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El Edificio Atalaya de A Coruña: vanguardia al borde de la desaparición

El edificio Atalaya diseñado por Antonio Tenreiro es un ejemplo de arquitectura vanguardista próxima al cubismo. Una nueva forma de entender el espacio y la composición arquitectónica que colocaba una pieza indudablemente moderna en la fachada marítima de A Coruña
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El arquitecto Óscar Tusquets (Barcelona 1941) inicia sus recientemente publicadas memorias con la frase ‘vivir no es tan divertido y envejecer es un coñazo’. Una declaración de principios cargada de sarcasmo que refleja la perspectiva de una carrera prolífica y una vida intensa, así como una capacidad de juicio crítico basado en la experiencia, una vasta cultura y la ausencia de complejos. La visión de la arquitectura de la ciudad desde esa perspectiva cargada de sarcasmo y cultura resulta un aspecto refrescante que se separa de la crítica habitual no constructiva. Envejecer es un coñazo, pero….

‘’Lo que me preocupa a mí, que un edificio envejezca bien, por ejemplo, no está valorado hoy en día’’ Óscar Tusquets.

El envejecimiento de la arquitectura es un proceso que comprende muchas aristas derivadas del contexto: cambios urbanísticos, cambios de uso, decisiones cuestionables desde cualquier agente relacionado con el edificio…y todas ellas convergen hacia el mismo punto que es su posición y significado en la ciudad contemporánea. Para un edificio, atravesar el tiempo no significa mantenerse inmaculado, al igual que resultaría antinatural para un ser humano no ver afectada su imagen y comportamiento debido al paso del tiempo. En envejecimiento de la arquitectura es un proceso orgánico de adaptación al medio y a las circunstancias, de una manera natural. Lamentablemente a veces, este devenir se desarrolla de la peor forma posible. Para algunos edificios ‘envejecer es un coñazo’

Parte trasera del Edificio Atalaya (Foto: Nuria Prieto)

La casilla de la Biblioteca municipal Menéndez Pidal

La Casilla Biblioteca municipal Menéndez Pidal es una obra que hoy en día se encuentra en la ciudad oculta bajo otro nombre y transformada de tal forma que su esencia es apenas reconocible sólo para aquellos que vieron alguna vez su estado original. Pero si el edificio ha envejecido es porque alguna vez tuvo una vida cuyo origen merita una reflexión somera.

Este pequeño edificio aparenta ser una pieza singular, un elemento aislado casi escultórico que parece estar contando la historia de otro lugar. Quizás este desencaje contextual tenga que ver con dos pequeñas historias.

En 1925 tiene lugar en París una exposición Internacional de Artes Decorativas, en la que el arquitecto suizo Le Corbusier (1887-1965), por entonces ya una figura prometedora en el mundo de la arquitectura europea, construye el Pabellón de L’Espirit Nouveau. Esta obra supone no sólo un manifiesto de la vanguardia cultural que estaba comenzando a bañar Europa con ondas expansivas que tenían sus epicentros en ciudades como Berlín o París. Esta singular construcción no esconde sus intenciones: su nombre ‘el espíritu nuevo’ busca romper la concepción de la composición arquitectónica, así como las bases de la estética arquitectónica. Estética, para esta nueva corriente, no era un mero revestimiento epitelial del edificio, es decir, buscaba restituir a la disciplina de la estética su definición real basada de estructura filosófica y bastante más compleja que la vaga definición de algo como ‘bonito’ o ‘adecuado’.

La estética arquitectónica es una rama de la filosofía que estudia la esencia y la percepción de la belleza y el arte en arquitectura. El pabellón, construido como una declaración de principios ‘hacia una arquitectura’ (parafraseando la propia publicación de Le Cobusier Vers une Architecture de 1923), es decir, hacia una nueva arquitectura que arrancaba con un movimiento transgresor que llevaba el mismo nombre que su pabellón: el espíritu nuevo. Mostrado en un contexto de artes decorativas y no arquitectura, en el que predominaba el modernismo, el pabellón fue recibido de manera hostil y, sin embargo, es hoy en día un icono fundamental para comprender el devenir de la arquitectura contemporánea. El arquitecto coruñés Antonio Tenreiro (1893-1972) había visitado esa exposición en 1925, y muy probablemente, observó con detalle el Pabellón de L’Espirit Nouveau con asombro.

Si bien, esta cercanía es quizás anecdótica o una visión de perspectiva
abierta desde un análisis contemporáneo. A Antonio Tenreiro le interesaban mucho las obras de otros autores como Rob Mallet-Stevens (1886-1945) y Michel Roux-Splitz (1988-1957), como la Villa Noailles (Mallet-Stevens. París, 1928) o el Mueble de un Administrativo (Roux-Splitz. París, 1930). Todos ellos pertenecían y eran cofundadores (al igual que Le Corbusier) de la Unión de Artistas Modernos (UAM).

‘’La obra de arte no debe ser accidental, impresionista, pintoresca, ni excepcional, sino general, estática y expresiva de lo invariante’’ Le Corbusier (entonces aún Charles Edouard Jeanneret) y Amédée Ozenfant en L’Espirit Nouveau. 1923.

Arquitectura de vanguardia

La segunda historia tiene que ver con una mirada hacia la identidad de la ciudad, especialmente en cuando a su extroversión hacia los espacios que recibían a los visitantes. Entre 1929 y 1930 (una época en la que la vanguardia tenía forma de pabellón en España. Basta recordar el Pabellón Barcelona de Mies van der Rohe) los arquitectos José Manuel Aizpurúa (1902-1936) y Joaquín Labayén (1900-1995) construyen el Club Náutico de san Sebastián, una obra que recuerda más a un barco que a un edificio incorporando los rasgos más vanguardistas de la aeronáutica y la modernidad arquitectónica europea. Décadas más tarde (1944-1945) se construye en Vigo el Club Náutico de Francisco Castro Represas (1905-1997). Estas dos pequeñas piezas arquitectónicas comparten una morfología y estética propias de la coyuntura cultural europea. Obras que se parecen a la Casilla Biblioteca Municipal Menéndez Pidal diseñada por Antonio Tenreiro entre 1933 y 1935.

Si bien, esta cercanía es quizás anecdótica o una visión de perspectiva abierta desde un análisis  contemporáneo. A Antonio Tenreiro le interesaban mucho las obras de otros autores como Rob Mallet-Stevens (1886-1945) y Michel Roux-Splitz (1988-1957), como la Villa Noailles (Mallet-Stevens. París, 1928) o el Mueble de un Administrativo (Roux-Splitz. París, 1930).  Todos ellos pertenecían y eran cofundadores (al igual que Le Corbusier) de la Unión de Artistas Modernos (UAM).

Club Náutico de San Sebastián, Aizpurúa y Labayén. (Via Wikimedia commons)

Dos pequeñas historias que convergen en este edificio coruñés hoy conocido como Edificio Atalaya, y que conectan el contexto del borde marítimo vinculado al puerto como entrada de visitantes, con la vanguardia y el devenir de los tiempos modernos. El edificio, se encuentra en los jardines de Méndez Núñez, cerca de la Terraza, del quiosco Alfonso y del Hotel Atlántico, construyendo un límite que arrancaba en el novecentismo evolucionando hacia una estética modernista para culminar con una pieza completamente rompedora. La ausencia de restricciones formales, permite a cualquier a de estos edificios incorporar ciertas libertades compositivas. Así sucede con el edificio Atalaya. Esta pieza se concibe como un volumen exento, único y casi escultórico.

Antonio Tenreiro, por entonces arquitecto municipal, basa la composición de su edificio en la esencia que se sitúa en el origen de las obras relatadas en las dos historias anteriores, y que no son otras que el cubismo. El cubismo está considerado como la primera vanguardia, en él la perspectiva desaparece y la superposición de puntos de vista sobre el mismo plano que provoca una sensación de movimiento. Algo que en arquitectura se traduce en la necesidad de recorrer el edificio para poder comprenderlo y tener así una idea desfragmentada y recompuesta a través de las sensaciones del usuario. La clave de la estética se encuentra precisamente en esta última experiencia individual.

“Cuando hacíamos cubismo, no teníamos ninguna intención de hacer cubismo, sino únicamente de expresar lo que teníamos dentro” Pablo Picasso

(Foto: Nuria Prieto)

Un espíritu que se desvanece

El edificio Atalaya, hoy en día muy desfigurado, albergaba unos aseos públicos en la planta semisótano, la biblioteca infantil y un despacho en la planta baja y un bar en la planta superior. El elemento más llamativo de esta pieza y lo que la aproxima al pabellón de L’Espirit Nouveau es la incorporación de un espacio de lectura al exterior con un árbol que atraviesa el forjado superior para asomar su copa por encima del edificio. El espacio de lectura se organiza en torno al árbol propiciando la relación sensorial del acto tranquilo de la lectura con la naturaleza, formalización de una acción que se traduce en una forma dinámica de gran modernidad.  Cada elemento del proyecto tiene un cierto halo de aleatoriedad, y sin embargo la suma de del conjunto define una composición compacta a la forma cubista, y una experiencia espacial única. 

"Cada elemento del proyecto tiene un cierto halo de aleatoriedad, y sin embargo la suma de del conjunto define una composición compacta a la forma cubista, y una experiencia espacial única" 
(Texto y foto: Nuria Prieto)

Muertes y reencarnaciones

Es cierto, que hay muchas formas de morir, al menos para todo aquel ser que se encuentra vivo. Pero la vida de los edificios es, envidiablemente reencarnable una y otra vez, por lo que la muerte de la obra de arquitectura es, como parecían buscar las teorías científicas decimonónicas que inspiraron obras como La criatura del Dr. Frankenstein o el Moderno Prometeo de Mary Shelley, tan solo un trastorno curable. La desfiguración actual del edificio Atalaya puede producir una sensación de desaliento, lástima o incluso rencor frente a las diferentes causas y responsables que han llevado a esta obra a su imagen actual, y sin embargo, en el fondo de ese pensamiento se esconde el renacimiento conceptual de la obra.  

’Supone igual tontería llorar porque de aquí a cien años ya no viviremos, que llorar porque no vivíamos hace cien años’’ Michel de Montaigne

La arquitectura parece ser inmortal en ocasiones, pero precisamente es la responsabilidad de quienes con seguridad ya no estemos dentro de cien años, ser conocedores al menos de que esa obra volverá a la vida para aquellos que entonces estén. La riqueza de un patrimonio que se encuentra al borde de desaparecer en el olvido, o aún peor, de convertirse en un cuerpo sin vida como en la película La invasión de los Ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), que tan sólo repite una rutina ausente de emociones, arte o belleza. 

La arquitectura espera a ser vivida, mientras que los seres humanos no sin sarcasmo aplicamos la máxima de Woody Allen frente a la muerte: quizás no la tememos, pero preferimos no estar allí cuando suceda. 

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