19 marzo, 2023 02:22
Ángel F. Fermoselle Esteban Palazuelos

Es dueño de un discurso inteligente y empático y de unos ojos azules que lo abordan todo con una curiosidad insaciable. Profundamente humano, sin embargo no cree en el futuro de nuestra especie; la huella que dejemos, dice, no será más pesada que la de otras especies que también se extinguieron. Le gustaría mucho creer en Dios, pero Dios no parece haberle dado la oportunidad. O, al menos, él no la ha encontrado.

Dirige la Unidad de Neuropsicología del Centro de Diagnóstico e Intervención Neurocognitiva de Barcelona, y se centra en enfermedades del sistema nervioso que producen deterioro cognitivo o comportamental. Como el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, él también es una referencia mundial en la enfermedad de Huntington. Unas 4.000 personas sufren este diagnóstico en España, cuyos síntomas combinan algunos de los del Parkinson, la ELA y el Alzheimer.

Saul Martínez-Horta acaba de publicar, en la editorial Kailas, 'Cerebros Rotos', el libro que está agitando el mercado en lo relacionado con la conducta humana. En él, aparece un buen número de pacientes asombrosos que, dice, le enseñaron a vivir.

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P.-Un neuropsicólogo no es un neurólogo; tampoco es un psiquiatra; ni es, tan solo, un psicólogo. ¿Qué es exactamente?

R.-La neuropsicología es una especialidad clínica de la psicología que se centra en el daño en el cerebro y en cómo este explica el comportamiento humano. Exploramos cómo funciona el cerebro a través de la evaluación de la conducta y de la cognición.

P.-¿Cuándo podemos necesitar la ayuda de un neuropsicólogo?

R.-Existen tres escenarios posibles. Cuando existe un diagnóstico de una enfermedad que compromete el sistema nervioso, como una persona que padece párkinson o un tumor. Un segundo escenario es cuando alguien tiene la impresión de que algo está sucediendo, o bien la persona afectada o alguien que lo conoce; cuando hay razones para pensar que el origen de esta situación podría estar en el cerebro. Y hay un tercer escenario, a veces en la esfera de los problemas educativos, que es cuando no hay una enfermedad pero sí una incapacidad para discernir qué está sucediendo, o tal vez una persona no está rindiendo como debería, cuando hay algo que no funciona de una forma típica.

Leí a un oncólogo muy conocido que decía que la variable que mejor define el riesgo a padecer una enfermedad oncológica es la mala suerte

Saúl Martínez-Horta, neuropsicólogo

P.-El libro que ha escrito se titula Cerebros Rotos. ¿Qué se puede hacer para evitar que a uno se le rompa el suyo?

R.-Hay circunstancias que son, lamentablemente, impredecibles, como los accidentes o determinadas enfermedades que comprometen de forma dramática al sistema nervioso. Una lesión cerebral, un accidente vascular o una intoxicación aguda por monóxido de carbono, por ejemplo. Luego hay otro conjunto de enfermedades muy frecuentes, las neurodegenerativas, que no vamos a poder prevenir que sucedan.

Probablemente tengamos tatuado en parte nuestro bagaje genético si tendremos o no, en el futuro, un Alzheimer. Son cerebros que empezarán a romperse algún día. Pero sí podemos hacer cosas para que este proceso de ruptura sea más lento, más benigno, y, en ocasiones, podremos cambiar la trayectoria que seguirían. Al final, el cerebro es un órgano extraordinariamente rico como consecuencia de una habilidad muy humana, que es la socialización, el ser capaces de hacer muchas cosas a la vez, plurales, variadas, aprender cosas nuevas, no solo las que están basadas en el hábito. Todo esto, socializarnos, mantenernos socialmente activos, cuidar nuestra salud… no es una garantía, pero sí son variables que ayudan mucho a evitar que se rompa el cerebro.

P.-Ha mencionado las enfermedades degenerativas. ¿Se puede sostener que se producen por una situación gratuita o desconocida?

R.-En la mayoría de los casos, así es. Conocemos formas genéticas de enfermedades frecuentes, como alzheimer o párkinson; conocemos enfermedades estrictamente genéticas, como la de Huntington, pero la mayoría de estas enfermedades no tiene un origen preciso conocido. Son probablemente fruto de un conglomerado de malas casualidades que convergen desencadenando una cascada de acontecimientos que tampoco llegamos a conocer bien y que en algún momento dan lugar al daño neuronal progresivo que define una enfermedad degenerativa. Sucede con otras enfermedades también. Hace poco leí a un oncólogo muy conocido que decía que, después de muchos años de estudio, la variable que mejor define el riesgo a padecer una enfermedad oncológica es la mala suerte.

Martínez-Horta realiza una explicación sobre el funcionamiento del cerebro.

Martínez-Horta realiza una explicación sobre el funcionamiento del cerebro. Esteban Palazuelos

P.-No sé si esta última opinión resulta fascinante o deprimente, o tal vez las dos cosas.

R.-Bueno, forma parte de una realidad que obviamos: el hecho de que somos finitos; tendemos a ignorar que posiblemente a todos nos va a suceder algo en algún momento que no va a ser del todo bonito. En realidad, que sea fruto de la mala suerte nos da margen para no saber ni cuándo ni cómo.

P.-¿La mala suerte es un eufemismo de no sabemos por qué?

R.-Sí, totalmente. Es una mala suerte que nos habla de la multi-casualidad de muchas de las enfermedades que intentamos entender, y posiblemente por ello no las conseguimos arreglar. Porque hacemos aproximaciones progresivas observando la punta del iceberg del fenómeno, cuando además este ya está del todo instaurado. Pero el conjunto de precipitantes que han sido necesarios para que esto llegue a darse no lo conocemos y, posiblemente, que hayan coincidido en el tiempo lo podemos denominar mala suerte.

P.-¿Algunos cerebros tienen tendencia a romperse y otros no?

R.-Algunos cerebros son más resistentes. Hay una reserva cerebral muy vinculada a la reserva cognitiva. Los cerebros que han enriquecido su reserva son mucho más fuertes cuando tienen que hacer frente a un proceso que los pretende fragmentar. La evolución de una enfermedad neurodegenerativa en un cerebro enriquecido versus uno que no lo está es muy diferente. No podemos hacer mucho para que un cerebro no se rompa; pero sí para cambiar el destino de cómo y cuándo se va a romper y, para eso, hay que enriquecerlo.

P.-¿Y cómo se enriquece?

R.-Usándolo. No se trata de sacarse una carrera o un doctorado; hay un estudio conocido sobre un grupo de abuelas que hacía las labores típicas de las abuelas, cuidando a su familia, a sus nietos y demás; y otro grupo de abuelas que, además de eso, hacía cosas atípicas para las abuelas, como aprender a tocar la guitarra, o ir a un museo cada semana, o salir a socializar. La enfermedad tuvo en este segundo grupo un comportamiento brutalmente diferente en relación al primero, mucho más benigno. No funcionar por hábito, sino instaurar rutinas que nos obligan a aprender cosas nuevas es uno de los elementos que más exige a un cerebro y por ende que más lo enriquece.

"La anosognosia; pierden la conciencia profunda de lo que está sucediendo y viven en lo que antiguamente a veces se llamaba bella indiferencia, y la persona es feliz desde ese plano"

P.-Aprender a hacer cosas nuevas es básico, entonces.

R.-Sí, a cualquier edad. El uso de la novedad tiene un impacto enorme.

P.-¿Se puede tener roto el cerebro y ser feliz?

R.-Absolutamente sí. Es un síntoma que en ocasiones me gusta pensar que tiene un componente casi poético, un recurso de la misma naturaleza. Hay un síntoma muy característico de las enfermedades del cerebro, cuando las personas están profundamente afectadas, la anosognosia; pierden la conciencia profunda de lo que está sucediendo y viven en lo que antiguamente a veces se llamaba bella indiferencia, y la persona es feliz desde ese plano. Su entorno sí sufre con una intensidad devastadora, pero el paciente no. Cuando los recuerdos se han ido perdiendo y tu conciencia de que ya no eres lo que fuiste ya no está allí y vives con esa conciencia de lo que fuiste hace 60 años, cuando eras un niño, entonces eres feliz.

P.-Sin embargo en el paso previo, cuando el paciente nota que se le está rompiendo el cerebro, o cuando intuye que se le va a romper, la situación no debe de ser tan amable.

R.-Ese es uno de los escenarios más impresionantes con los que trabajo. Cuando la persona acude a la consulta y lo hace con un miedo que intenta disimular, porque claro, notar que está sucediendo algo que está fragmentando la esencia última de lo que somos produce un miedo atroz. Esas personas normalmente ya han notado bastantes cosas en muchas ocasiones. Y cuando se hace evidente, a través de la exploración, aparece una información que resulta muy difícil de incorporar.

Y allí surge una serie de disciplinas, como la neurología, o la mía, en las que no curamos, porque es incurable en muchas ocasiones. Y te das cuenta de hasta qué punto intervenir en la salud de alguien tiene que ver con dignificar un proceso, ayudar a anticipar lo que va a suceder, proporcionar respuestas, acompañar, hacer comprensible qué está pasando y por qué. Con eso consigues que el aspecto de la enfermedad no tenga nada de que ver con lo que podría ser; al final lo que causa sufrimiento es cómo lo vivimos. Sin recursos para hacerle frente es desolador; con ellos, obviamente sigue siendo complejo, pero muy distinto.

P.-Ha mencionado la memoria. Cuando recordamos quemfuimos felices en un momento determinado o junto a una pareja determinada, ¿nos estamos mintiendo?

R.-No puedo dar una respuesta generalizada. Como comento en el libro, las situaciones que asocian una esencia profundamente emocional tienen la facilidad de ocupar unos espacios, de utilizar unos procesos en la consolidación de los recuerdos, distintos a los que utilizamos para otra información. Es muy fácil que eso termine siendo un recuerdo. Pero el proceso de almacenar no sucede como cuando guardamos una foto en un cajón, sino que es una forma de recodificación de una realidad que hemos vivido.

El recuerdo, la recuperación de la información, es un proceso dinámico, literalmente de transformación, donde un conjunto de sinapsis la reconvertimos en una imagen, en una sensación y en una emoción que hemos vivido. Como es un proceso dinámico, asocia un inmenso riesgo de que se altere y transforme esa realidad. Y es posible que en determinadas circunstancias, o dependiendo de quién esté en ese recuerdo, este proceso exagere determinados matices. Hay un componente de falso recuerdo en muchos de los recuerdos.

Martínez Horta durante la entrevista.

Martínez Horta durante la entrevista. Esteban Palazuelos

P.-Cuando nos hacemos mayores tendemos a perder distintas capacidades, entre ellas la relacionada con la memoria y la cognitiva. Sin embargo, algunas personas en su octava década muestran una memoria intacta y una habilidad para discernir extraordinaria. ¿Se trata de una casualidad en la vida de las personas o hay una ruta vital que nos conduce a uno u otro escenario?

R.-Envejecer no debería suponer un empeoramiento en la memoria o en la cognición. Debería suponer cambios dentro de unos parámetros asumibles en contexto de lo que define biológicamente el envejecimiento. Cambia la piel, la precisión perceptiva y cambia la memoria, pero no hasta el punto de que algo se altera. Es imprescindible tener esto muy en cuenta, porque la alteración de la memoria o de otros aspectos cognitivos no forma parte de la normalidad del envejecimiento. Es algo que hemos normalizado, y lo hemos banalizado: “El abuelo ha perdido la memoria, está mayor”. Y no, no la ha perdido porque esté mayor. Cuando nos hacemos mayores, el riesgo a que presentemos enfermedades en las que la edad es una variable que juega un papel crítico es mucho más alta. Lo que le sucede a las personas que envejecen sin que se deteriore su memoria es que no han desarrollado ninguna enfermedad. Eso debería ser lo normal.

P.-¿Y qué sucede cuando sí se pierde memoria en ese proceso?

R.-Es que algo está sucediendo en el cerebro que no podemos considerar como normal. Otra cosa es que lo hayamos normalizado, pero desde el punto de vista biológico eso no es normal: hay una patología.

P.-¿Cuándo hay que preocuparse?

R.-Cuando nos parece que hay que preocuparse. Y no hago un llamamiento a la hipocondría. Cuando la persona empieza a presentar circunstancias que claramente suponen un cambio al respecto de cómo era antes, hay que consultar. Además, la gente mayor suele vivir hábitos y llevar una vida muy rutinaria. Puede tener un trastorno de memoria muy importante y que no se manifieste porque cada día hace prácticamente lo mismo. De hecho, no tiene por qué ser la memoria. Cuando una persona era calmada y de repente se convierte en irascible; o aquel que tenía mucha motivación y de pronto no hace nada… Con ese tipo de cosas hay que consultar.

El ser humano lleva toda su existencia, igual que prácticamente todos los seres vivos del reino animal, generando dolor.

P.-¿Somos nuestro cerebro? ¿Es eso todo lo que somos? ¿El resto de nosotros resulta irrelevante?

R.-No. Somos una consecuencia de nuestro cerebro y de muchas otras cosas. Sin un cerebro esas otras cosas no las podríamos integrar en lo que somos. Pero esa dualidad mente/cerebro-cuerpo, tan cartesiana, sabemos a día de hoy que no es así. Muchas de las cosas que alimentan el por qué somos como somos son una consecuencia del cerebro gracias a toda la información que le llega a través de, por ejemplo, el corazón, o de las sensaciones que vienen de otras partes del cuerpo y, por supuesto, de nuestro contexto. Cuando una persona decide, no se da cuenta de que hay pequeñas señales viscerales relacionadas con otras experiencias que ha tenido y que están guiando en cierta medida a su cerebro a tomar la mejor decisión.

P.-¿Cuando se habla de energía entre personas significa que, tras el primer encuentro visual, nos enamoramos fundamentalmente del cerebro de los demás?

R.-Es una pregunta excelente para la cual no tenemos una respuesta, sino interpretaciones. Yo estas cuestiones las interpreto desde una postura muy evolucionista: por qué suceden determinadas cosas y qué utilidad pueden haber tenido. El ser humano tiene una maquinaria biológica muy evolucionada de análisis de aquello que tiene enfrente, y de la cual no somos conscientes. Es como si fuéramos máquinas capaces de analizar el cariotipo de los otros. En el tono de voz, en los gestos, en la mirada, en cómo andas, en cómo piensas… Todo esto tiene que ver con tu genética, con tu biología, con una estructura que hay debajo; y eso es necesario analizarlo si tenemos que relacionarnos, formar parte de la manada, y mucho más si pretendemos tener hijos con alguien. ¿Por qué se besan las personas? Una posibilidad es que en el beso se huelan y se procesen cosas que tienen que ver con la biología del otro. ¿Por qué nos fascinan determinados cuerpos, o determinados gestos…? En el homo sapiens, posiblemente, las ideas son una conducta más que analizamos y nos genera proximidad o rechazo.

P.-No querría sonar demasiado enrevesado pero, ¿no le resulta curioso que con su cerebro esté estudiando el cerebro? Tal vez haya cosas que el propio cerebro impida que usted y otros expertos conozcan por su propia protección.

R.-Absolutamente. El ser humano puede plantear infinitas preguntas, pero eso no necesariamente implica que el órgano que nos permite hacer eso tenga la capacidad de cómputo para responderlas. Este ejercicio sobre el cerebro de uno mismo me hace pensar en que somos conscientes de que la no resolución de determinados problemas relacionados con el cerebro tiene que ver con que somos capaces de plantear el problema pero no de hallar la solución.

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P.-El cerebro es el máximo responsable de nuestro comportamiento. Supongo que la mayor parte de la gente tiene una conducta más bien neutra: no constituye un desastre para los demás pero tampoco un regalo de los dioses. ¿Está en el cerebro lo que nos hace mártires y también lo que nos hace asesinos?

R.-La neurobiología del mártir está estudiada, aunque no se conoce perfectamente. Estamos hablando de aspectos relativos a la personalidad y de cómo ello configura el comportamiento del individuo que, por supuesto, no sólo tiene que ver con cómo funciona un cerebro: necesita una base de elementos. Pero esos elementos, sin una forma particular de funcionamiento de un cerebro, no traducirían en la expresión conductual de lo que es un mártir, y lo mismo sucede para lo que es un asesino. Esto genera un debate muy intenso.

Estoy convencido de que en actos profundamente deshumanizados, como puede ser un asesinato puntual en alguien que nunca había cometido un crimen, o como puede ser una atrocidad, en el contexto de un asesino serial, hay una parte de la explicación que reside en el cerebro. Lo sé porque en las enfermedades, cuando ya sabes qué está pasando, a menudo emergen conductas que se parecen demasiado a esto. Por otro lado, en el altruismo desproporcionado del mártir también vemos esas enfermedades. Personas cuya transformación consiste en darlo todo hasta un extremo inimaginable, incluyendo su propia vida.

Esto hay que entenderlo bien, para que la gente no se enfade. Cuando tú estudias la estructura neuronal de personas que han sobrevivido a un acto terrorista, como el de inmolarse, porque ha fallado, lo primero que llama la atención es que no tienen el cerebro de un psicópata, ni sus circunstancias contextuales. El psicópata lo vemos en el líder, pero no en el que se inmola. En contraposición, la estructura de la personalidad y cómo funciona ese cerebro nos recuerda mucho más a lo que tiene que ver con el altruismo.

P.-Siempre me ha llamado la atención la mente del torturador. ¿Qué hay en el cerebro de los torturadores que les permite desarrollar una actividad que consiste en hacer el mayor daño a otro ser humano?

R.-El ser humano no aprende a ser violento, es una realidad inherente a nuestra biología: somos seres que sabemos agredir. La idea rousseaniana del buen salvaje sabemos que no es cierta. El contexto tiene mucho que ver al respecto de cómo expresamos nuestro comportamiento. De hecho cuando el contexto desestabiliza, emergen conductas de una violencia extrema en personas que nunca la habían practicado, como puede ser en una guerra civil, en un altercado determinado o incluso en un partido de fútbol. Y esos no son enfermos mentales. Hacer una definición antropocentrista del ser humano convirtiéndole en un semidios no es acercarse a la realidad, sino negar la realidad. El ser humano lleva toda su existencia, igual que prácticamente todos los seres vivos del reino animal, generando dolor. Lo que resulta evidente es que hay individuos que, en ausencia de ese contexto que quizá pudiera justificarlo, parece que disfrutan del sufrimiento ajeno, que son invulnerables al daño que causan. Algunas de estas personas puede que estén enfermas; quizá tengan rasgos profundamente psicopáticos, o algunos tal vez un trastorno de sadismo.

P.-¿Cualquiera de nosotros es susceptible de, dadas unas circunstancias, convertirse en torturador, de tal modo que usted o yo podríamos llegar a serlo?

R.-Posiblemente no. A no ser que las circunstancias que se acumulasen en el tiempo fueran de tanta intensidad que modificasen la forma en la que procesamos la emoción o el sentimiento.

Martínez-Horta, con su libro Cerebros Rotos entre las manos.

Martínez-Horta, con su libro Cerebros Rotos entre las manos. Esteban Palazuelos

P.-Nuestros cerebros están creando unas máquinas potentísimas de Inteligencia Artificial. Hay, incluso, quien considera que esas máquinas pueden llegar a tener conciencia. ¿Imagina que una cosa así pueda suceder, que una máquina llegue a albergar una especie de cerebro autónomo creado a partir del nuestro?

R.-Espero que no suceda nunca. Es una posibilidad que a mí, a día de hoy, me parece imposible, pero teóricamente es posible. ¿Si sustituyese una neurona de mi cerebro por un microchip que se comportara como una neurona seguiría siendo yo? ¿Y si sustituyese dos? ¿Y si sustituyese todas? Posiblemente, sí. Seguiría siendo yo, pero con un cerebro artificial. Si tuviéramos la tecnología para reproducir la forma en la que funciona un cerebro, ¿de ahí emergería una propiedad misma del funcionamiento del cerebro como es la conciencia? En todo caso no tenemos el conocimiento profundo de la dinámica de cómo funciona un cerebro. Así que teóricamente es posible, pero no lo vamos a ver.

P.-Oliver Sacks contó que cuando su madre se enteró de que era homosexual le calificó como un “ser abominable”, algo que le pesó durante muchísimos años. ¿Por qué cree que nos influye tanto lo que pensamos que creen nuestros padres de nosotros, estén vivos o incluso cuando dejan de estarlo?

R.-Yo creo que por el modelo que tenemos de cómo elaboramos las expectativas. La motivación humana está intrínsecamente relacionada con la expectativa de éxito o fracaso. Supongo que llevamos tatuado en nuestros genes que lo que nos dicen nuestros padres es una verdad total y absoluta.Y en ese escenario en el que estamos construyéndonos como individuos, donde aún no disponemos de la formación sobre cómo dirigimos nuestra conducta, ellos son quienes nos nutren. Puedo imaginar cómo trastorna de forma profunda nuestra forma de sentir y sentirnos que nos llamen abominable por ser homosexual, pero esto también pone de manifiesto la capacidad de resiliencia del ser humano, cómo incluso frente a algo así llegan a suceder cosas tan maravillosas como Pink Floyd o la carrera de Sacks.

P.-Hemos mencionado a los torturadores, a los Jemeres Rojos y también las cárceles iraníes: ¿tiene confianza en el futuro del ser humano?

R.-No tengo confianza ni desconfianza, pero creo que debemos ser muy sinceros con lo que somos; soy muy realista con el futuro que nos depara la historia natural de nuestra especie. Lo que hacemos es una consecuencia de lo que somos, y eso no lo hemos elegido nosotros. Simplificando, el escenario es terriblemente pesimista, porque del mismo modo que no está en nuestra arquitectura neuronal la capacidad de dar respuesta a las preguntas que planteamos, tampoco lo está la capacidad de cambiar lo que somos. Queda muy bien decir que lo hacemos, pero eso no creo que vaya a suceder; y no creo que sea algo que esté anclado en nuestro cerebro, va más allá, es algo que nos define como especie. Nuestra extinción tiene el mismo peso en la historia del universo que la de otras especies que desaparecieron. Lo que pasa es que nosotros nos vemos a nosotros mismos como unos seres dotados de una luz, pero salimos del mismo lago y nos pusimos a andar igual, con las aletas.

P.-¿Hemos creado nosotros a Dios, o nos ha creado él?

R.-Hombre, por supuesto que lo hemos creado nosotros, desde mi punto de vista. Pero me parece una creación interesante, que no está en el cerebro.

P.-¿Ah, no? ¿Y dónde está?

R.-Es una consecuencia de él, pero no está en él. Como la cultura, que no está en el cerebro, pero es una consecuencia suya.

P.-Si el cerebro es racional no podría crear a…

R.-(cortando) …es que el cerebro no es racional. Es una de las grandes falacias. Por eso existen los bancos, y los casinos, y los iPhones. Si el cerebro humano fuera racional la gente no se gastaría el sueldo del alquiler de un piso en un teléfono que no usa para llamar. El cerebro no va de racional; va de formas de entender la realidad en la que está inmerso que le resulten compatibles con una forma de funcionar. El concepto de la divinidad es muy útil en ausencia de otro tipo de explicaciones. Incluso en nuestra era moderna, donde puede haber explicaciones, sigue siendo un elemento útil para muchas cosas. Yo soy un escéptico al que le hubiese encantado ser creyente. Me encantaría poder creer. Y siento mucho que no esté dotado de esto. No es una enfermedad, pero es un producto de cómo funciona la mente humana.

P.-¿Creer depende de la voluntad, exclusivamente?

R.-Para nada. Si fuera así, yo sería el más creyente de todos… (ríe).

P.-A lo mejor no tiene la suficiente.

R.-Le aseguro que le puse mucha en su momento…