El periodo esencial de la biografía política de Adolfo Suárez transcurrió entre dos conmociones. Su nombramiento por el rey Juan Carlos I el 4 de julio de 1976 provocó un alud de desilusión, de lo que fue buen reflejo el artículo de Ricardo de la Cierva ¡Qué error, qué inmenso error! publicado por El País cuatro días después a toda página y anunciado en la primera.

Su dimisión el día 29 de enero de 1981 desató un escalofrío en la derecha que había empezado a odiarlo, en el centro que lo apoyaba con tibieza y en la izquierda que se la había jurado.

En medio de esos dos terremotos traumatizantes para cualquiera, Suárez, que llegó como el segundo presidente del posfranquismo y se fue como el primer presidente de la democracia, resolvió una obra política excepcionalmente valiosa de la que nadie le suponía capaz y que nadie, cuando dimitió, le reconoció de modo adecuado.

Hay que ponerse en su lugar para tratar de entender por qué tira la toalla el protagonista que, pisando el barro y manchándose las manos hasta la temeridad (por ejemplo, cuando legaliza el Partido Comunista de España con el sector militar radical, mayoritario, en contra), lidera el tránsito desde una dictadura a una democracia en un tiempo escandalosamente breve. Cinco meses y once días, los que van desde su designación hasta el 15 de diciembre, en que por referéndum se aprueba su ley para la Reforma Política que abría la puerta a la democracia.

Hubo conspiraciones, pero sólo una oscura, la militar, que afloró 25 días después con el extravagante golpe militar

Poniéndose en su lugar, no se puede evitar sentir la congoja de un hombre que, después de aprobarse la Constitución y ganar las dos primeras elecciones libres (1977 y 1979), siente que los demás le menosprecian, como si fuera un obstáculo.           

¿Por qué dimitió Adolfo Suárez? Durante mucho tiempo se ha repetido esta pregunta, a la que se ha pretendido responder a veces con la existencia de oscuras conspiraciones. Hubo conspiraciones, pero sólo una oscura, la militar, que afloró 25 días después con el extravagante golpe militar de Antonio Tejero y Jaime Milans del Bosch.

Las demás fueron palmarias. El principal problema que acabó con la estabilidad de Suárez fue político, fragmentado en distintos frentes.

En primer lugar, en su propio partido, UCD, en el que el sector más conservador decidió que el presidente estaba gastado y no le representaba. Habría que preguntar a Miguel Herrero, entonces portavoz parlamentario, y a Óscar Alzaga, líder del sector democristiano, si siguen sosteniendo hoy que era imperativo acabar con Suárez.           

El otro frente tuvo conexiones en el sector socialdemócrata de UCD, con Francisco Fernández Ordóñez dejándose ver a veces, y sede en el Partido Socialista de Felipe González y Alfonso Guerra, que fueron inmisericordes con Suárez, cuya cabeza era el trofeo que podría abrir la presidencia del Gobierno a la izquierda.

La prensa se sumó al desgaste del presidente con acusaciones que hoy se ven exageradas, cuando no infundadas

Como así fue: sólo transcurrieron 21 meses desde la dimisión hasta el triunfo arrollador del PSOE el 28-O.

El tercer frente lo generó parte de la prensa, que se sumó al desgaste del presidente con acusaciones que hoy se ven exageradas, cuando no infundadas. A los estudiosos de asombrosas reacciones mediáticas quizá les sea interesante investigar aquellos tiempos con el fin de explorar la habilidad de la izquierda en lograr adhesiones inesperadas, que ha perseverado hasta hoy.           

Junto al trío de hostilidades, hoy disponemos de testimonios suficientes para saber que Suárez sentía en los últimos meses que Juan Carlos se había alejado de él.

¿Estaba el rey impresionado por la heterogénea agresión que se centraba en el presidente? ¿Quería un cambio, acaso para hacer realidad la sospecha de que la Transición no se consumaría hasta que gobernara la izquierda?

Imposible certificarlo. Lo que sabemos con certeza es que Suárez pensaba que había perdido la confianza del monarca, así llegó a confesárselo a Sabino Fernández Campo, secretario general de la casa del rey, cuando fue a La Zarzuela a comunicar su dimisión.

Era lo que le faltaba al presidente: ofensivas de su partido a derecha e izquierda, cruzada socialista contra su persona y su estabilidad, ácida prensa denunciadora y, encima, la frialdad del rey con un supuesto y lejano caldeamiento militar del que no le habían avisado lo suficiente y que en realidad no suponía serio. 

Asombra el sentido político y de servicio que Suárez demuestra en sus últimos momentos como presidente

40 años después, conociendo la maraña de apuros que lo fatigaba y lo rendía, asombra el sentido político y de servicio que Suárez demuestra en sus últimos momentos como presidente.

Suárez pide a sus consternados colaboradores (Josep Meliá, Rafael Arias Salgado, Alberto Aza) un texto para comunicar su dimisión en el que no haya alusión a los problemas concretos y se muestre que su renuncia voluntaria es un caso de honestidad política.

Le guía, como le dijo al rey, y hoy ya sabemos, "el bien de España, el bien de su partido y el bien de la Corona”. Suárez estaba harto, lo que no le impidió decir por TVE que se iba porque "en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la presidencia" y porque no quería "que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España".

Suárez supo dimitir a tiempo y dar un ejemplo moral.

*** Justino Sinova es periodista y profesor emérito extraordinario de la Universidad CEU San Pablo.