A riesgo de parecer estúpidos, conviene recordar que una cosa son los hechos y otra, muy distinta, las opiniones. Que unos caminan sobre la certeza que confiere lo objetivo (con independencia de las dificultades que, irremediablemente, afronta el concepto) y las otras son expresión vertebrada de subjetividad.

Es decir, de valoración individual, de sesgo o, si se prefiere, de nosotros mismos; esa percepción constante sobre el derredor que a veces permite el interrogante filosófico sobre qué es verdad y qué es ficción.

La respuesta (es sabido) sólo habita en el silencio, en el de la reflexión callada y prudente, la que ahora con tanta frecuencia se esquiva en preferencia de otros motivos, pertinentes o no, que convierten al ciudadano en blanco fácil de la estupidez; sí, de ese riesgo que todos corremos y que algunos (muchos) comprueban en carne propia y, también, en la ajena.

La estupidez es una enfermedad que asola al ser humano desde que el mismo comenzase a ser, que, al fin, es casi tanto como estar, pero con noción trascendental de propósito.

Y como la estupidez es consustancial al ser, uno debe percibirla por sus hechos y, hecha la claridad sobre su presencia, denunciarla sin piedad ni cansancio en beneficio de la inteligencia, antítesis de lo estúpido, de lo bobo, pero no por ello menos peligroso, como por ejemplo lo era el cadavérico José Millán-Astray en comparación figurativa o de personaje con Miguel de Unamuno.

Y en esa querella contra la estupidez, la opinión, que es subjetividad, y debiera ser siempre subjetividad deliberada (consciente), cobra un especial relieve como instrumento de orientación en el mapa, brújula de posición frente a la equidistancia culpable del quietismo, del no hacer nada para no molestar a nadie, de los brazos cruzados ante los hechos que reclaman abiertamente acción.

La peor ceguera es la autoinfligida, la cabeza del avestruz escondida en la arena; la opinión que sabedora del riesgo de la estupidez prefiere ser esta para no dejar de ser opinión y, al fin, convertirse en hecho deshecho.

Las nubes son sólo nubes, pero, a veces, terminan siendo lluvia. Por eso es importante siempre mirar al cielo, no enterrar la mirada en el suelo, eludir la indiferencia y abrazar el compromiso. Incluso con el peligro que ello siempre supone.

La Covid ha otorgado evidencia a muchas aseveraciones. La más importante, que la estupidez siempre prevalece

La Covid-19, con su coronavirus SARS-CoV-2, con su riego permanente de muerte, dolor, frustración e impotencia, nos sitúa en un laberinto con varios minotauros. La incertidumbre, la locura, el vivir al día, el vivir con lo puesto, prisioneros de la estadística, de la incidencia acumulada, de los cierres perimetrales, de las distancias de seguridad, de las ratios hospitalarias, de los índices de ocupación en UCI…

La Covid-19 será vista en un futuro como una tragedia humana, sí, pero también como un ejercicio colectivo de resistencia del individuo frente al individuo, de la comunidad diluida en la pretensión de responsabilidad social.

Probablemente, Jeremy Bentham o Michel Foucault se hubiesen visto obligados a reescribir toda su obra si, conocedores de este presente, comprobasen que el gran panóptico no necesita siquiera de un ojo central omnipresente. El binomio sociedad-ser se quiebra con el peso de una mascarilla, con la levedad de la prosa de un boletín oficial, con el alimento periódico de la estupidez, la oficial o la popular, la del Ministerio de Sanidad o la del negacionista panfletario.

La Covid-19 ha otorgado evidencia a muchas aseveraciones intuidas pero no probadas. La más importante, que la estupidez siempre prevalece.

Es indistinto el número de muertos o de infectados, calcúlense en miles o en millones. Para el homo stupidus del siglo XXI sólo existe una preocupación: su perpetuación orgánica como ser estúpido, continuar invertebrado en su civilización artificial de redes sociales y platos precocinados; absorto a la dimensión social de su existencia, la que se niega a sí mismo con su deliberada ignorancia y, sobre todo, la que niega a los demás con su ceguera mezquina y miserable: la del after, la discoteca, la reunión de colegas…

Vivimos no con gusto una vida dosificada, pautada, intervenida. Con la tristeza de la cara de un funcionario en paro

La que termina con él en el hospital o, casi siempre y por desgracia, con otro, cuya letal torpeza fue aproximarse demasiado a la estupidez. A la peor: a la que mata.

Vivimos no con gusto una vida dosificada, pautada, intervenida. Con la tristeza de la cara de un funcionario en paro y la esperanza de que mañana, quizá (o quizá no), el estado de las cosas sea otro. Todo puede cambiar, todo está cambiando. O no, y se hace verdad el lampedusismo sanitario, y todo cambia para que no cambie nada.

Así de marzo hasta ahora, así de ahora hasta… ¿cuándo?

El peor terrorismo es el doméstico, el cotidiano, la guerra moral de guerrillas que no tolera aliento, siquiera, para aliviar el alma en un suspiro y mirar atrás. La permanente trinchera que es la vida hoy día no conoce precedente, ni literario, ni periodístico.

Vivimos en una guerra invisible frente a un mal, minúsculo en su superficie, y mayúsculo en su potencialidad para la siembra de la desgracia. Décadas esperando el fin del mundo y este acontece de la forma más estúpida: con un virus imperceptible (¡como la estupidez!) que penetra sin darnos cuenta.

El mal, con cita en Arthur Rimbaud, es siempre vacío y anterior. Sólo podemos conocerlo cuando ya ha sido, nunca cuando es. Vive en el presente, pero su presente es nuestro pasado. Por eso las desgracias se lloran siempre de manera tardía, siempre con la vista en el retrovisor.

Y en este clima de tristeza e intervención, de Corea del Norte con perdida ambición nuclear, bajo las bengalas del fuego farmacéutico y en el quinto conflicto del capitalismo entre la Unión Europea y la industria, surge un gran interrogante. ¿Para qué sirven las leyes? ¿Para qué sirve el Derecho?

¿Para qué sirven las leyes? Contestamos, no sin pesadumbre. Para poco, para nada

De nuevo, el retorno al origen, a la pregunta incontestada que transcurre en toda la historia, desde Platón hasta Piero Calamandrei, desde Aristóteles hasta el más gris y desconocido legislador de la última caverna parlamentaria. ¿Para qué sirven las leyes?

Contestamos, no sin pesadumbre. Para poco, para nada.

La realidad presente no escenifica un nuevo y shakesperiano asesinato de Montesquieu. No. El peligro mortal de este atrezo de reales decretos, estados de alarma, circulares e instrucciones ministeriales, es que convierte a los espectadores en protagonistas de la obra y, como en el teatro en el teatro del mismo William Shakespeare, o la literatura en la literatura de Marcel Proust, aquí y ahora ya es difícil descubrir quién sirve a quién, y para qué sirve el qué.

En una formulación sencilla: el cómo ha sustituido al todo. No importa qué se diga (no se cumplirá) y ello otorga el triunfo a lo humano que, ya saben, y también estaba presente en Shakespeare o en Proust, sólo es lo estúpido.

La tinta con la que se escriben los versos de nuestra vida es sólo una ensoñación, derrotada y fantasmagórica, del ser que queriendo ser terminó no siendo, estando en la nada, siendo… la nada.

El presente goza de gran similitud con nuestro pasado, con aquel marzo terrible, con el confinamiento, con la emergencia

La impunidad crea monstruos, pero en ocasiones tan sólo se limita a permitir que discurran. Eso mismo sucede ahora. El Derecho no puede destruir la estupidez porque, desgraciadamente, esta posee más fuerza que la letra de la ley. Se amontona en manifestaciones, en proclamas incendiarias, en persecuciones a determinados periodistas o, incluso, en muchos casos, en el lenguaje de algunos instrumentos legislativos.

A la vista de algunas normas de emergencia, lo prosaico de un prospecto se vuelve digno de añoranza literaria. Inutilidad, confusión y, al fin, derrota de la ley en su propósito a la Ley. La Justicia, también, pierde guerras frente a la estupidez. Siempre fue así.

No hay nada menos común que el sentido común que, en verdad, sólo es una percepción individual que cada cual tiene de aquello que resulta adecuado, debido o corriente. Pero sí es cierto que el sentido común ostenta algo colectivo en su misma formulación: es una opinión sobre un hecho; hecho, en cuanto tal, objetivo.

Parecerá un lujo apelar al sentido común, a esa vacuna objetiva que son las opiniones conscientes, pensadas, inteligentes.

Nuestro presente goza de gran similitud con nuestro pasado, con aquel marzo terrible, con el confinamiento, con la emergencia. Nuestro presente, además, se resiste a ser futuro, a cabalgar por otros horizontes.

Pero cabe un argumento para la esperanza, para no decaer en lo fatal del derredor: nada es inmune. La estupidez, tampoco.

*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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