A nadie le ha sorprendido el desenlace del debate en el Tribunal Constitucional sobre la controvertida reforma que desde marzo de 2021 impide al Consejo General del Poder Judicial realizar nombramientos discrecionales. La mayoría progresista ha vuelto a avalar al Gobierno de Pedro Sánchez, fallando a favor de la constitucionalidad de esta ley que limita las competencias capitales del CGPJ en funciones, tras desestimar los recursos de PP y Vox.

Basta con rescatar los hitos del asalto del Gobierno al Poder Judicial en los últimos años para descartar el ánimo bienintencionado de esta reforma, supuestamente concebida para garantizar el equilibrio institucional cuando el órgano de gobierno entra en funciones.

De entrada, la reforma se hizo más de dos años después de terminar el mandato del actual Consejo. Fue entonces cuando el Gobierno cayó en la cuenta de que había que limitar drásticamente el ejercicio por el CGPJ de las competencias que le atribuye no el legislador, sino directamente la propia Constitución.

No había una genuina motivación jurídica, sino la reacción del poder ejecutivo ante una situación enquistada de falta de acuerdo con el PP para la renovación del órgano y, sobre todo, la pretensión del PSOE de que un CGPJ de mayoría conservadora no siguiera haciendo los nombramientos de la cúpula judicial y de otros altos cargos de la Magistratura. Esa es la concepción socialista de la Justicia: el PSOE consideraba que corresponde a un futuro Consejo controlado por él realizar los nombramientos judiciales.

El cambio en la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada por el trámite de urgencia y sin ni siquiera oír a la institución afectada, fue a todas luces una medida de represalia por la negativa del PP a renovar el Consejo y un ejercicio de presión para que se aviniese a acabar con el bloqueo que arrastraba desde diciembre de 2018.

De esta forma, el Gobierno ve validada ahora una medida de coacción del Poder Legislativo sobre el Judicial, que intenta dejar sin techo y sin alimento a los jueces (a la manera de los reyes medievales con los cardenales en los cónclaves, que presionaban para que escogiesen Papa con celeridad). Y todo para obligar al PP a rendirse o -peor aún- para establecer las condiciones en las que el Poder Judicial vuelva a convertirse apéndice de los otros dos.

Este fallo afecta gravemente al funcionamiento del Estado de Derecho y a la separación de poderes porque, como ha defendido el magistrado César Tolosa en su ponencia, no se están limitando las competencias del CGPJ por el hecho de estar en funciones, sino que se le está vaciando de sus competencias esenciales. Esto equivaldría a que un Gobierno en funciones, por ejemplo, no pudiera movilizar a las fuerzas de seguridad.

En el caso del Consejo, lo condena a la imposibilidad de cubrir las vacantes. Y se le priva por tanto de "aquellas competencias esenciales atribuidas para el desarrollo de la función que tiene constitucionalmente atribuida", y que "precisamente justifican la existencia del Consejo".

La única argumentación en la que ha fundamentado la ponencia finalmente respaldada por la mayoría María Luisa Balaguer es el paralelismo con el Gobierno en funciones, que también ve sus competencias limitadas por la Constitución cuando caduca su mandato. 

Pero el motivo por el que el Gobierno en funciones y las Diputaciones Permanentes de las Cortes sí están contempladas en el texto constitucional es porque sus poderes están anudados al mandato representativo. Y roto ese lazo, es lógico que ambos tengan limitadas sus funciones.

Si la Constitución Española no habla de CGPJ en funciones es porque solo en virtud de una doctrina que niegue la separación de poderes se puede sostener que haya un mandato representativo del Poder Judicial, que tendría que ser un espejo de la correlación de fuerzas políticas. Como ha argumentado Tolosa, el CGPJ no tiene que aportar legitimidad democrática al Poder Judicial porque no posee la naturaleza representativa propia del ámbito político.

Asimilar las competencias del CGPJ a las del Gobierno en funciones atenta contra la naturaleza misma del órgano, cuya misión es garantizar la independencia del Poder Judicial. Y equivale a suponer que los vocales que componen el órgano han sido designados con criterios partidistas.

Por eso, la limitación sustancial de las funciones constitucionalmente reservadas al CGPJ le impiden ejercer la salvaguarda de la independencia del Poder Judicial para la que fue concebido.

La reforma avalada este lunes subvierte de facto el principio de la división de poderes y constituye una lamentable secuela del respaldo dado en su día por el TC a la reforma socialista de la LOPJ de 1985. Entonces se consagró el erróneo criterio de que el órgano de gobierno del Poder Judicial debía ser una emanacion de las mayorías parlamentarias. Las consecuencias en términos de desprestigio de la institución, de imagen de politización del Poder Judicial y de falta de confianza social están a la vista de todos.

El fallo del TC de este lunes se empecina en ahondar en esa perjudicial senda. Perjudicial, en primer término, para los justiciables. Pero también para el Tribunal Supremo y el resto de altos puestos judiciales, que acumulan ya 83 vacantes.

Han estado en liza, de un lado, la doctrina de la separación de poderes y, del otro, la coordinación de poderes. Por desgracia ha triunfado esta última. 

El fallo del TC es una decisión lamentable que pervierte el espíritu de la Constitución. Y equivocada en la medida en que contraría la independencia judicial, consagrando que el Legislativo tenga discrecionalidad para cambiar a su antojo el propio estatuto constitucional del Judicial y trasladando lo peor de la politización al Consejo.

Avalar la reforma de la LOPJ crea, además, un peligroso precedente. Nada impediría ahora que, en una eventual nueva legislatura, Sánchez y sus aliados siguieran modificándola para neutralizar la obligación constitucional de llegar a un consenso en la renovación.