectónica, como herramienta al servicio, a la sociedad. 

Foto: Nuria Prieto

El número 8 de la avenida de Oza

En España el racionalismo se matiza siguiendo una integración socioeconómica diferente basada en un clima político complejo, y su terrible derivada en una violenta guerra civil. La afección de un evento bélico no sólo reduce aún más la disponibilidad de recursos materiales y económicos, sino que produce un aislamiento cultural y un trauma social muy violento. La opresión de la dictadura en la que derivó el final de la guerra se sumó a los procesos de reconstrucción limitando aún más el marco productivo y creativo de la ciudad y sus arquitectos. En A Coruña, el racionalismo se expresa a través de la obra de Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés, quienes proyectan numerosas obras en la década de los treinta y cuarenta. 

El número 8 de la avenida de Oza fue construido entre 1939 y 1942, en plena posguerra, situándolo en un contexto difícil en el que los recursos escaseaban, y en el que cualquier acción sobre la ciudad se envolvía de una aspiración por la recuperación de la dignidad. Este edificio de viviendas muestra la habilidad de Tenreiro y Estellés para utilizar las herramientas del expresionismo y racionalismo a su favor, para crear una obra digna y solvente con pocos recursos dentro de una etapa marcada por el duelo, la tristeza y la desesperanza. 

Foto: Nuria Prieto

Situado en la esquina entre la avenida de Oza y la calle Primavera, el volumen de ocho plantas y bajo, no sigue la alineación de la manzana de manera estricta, sino que utiliza una estrategia geométrica para fragmentar el edificio creando dinamismo.  La composición parte de la esquina, a partir de la cual se dibuja una línea imaginaria que se convierte en eje de simetría. A partir de ahí se aísla la esquina creando un chaflán que altera la percepción de esta, pasando de ser un conjunto de planos a un volumen extruido de planta poligonal.  Desde este elemento singular se abren planos a cada lado que en ningún caso son paralelos a los laterales definidos por la alineación, si no que se giran para ampliar las vistas. La sucesión de giros podría confundir la posición del plano de fachada, dando por hecho que estos definen la continuidad con la manzana. Para manifestar el contraste de los giros, el último módulo de la fachada sí se alinea con las medianeras, algo que se prolonga en la octava planta. La limpieza de la volumetría se trabaja mediante la adición de huecos, balcones y cornisas. 

La inserción de huecos en las obras de Tenreiro y Estellés, son siempre una acción radical (al menos para la época), en la que buscan demostrar la ausencia de la esquina. La materia desaparece en ese vértice, y así se introduce la ventana, un aspecto de apariencia estética que responde a una lectura estructural: el edificio presenta una estructura de hormigón armado que permite liberar a la envolvente de dicha función.  Tal trabajo de compensación entre la estética y la estructura vincula la imagen del edificio con la liviandad frente a sus vecinos construidos con muros de carga y aspecto masivo. Pero no es suficiente. Tenreiro y Estellés se sirven del lenguaje racionalista y de los ecos del expresionismo para hacer volar al edificio.

Así añaden una jerarquía de líneas transversales que sirven para realzar la ruptura de los volúmenes, mediante cornisas a modo de vierteaguas bajo los huecos, de forma discontínua. Líneas que a medida que el edificio asciende comienzan a conectarse entre sí aumentando de tamaño, de tal forma que fragmentan el volumen en altura. La observación del edificio desde diferentes ángulos enfatiza el movimiento de los planos. Los balcones sirven de contrapunto para atar los planos al volumen, estableciendo continuidades en algunos planos y rupturas con otros. La combinación de cornisas produce una fragmentación que impide comprender la fachada como un volumen limpio y compacto, sino que obliga a fugar la vista, deslizándose por las líneas de cornisa inconscientemente. Y es que quizás el racionalismo define volúmenes, pero el lenguaje expresionista crea un conjunto de percepciones que no contempla la interpretación del edificio como un volumen compacto, sino como una amalgama de fragmentos en movimiento. Este efecto está también presente en el expresionismo pictórico, en el que las emociones están por encima de la técnica.

Foto: Nuria Prieto

Adicionalmente, la materialidad de la fachada es muy precaria debido al contexto económico dibujado por la posguerra. Con apenas unos cambios de color en torno a los huecos y sobre las cornisas, crean la alternancia suficiente como para simular una cierta riqueza constructiva. Esta estrategia sirve también para distinguir la primera planta (organizada como entreplanta) del resto de niveles, y marcar el acceso principal. El portal del edificio se sitúa hacia la avenida de Oza, mientras que el frente del chaflán en planta baja se añade al bajo comercial poniendo de relieve nuevamente la ausencia de la estructura en la fachada. Además, en la última planta la separación entre huecos se realiza mediante machones que simulan ser una pareja de columnas clásicas. 

Pero el edificio se reserva aún un último truco, y es que observando el edificio desde la avenida de Oza hacia la calle Primavera, la fachada del edificio parece prolongarse de manera indefinida. Y es que el edificio colindante sigue la misma estrategia compositiva, de tal manera que la fragmentación crea un efecto barroco en el que el plano parece desmaterializarse hacia el infinito.  

Foto: Nuria Prieto

La mano que construye el hábitat

La arquitectura de las décadas de los treinta y cuarenta representa un extraño punto de transición, tanto que establece una narrativa propia e independiente.  Algunas de las aseveraciones tradicionales se quebraron de manera irreversible, como afirmaba Paul Valéry, mostrando el camino de una mirada más honesta y conciliadora. La cultura refleja esta inflexión y comienza a codificarse desde las emociones.

“Porque si algo caracteriza al arte moderno es el extrañamiento del hombre respecto al proceso, incluso material, de cómo este se produce. El último resquicio de percepción directa, de explicación directa, muere con el puntillismo y el arte se vuelve tan insondable como esas figuras que, con el principio del siglo, comienzan a volver la espalda al espectador, sin aquel generoso espejo que colocaba Velázquez” Luis M. Mansilla, ‘Cuando el dedo roza, con cierta fe, lo inerte. 

Foto: Nuria Prieto

Una figura vuelta al espectador es una distorsión como Papadaki en la foto de los Calder. Un gesto que, a pesar de ser pequeño, determina una nueva forma de mirar la realidad. Y es que el mundo ya no se percibiría como algo sencillo, sino como un complejo conjunto de emociones que configuran una multitud de atmósferas en las que transcurre la vida humana. La cultura es el reflejo y la mano que construye el hábitat “es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir” (Milan Kundera)

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