Dice Sabina en el documental Sintiéndolo mucho, estrenado este jueves en cines, donde Fernando León de Aranoa le sopla en la nuca cámara en mano durante 13 años, que “la mayoría de grandes obras, con maravillosas excepciones como las de Kafka o Borges, están escritas por borrachos, drogadictos y pendencieros, por gente de mal vivir, y eso es porque pertenecen al mundo de la imaginación, del deseo, de la fantasía, de la necesidad de explorar rincones turbios”. Sabe de lo que habla. 19 días y 500 noches, revela, está compuesto “en sesiones de tres días sin dormir y bastante coca”. 

Lo cuenta flaco, enjuto, con los huesitos marcándole el talento, en pijama, empapado a whisky y sudor y alegría, en una madrugada de esas largas y filmadas en su casa de Rota, en los veranos felices. Casi llora cuando canta por José Alfredo Ojalá que te vaya bonito.

Digamos que Joaquín es todo humedades poéticas. “Qué bonita, carajo”, balbucea, y se abraza a su propio costillar, como defendiéndose del paso del tiempo y de todo lo que arrolló consigo. Luego entona una coplilla suya, Siete crisantemos, que más que una canción es una idiosincrasia: “A las buenas costumbres / nunca me acostumbraron. / Del calor de la lumbre del hogar me aburrí, / también en el infierno llueve sobre mojado, / lo sé porque he pasado más de una noche allí”. 

Fernando León de Aranoa y Sabina en su documental.

No se siente original, al cabo: “Mis canciones no son singulares en ese sentido. Hay pocas películas que sean la historia de un tío que tiene una mujer estupenda y unos hijos y va todos los días a la oficina. En una buena película, en la primera escena, el tipo sale de la cárcel”, sonríe. Joaquín siempre quiso estar donde pasaban las cosas para escribirlas, y en ocasiones, donde arrancan es en un vaso chato de hielo con elixires de alta gradación. Otras veces, en los baños de los bares, donde los polvos mágicos inauguran ciertas novelas trágicas, sórdidas, hermosas, folclóricas, radicales, irrepetibles, que recuerdan mucho a la vida cuando es vida caliente. Tejer versitos a lo gonzo, como Hunter S. Thompson reportajes: un oficio pletórico y sacrificado. 

Todo estaba trenzado y Sabina lo sabía, desde su genio irredento: el placer y el dolor, el éxtasis y la decadencia. Esa es la nuez indisoluble de la escritura. Aunque hace casi dos décadas que dejó las drogas, aún se excusa, aún avista un ojo cíclope y censor sobre él -¿el de la moral puritana, el de la culpa?-, así que se encoge de hombros cuando Fernando le graba frente a un saquito blanco antes de un concierto: “No penséis mal. Esto es sal para salivar, para la voz”, fanfarronea. Pero un fantasma extraño se vuelve sobre sí mismo, como una foto vieja del tipo excesivo y prolífico que fue. 

Nostalgia por las drogas

Nuestro caballero de izquierdas “anarquistón, liberalón, ateo pero semanasantero, amante de los animales sin desdeñar los toros” tiene más noche que el camión de la basura y arrastra el pesar de haber sido “un capo en el ambiente” que “derrochaba adrenalina”. Ya no la segrega más. Tampoco canciones brillantes.

“Cuando la Jime [su esposa desde la pandemia y compañera histórica] se vino a vivir aquí, había 12 o 13 personas que tenían la llave de mi casa. Me levantaba a las 4 de la mañana y veía a una pareja besarse en el salón. No sabía quiénes eran. Eso se fue disparatando, disparatando, disparatando… y la Jime empezó a expropiarlos”, comenta. “Estos años después del ictus han sido de regreso a la vida doméstica, pero no hay manera de escribir canciones. El amor es una mierda para escribir. Estoy loco porque me deje la Jime, a ver si hago un disco cojonudo”, bromea. 

El cantautor Pepín Tre.

Por las drogas, Sabina sólo siente nostalgia. En una ocasión dijo que la rehabilitación es de desertores, pero aquí estamos. Lo cuenta a Porfolio el artista Pepín Tre, con quien compartió los primeros años de La Mandrágora. 

P.- Pepín, menos mal que me coges el teléfono. Estoy desesperada por hablar con gente que compartiese afters con Sabina, pero es que están todos muertos. 

R.- (Ríe a carcajadas). Normal, ¿eh? No ha sido fácil llegar hasta aquí. Yo a Joaquín le conocí a la vez que a Krahe, con el que tuve más contacto. Eran caraduras, ingeniosos, estaban llenos de desparpajo. A Sabina siempre le he visto por mediación de otros, pero recuerdo aquella época buena… en la que llegabas a las diez de la noche a La Mandrágora y aparecías a las ocho de la mañana bajando las persianas para que no pareciera que era de día. 

Parejón.

P.- ¿Qué pasaba en esas noches largas que duraron décadas? Ray Loriga dice “no estoy dispuesto a cargar con los años que no recuerdo”.

R.- (Ríe de nuevo). En casa de Sabina estuve una noche eterna de esas. Ese día yo me fui antes, pero me contaron que continuó, y continuó, y continuó… hasta que se desmayó. Las fiestas de Sabina no acababan cuando se iba a dormir, sino cuando se desmayaba. No había quien lo parara, pero el cuerpo a veces le decía “hasta aquí”. Luego se pasaba tres días metió en la cama y luego otros tres días sin salir, y luego otra vez… 

P.- Tiene fama de hombre generoso, de esos que te lo ponen todo por delante cuando son anfitriones. 

R.- Lo era, siempre lo ha sido. Tiene una palabrería encantadora, un poderío… Llegabas a su casa y te decía “ven para acá, que sé que eres músico, cántate una”, y tú lo hacías, y luego él te cantaba diez nuevas que tenía. Tenía material por todas partes. Era muy, muy currante y prolífico. Es normal también, ¿no? Si no duermes… en algún momento tienes que currar (risas).

El dúo dinamita con Krahe

Dice Pepín que Krahe y Sabina eran “dos juerguistas maravillosos, infinitos”: “Los veías en La Mandrágora a la una y luego a las cinco en el Oba-Oba, siempre juntos. Vivieron la Movida, y la vida, como auténticos hermanos. Iban del brazo juntos hasta que el cuerpo aguantase”. Recuerda a Sabina ponerse “en plan discípulo” de Krahe cada noche que dios echaba al mundo, “y mira que él es un máquina”. 

Sabina y Krahe, dos en uno.

Pepín Tre cree que todos merecemos una muerte plácida, da igual lo salvaje que haya sido nuestra vida. Una muerte “de puta madre", como la de Krahe: “Mira, ya nos gustaría a todos tener una genética como la de Joaquín y un adiós como el de Krahe. El tipo vivió como le dio la gana, y una noche se metió en la cama, se acurrucó y se durmió felizmente en su melopea. Y ya está, ya acabó. No hay sufrimiento, no hay nada, nada más que el buen hacer de vivir bien y meterte en la cama. ¡Qué dulce! Esa noche Krahe estuvo con Carbonell y con Wyoming hasta las tantas, tomando sus whiskazos. Se durmió y se murió. Ojalá una muerte así para todos”, sonríe -lo distingo incluso a través del teléfono-. 

"Ya nos gustaría a todos tener una genética como la de Joaquín y un adiós como el de Krahe", dice Pepín Tre

El músico cree que mola es de “estar drogado y abrir vías diferentes” para el arte, pero que sin talento, ni empecemos la conversación. “Los que no tienen lo que hay que tener, se levantan por la mañana y ven lo que escribieron anoche y se llevan las manos a la cabeza. Todo esto está un poquito mitificado. Pero Joaquín nunca decepciona, él ha seguido haciendo cosas estupendas después de dejar las drogas. Yo entendí su pánico, pero él juega en otra liga, él sigue en estado de gracia cuando los demás pierden la alucinación”, apunta. 

Cuando "no amanecía jamás"

Javier Menéndez Flores, autor de la biografía autorizada de Sabina en trilogía -Perdonen la tristeza (Libros Cúpula, 2018), Sabina en carne viva y No amanece jamás (Planeta)- cuenta que la noche, para Joaquín, “ha sido su territorio vital desde que arribó a Madrid, en la segunda mitad de los setenta, hasta que tuvo que retirarse de las calles por su exceso de popularidad y montar el bar en casa, en los noventa”.

Ahí algunos recuerdos que arañan otras voces más tímidas: como la noche aquella que acabó a las diez de la mañana donde Sabina se vio en un taxi, buscando un after, con un enano y una chica transexual y se bajó casi en marcha al darse cuenta de dónde se metía; o aquel jolgorio en Zaragoza con su amigo Joaquín Carbonell donde el compadre lo soltó a las once de la noche y a las once de la mañana seguía por ahí, “aunque tenía concierto al día siguiente”. 

“Él se ha visto obligado a recurrir a lo vivido o visto u oído para escribir, pues siempre sostuvo que carecía de la imaginación necesaria para escribir de algo que no le hubiera pasado de algún modo, así que la importancia de la noche en sus canciones es altísima. De no haber vivido de noche habría compuesto igualmente buenas canciones, claro, porque el talento es el talento, y a él le sobra, pero serían otras canciones”, explica Menéndez Flores. 

Sabina con su biógrafo Menéndez Flores.

P.- ¿Por qué la gran droga de Sabina ha sido la cocaína? ¿Qué dice esa droga de él, de su carácter, de su manera de vivir, de su manera de escribir? ¿Por qué esa, sobre todo, por qué no porros -no tantos, porque alguno sí que se echaba por la noche- o pastillas? 

R.- Siempre se ha dicho que las personas recurren al tipo de droga que va con su carácter. Manolo Tena, Antonio Vega y Enrique Urquijo eligieron la heroína porque sus personalidades eran mansas e introspectivas. Joaquín siempre ha sido un trueno, y la cocaína ayudaba a prolongar los días, las noches, y le daba otro cariz a la realidad, pero no te sacaba de ella, no la anulaba, algo que sí conseguía la heroína. Influye también la cuestión generacional: Sabina era mayor que los consumidores de heroína de los ochenta, y pudo ver la debacle que esa droga causó y entendió que, incluso para él, había líneas rojas.    

P.- ¿Has vivido tú mismo noches de locura con Sabina? ¿Qué recuerdas de ellas? 

R.- He vivido algunas noches en bares con Sabina, sí, en Madrid y en Buenos Aires y en algún lugar de La Mancha. ¿Qué recuerdo? Que no amanecía jamás.

P.- Decía Sabina la otra noche en El Hormiguero que lo que se aplica a él no lo recomienda a todo el mundo, que a él la droga nunca le destrozó, que él pudo salirse de ella sin pasar las penurias que pasan “las pobres madres de los hijos drogadictos” con clínicas y muertes… 

R.- Esas madres a las que Sabina aludió son las de los pobres heroinómanos, las de los yonquis, y él no ha estado nunca en esas. Fue una hipérbole. Además, a Sabina le han ido muy bien las cosas y ha podido sufragarse los vicios sin necesidad de bajar al barro ni a las letrinas: él disponía de servicio a domicilio. En cuanto a la resistencia al abuso de drogas, entiendo que hay una parte genética importante. No obstante, creo que los excesos acaban pasando factura. No hay nadie que sea indestructible. Y cuando alguien se empeña en derribar algo, incluida la propia casa, lo acaba consiguiendo. 

Menéndez Flores y Joaquín.

P.- ¿Cómo le cambió la vida a Joaquín el ‘marichalazo’? En uno de tus libros recuerdo que hay un capítulo con ese nombre. Canta en su canción que ahí “dejó de hacerle selfies a su ombligo”. 

R.- Eso ocurrió una noche de borrachera, y poco después de que hubiera dejado la coca. El ictus cambió su vida de un modo drástico, puesto que a partir de entonces la vida corsaria se extinguió y tuvo que portarse bien por pura prescripción médica. Únicamente mantuvo el tabaco y el alcohol. Y aquello desembocó en la “nube negra”, la depresión que lo golpeó con fuerza unos años y lo mantuvo alejado de los escenarios y de la vida pública en general.

P.- Dice Joaquín que en la vida doméstica no le sale un puñetero verso, ¿qué queda después de los días febriles? 

R.- El recuerdo de los días febriles.

Javier subraya que Sabina “siempre amó la vida”, es decir, que “siempre amó vivir, comerse la vida, bebérsela, aspirarla, sin término medio, sin mariconadas”. “Jamás usó paracaídas, condón, jamás guardó la ropa cuando se lanzaba a nadar. Ha amado el placer y se ha entregado a él absolutamente, sin red ni peros”, suspira. También lo explicaba el chico de Úbeda: "Es fácil resultar herido, sobre todo si te empleas a fondo. A mí me gusta beber de verdad, besar de verdad, hablar de verdad, enamorarme de verdad… y cuando pones tanto en todas esas cosas, lo más normal es que salgas lleno de cicatrices. Son pruebas de que has vivido”. 

Un rojo transversal

El humorista Quequé conoció a Joaquín a través de su padre, el catedrático de Literatura Española Emilio de Miguel. Fue después de que Emilio escribiese Sabina, concierto privado, un libro “donde glosaba las letras de Sabina relacionándolo con los poetas clásicos, y a él le gustó mucho, porque le ponía a la altura de sus ídolos poéticos, por otra parte, lo que merece”. Primero fue una Feria del Libro. Después el artista les invitó a algunos conciertos, al backstage, saludando al padre de Quequé al grito de “¡el cabrón de Salamanca!” cada vez que le veía. Al humorista le ha dedicado varias veces Peces de ciudad, una emoción comparable a que tu torero favorito te brinde un toro. 

"El Joaquín enfarlopado y alcoholizado llegó al marichalazo y a la depresión. El juego se le fue de las manos sin querer", dice Quequé 

“Sabina es transversal, aunque sea un rojo, y aunque diga que cada vez menos. Es un rojo irredento capaz de gustarle a las señoras del PP. Siempre ha querido mantener la imagen de tío golfo para su público”, esboza Quequé. “Ya sabes: cuando eras pequeña siempre tenías una tía o un tío que era un poquito más golfo, que te daba un día un cigarro o que te daba un poquito de vino. Esa vida logró alargarla hasta los cincuenta y le dio tiempo hasta a parir su obra magna, 19 días y 500 noches. Ese Joaquín totalmente enfarlopado y alcoholizado llegó al marichalazo y a la depresión. El juego se le fue de las manos sin querer”, explica. 

El humorista Quequé. Moeh Atitar.

Quequé define cómo, mientras el público de Joaquín “se aburguesaba, se casaba, tenía hijos, se divorciaba y volvía a casa”, él se mantuvo “en su rodillo adolescente, cosa que le venía muy bien artísticamente, incluso a riesgo de forzar su salud: pero bueno, es indestructible”. Habla también de la vulnerabilidad del genio, con ternura y compasión bien entendida: “Joaquín también es un hombre muerto de miedo. Su cara pública es de risas, es un tipo burlón en las entrevistas, da buenos titulares… y luego, cuando se mete en casa, es un niño desamparado que necesita que le abracen y que teme salir a cantar. Sabemos de sus angustias y sus vómitos antes de los conciertos, pero forma parte de la leyenda, de muchas leyendas, en realidad”. 

Libros y tequilas domésticos

Luis García Montero, su íntimo amigo y compañero de las tardes estivales en Rota, también nos atiende con generosidad, pero él recuerda otras décadas, sobre todo, las de después del ictus. Ese también es Sabina: el casero pero siempre hilarante.

Los amigos en Rota.

“Más que un momento brillante o una anécdota sonora, lo que siempre recuerdo de Joaquín es la tranquilidad de muchas horas, sobre todo, en verano, cuando compartimos la bahía de Cádiz. Es un gran conversador que brinda enormes instantes en amistad”, rememora. 

"Joaquín se toma un calamar y en el primer bocado dice ‘estaba todo riquísimo’ y se pide un tequila y un cigarro", cuenta García Montero 

“Una vez estábamos en el patio de mi casa y Almudena [Grandes] estaba preparando la comida en la cocina y nos oía hablar. La conversación entre Joaquín y Benjamín Prado derivó a Cervantes, y empezaron a decir que El Quijote pues… no les gustaba del todo, porque, aparte de la admiración que se merece Cervantes, interrumpía el hilo del libro con algunas narraciones pequeñas, las novelas pequeñas que se integraban en la historia, y tal y cual. Y dijeron que al leer El Quijote se habían saltado las novelas incrustadas. Almudena, de pronto, salió de la cocina con su delantal y su espumadera en la mano diciendo ‘el próximo que se vuelva a meter con Cervantes, se queda sin comer’, y se volvió a la cocina”, sonríe. 

Joaquín y Luis en su juventud.

“Recuerdo la carcajada de Joaquín y cómo, disciplinadamente, dejó de meterse con Cervantes, y no por temor a quedarse sin comer, porque no ha sido nunca una persona muy aficionada a la comida. Puede buscar un restaurante y alabarlo, puede hacer en coche un trayecto largo para ir a un bar, que cuando se sienta y le ponen los platos, se toma un calamar y en el primer bocado dice ‘estaba todo riquísimo’ y se pide un tequila y un cigarro. Lo que yo pienso cuando pienso en Joaquín es en esa cotidianidad donde se es feliz y sólo se le pide a la vida una conversación sobre literatura, un tequila y un cigarro”. Parece más que suficiente. Suficiente para siempre. Chinchín. Y amén. 

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