Los candidatos a la presidencia del Gobierno, Yolanda Díaz y Pedro Sánchez, en el debate de RTVE.

Los candidatos a la presidencia del Gobierno, Yolanda Díaz y Pedro Sánchez, en el debate de RTVE. Efe

LA TRIBUNA

La derecha no quiere derogar derechos, sino privilegios

Los avances en los derechos sociales que teme perder la izquierda introducen toda una serie de discriminaciones, mal llamadas positivas, y rupturas en el principio de igualdad.

23 julio, 2023 02:14

Uno de los mantras más repetidos por el nutrido batallón mediático al servicio del actual Gobierno de cara a las próximas elecciones es que si la derecha, apoyada por la ultraderecha, llega al poder se producirá un retroceso decisivo y puede que irreparable en materia de derechos.

Por cierto, a la pregunta de un lector sobre por qué se le llama ultra solamente a la ultraderecha y no a un partido como Podemos, la defensora del lector de El País, en una de las peticiones de principio más maravillosas en la historia del periodismo, contestaba remitiendo a lo que a tal respecto determina el Libro de estilo de El País. Es decir, hay que llamarle ultra a lo que El País diga que es ultra, y basta.

El expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, durante su intervención en el mitin de esta tarde en Valladolid.

El expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, durante su intervención en el mitin de esta tarde en Valladolid. Rubén Cacho ICAL

Pero vayamos a lo nuestro. Se supone que si ganan las derechas en las próximas elecciones las mujeres regresarán a situaciones que creíamos olvidadas. El colectivo LGTBI (que sólo es un colectivo en virtud de su instrumentalización como tal por la izquierda) sufrirá de nuevo discriminaciones e, incluso, persecuciones. Por no hablar de unas políticas medioambientales que pondrán en riesgo, no ya la perpetuación de nuestra especie, sino la de cualquier forma de vida sobre la Tierra.

De hecho, el periódico anteriormente citado titulaba hace poco con impactante rotundidad "La ultraderecha amenaza el medioambiente". Por supuesto, se abolirá el derecho al aborto de las mujeres de todo tipo, que podrán ser agredidas impunemente por sus parejas. Se prohibirá el cambio de sexo y no existirá ya más la obligación de respetar los sentimientos de quien se sienta koala, pájaro o árbol. Los bosques, no hay que decirlo, serán arrasados para construir urbanizaciones horribles de adosados llena de insensibles pequeñoburgueses con niños rigurosamente heterosexuales. Y que no les engañen, la tauromaquia será asignatura obligatoria en todas las escuelas.

Resume muy bien esta psicopatología compartida la viñeta gráfica de una tal Flavita Banana, así llamada probablemente por la indiscutible madurez intelectual que muestran sus chistes: "Me pregunto –dice un personaje– como será todo en diez años si siguen votando al fascismo tan a la ligera", a lo que una señora, ya anciana y vestida negro, contesta: "Te lo cuenta mi Miguel si nos acercamos a la cuneta".

Vivimos en una época de caracteres estrictamente orwellianos en la que las palabras significan exactamente su contrario. Así, igualdad es desigualdad, diversidad alude a una uniformidad férrea o inclusión es una apelación a excluir a todo el que no piense como yo. Desde tales parámetros, que manan de un paradigma ideológico dominante, se autodenominan progresistas quienes en nombre de igualdad van creando privilegios blindados para aquellos colectivos que pueden ser instrumentalizados políticamente como sujetos más o menos revolucionarios, mientras que llaman conservadores, reputados por sistema como reaccionarios, a los que en nuestros días reivindican el ideal jacobino de los mismos derechos y deberes para todos los ciudadanos.

"La nueva izquierda conculca el principio de la presunción de inocencia si eres varón, pero exige credulidad absoluta a la palabra de una mujer"

Allí donde las revoluciones americana y francesa abolieron las prerrogativas que disfrutaban los estamentos privilegiados, las nuevas izquierdas, en un regreso a la mentalidad del Antiguo Régimen, aspiran a instaurar excepciones legales según la pertenencia a determinados colectivos. En consecuencia, si el Antiguo Régimen contemplaba tribunales y sanciones diferentes según la clase social a la que se perteneciera, la nueva izquierda propugna penas distintas por el mismo delito para hombres y mujeres. O conculca el principio sacrosanto de la presunción de inocencia si eres varón, pero exige credulidad absoluta a la palabra de una mujer.

Todas estas aberraciones ideológico-jurídicas surgen en España con la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada en aquel periodo de inversión democrática que representaron los Gobiernos del ahora resucitado Rodríguez Zapatero, uno de los personajes, sin duda, más siniestros que ha dado nuestra democracia.

So pretexto de combatir la llamada violencia de género, un concepto que ya en sí mismo no se sostiene frente a cualquier análisis mínimamente serio (por cierto, hace poco se publicó en este mismo espacio un artículo de una diputada ¡del PP! en la Comunidad de Madrid que nos brindaba otro maravilloso ejercicio de petición de principio), se introducían toda una serie de discriminaciones ante la ley por razón de pertenencia a un sexo.

Tal desatino podría haberse justificado en los términos tradicionales del maquiavelismo de izquierdas, según el cual los fines justifican los medios. Pero resulta que la ley en cuestión, no sólo no han tenido ningún efecto en la disminución de las víctimas femeninas de la violencia doméstica, como ya se ha puesto de manifiesto con insistencia, sino que, además, ha resultado letal en términos de convivencia democrática.

En lo que afecta, por ejemplo, a la libertad de expresión y de pensamiento sus consecuencias han sido nefastas. Ha propiciado, además, la proliferación de organismos a todos los niveles institucionales que no sólo se demuestran perfectamente inútiles, sino que, además suponen una dilapidación sin precedentes de recursos públicos. Por no hablar de sus implícitas funciones de vigilancia y control de la población. Si en nuestro país las facultades de sociología tuvieran una dimensión más científica que ideológica ya se habrían desarrollado estudios sobre el elevado número de víctimas colaterales masculinas que han visto sus vidas destrozadas por un concepto pervertido de lo que deba ser la justicia.

A partir de esta ley, que tantos réditos políticos ha proporcionado a la izquierda, hasta el punto de haber bloqueado (como nos demuestra la diputada aludida más arriba) cualquier posibilidad de crítica por parte de los políticos del PP, se concibió la posibilidad de ramificaciones semejantes a otros colectivos con la misma premisa básica. La supeditación del principio de igualdad al de una presunta identidad, esa efectiva ficción para el sometimiento de masas.

"No son derechos de ningún tipo los que se están cuestionando, sino privilegios adquiridos que deben ser abolidos por motivos estrictamente democráticos"

De esa forma, si la ley integral sobre la violencia de género creaba juzgados específicos marcados de forma más o menos expresa con un sesgo (o establecía sistemas de cuotas que no sólo rompían el principio del mérito, sino que reducían la valía de las mujeres a su pertenencia a un determinado sexo), se podía plantear también hacer lo propio con respecto a otros grupos, generando de esa forma fórmulas de dependencia a la vez que extensiones de poder social.

Para el colectivo trans, por ejemplo, se contemplan formas de resarcimiento tan suculentas, en el caso de que la transición sea al género femenino, como todas aquellas de las que se benefician las mujeres por el mero hecho de serlo, más algunas otras ideadas de forma específica para este colectivo. Dejaremos para otro momento por falta de espacio las flagrantes rupturas de la igualdad que han logrado blindar los otros socios "progresistas" del Gobierno, los nacionalismos étnicos vasco y catalán.

El común denominador de todos estos "avances en los derechos sociales" consiste, según estamos viendo, no en el deseable y legítimo objetivo de impedir cualquier forma de discriminación. Consiste en la tentativa perversa de, con el pretexto de abundar en lo anterior, introducir toda una serie de discriminaciones, mal llamadas positivas, y rupturas en el principio de igualdad que no cabe calificar sino de privilegios.

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Estos privilegios, que son, no lo olvidemos, la argamasa material que permite hablar de unidad en un sujeto potencial de cambio social que es, por su propia naturaleza, diverso, son a los que la autodenominada prensa de progreso se refiere como derechos. De ahí que sea tan importante la batalla por restituir el concepto de derecho al nicho que le corresponde en el pensamiento moderno.

¿Significa ello una regresión? Por supuesto que sí, pero una regresión precisamente hacia el progreso. Es decir, a aquellos presupuestos básicos, tan escandalosos, al parecer, para los que han usurpado el término, como que un estado está formado por todos sus ciudadanos. Que todos ellos comparten los mismos derechos, independientemente de su raza, sexo o religión o lugar de residencia. Que todos somos iguales ante la ley. Y que, frente a ella, no hay principio más sagrado que el de presunción de inocencia.

No son, por tanto, derechos de ningún tipo los que se están cuestionando, y si se produjera algún retroceso en este sentido sustancial de la igualdad nos encontrarían enfrente. Lo que se cuestiona son privilegios adquiridos que deben ser abolidos por motivos estrictamente democráticos.

*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo e historiador del arte.

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