No es un titular de esos que aparecen en las columnas de opinión como señuelo para captar lectores. Por imperativo legal, el Gobierno debería indemnizar a la familia de Juan Tellería, el compositor del Cara al sol.

Recordé la historia de Tellería cuando Sánchez, experto en poner de moda el franquismo, dijo el otro día que "a la derecha" le encantaría que el himno de La Falange representara a España en Eurovisión.

Escribo estas líneas con la esperanza de que un fontanero de Moncloa las rescate en su resumen de la mañana y se las envíe al presidente, o cuando menos a los encargados de ejercer las políticas de Memoria Democrática.

El maestro Juan Tellería, que nació en Cegama (Guipúzcoa) en la última década del XIX.

El maestro Juan Tellería, que nació en Cegama (Guipúzcoa) en la última década del XIX.

Juan Tellería Arrizabalaga, el autor de la melodía a la que pusieron letra José Antonio y sus amigos poetas, es uno de los artistas más expoliados por el régimen. Quizá no haya habido atraco mayor.

Fue un chaval de clase media-baja que, gracias a su talento, pudo ser millonario. Y no lo fue. El dictador jamás le pagó un duro por los derechos de autor, pese a que el maestro Tellería inscribió la canción en el registro de la propiedad intelectual.

Le robaron en vivo y en directo todos los días de su vida.

La Ley de Memoria, en su artículo 31, reconoce "el derecho al resarcimiento de los bienes incautados y las sanciones económicas producidas por razones políticas durante la guerra y la dictadura". También establece la necesidad de una "auditoría" para medir el tamaño del perjuicio económico.

Es imposible hacer los cálculos en el caso de Tellería. La mera multiplicación da miedo. Tantos años en tantos colegios, en tantas fiestas, en tantos informativos, en tanto NO-DO. Ni una puñetera peseta.

Aprovechando que ha sido Sánchez el que le ha devuelto a la primera línea política tantos años después, estaría bien que el presidente decretara la indemnización de las hijas de Tellería y se fotografiara con ellas. Además, ¡Tellería también compuso la banda sonora de dos de las películas antifascistas más sonadas del Madrid republicano!

Ese es el problema de la Ley de Memoria. Su incapacidad para amoldarse a los personajes complejos, que en realidad son muchísimos, difícilmente asimilables en la categoría de "bueno y malo", de "blanco y negro", de "rojo y azul".

El hijo del organista

Como siempre que va a encapsularse una vida, conviene empezar por el principio. Hilvano esta historia a través de las indagaciones de mi hermana Ana Ramírez y del catedrático Javier Suárez-Pajares.

Érase una vez la España de finales del siglo XIX. Nacía en el pueblecito guipuzcoano de Cegama un niño llamado Juan Tellería. El hijo del organista.

Muy pronto, el pequeño Juan se quedó huérfano, pero el recuerdo le empujó a perfeccionar la vida de su padre. Ocurre con frecuencia. Los niños que admiran a sus padres acaban siendo una versión mejorada de ellos.

Juan aprendió a tocar el órgano en la iglesia. Su infancia, si hubiera que reescribir el patio sevillano del poeta, serían recuerdos de un templo cerrado, frío, ante un órgano enorme, que se alzaba ante él como un castillo. Y Juan quería entrar dentro del castillo. Pero necesitaba ir a la ciudad. Muy niño, no tenía a nadie en Cegama que le enseñara más.

Consiguió una ayuda y se fue a San Sebastián. Donosti también era muy pequeña, pero era aristocrática. Allí, solía decirse entonces, hasta el más tonto hablaba francés y tocaba el piano. Cuando Juan Tellería recaló en París con la barba recién amanecida, había llevado ese retrato a su máxima expresión: hablaba francés, componía y era capaz de levantar todo un restaurante subido a bordo del piano.

París

Juan Tellería fue uno de esos artistas que merodeaba el Café de la Rotonde y esos sitios del París de los felices 20. Al contrario que Rubén Darío o los hermanos Machado, lo suyo no era el verbo, sino la música. Contaban quienes lo vieron que Tellería, algo rudo y de pocas palabras, se ponía a tocar el piano con los pies y con la nariz. La gente enloquecía.

Malvivía como los poetas malditos. Era un músico maldito. Un bohemio, un personaje que luego renacería en la canción de Aznavour: "Hasta el amanecer, a veces sin comer y siempre sin dormir. Reunidos debajo de un quinqué, a la mesa del café, soñando con conseguir la gloria. Luchando siempre igual, con hambre hasta el final".

Poco disciplinado, poco amigo de trabajar a largo plazo, enemigo de la rutina. Tellería no tenía ni para el frac. Se lo prestaba el camarero de La Rotonde, como aquella noche en que lo persiguieron por no sé qué lío que acabó con los cristales de un garito a reventar.

Juan Tellería regresó a Madrid, se enamoró, empezó a tener hijas. Necesitaba dinero, trabajar, pero su corazón bohemio lo seguía arrojando a las tabernas. Menos mal que su talento le arrancó piezas tan populares como Venta de Vargas, el pasodoble que acabaría alumbrando una película del mismo nombre protagonizada por Lola Flores.

También estrenó la zarzuela El joven piloto, con libreto de Jacinto Miquelarena, que lo alzó como uno de los mejores contemporáneos a ojos de la crítica. Le escribió una pedazo de semblanza Wenceslao Fernández-Flórez, que era como tocar la gloria.

España empezó a practicar lo que José Antonio llamaría la "dialéctica de los puños y las pistolas". España era un desastre. Lo que hoy llamamos "conflictividad social" era un Madrid repleto de palizas, disparos y manifestaciones violentas.

A Tellería no se le conocía filiación política. De hecho, al gran homenaje que se le brindó allá por 1934-1935, asistieron los periódicos de la derecha y de la izquierda, además de algún exministro republicano. Lo que resultaba harto infrecuente en esa ciudad que, antes de ser trinchada por las armas, ya se había partido en dos.

La noche cara al sol

Hubo un día en que Miquelarena, que había escrito el texto de su zarzuela, le presentó a un amigo que estaba montando un partido y que, para más señas, era el hijo del dictador Primo de Rivera. Era un tipo guapo, con fama de iracundo, encantador, cabello repeinado hacia atrás, abogado, mucho mejor lector que escritor, pero con gran habilidad para seducir a los artistas. Pululaba alrededor de José Antonio una corte literaria que a Tellería le hacía gracia.

Comenzaron a verse en el Café Pelayo, en La Ballena Alegre, en el Café de Correos. En el Café Pelayo, un 20 de junio de 1935, José Antonio escuchó cómo Tellería, ya el maestro Tellería, interpretaba una pieza titulada Amanecer en Cegama. Amanecer en ese lugar minúsculo donde llegó al mundo. Era una melodía alegre, algo marcial, soñadora. La había compuesto Tellería un año antes en el órgano de la iglesia de su pueblo.

"Amanecer en Cegama", del maestro Tellería, es la melodía original del 'Cara al sol'.

Hasta que llegó la noche fatídica en el Or Kompon. Era este un bar-restaurante que estaba en la calle Miguel Moya, en la zona de Gran Vía y Callao. Lo llevaba un barman vasco, Antón Echezarreta, y siempre estaba lleno de vascos.

Agustín de Foxá, uno de los poetas que untó la pluma en la letra del Cara al sol, describió así el piso de abajo, el del piano, donde ocurrió todo: "Era una especie de cueva con acuarelas de Guipúzcoa en los zócalos, carros de bueyes rojos con lana sobre la testuz, caseros de boina, frontones, maizales y curas con paraguas bajo los cielos plomizos de Loyola".

Todo muy vasco. ¡De los siete poetas del Cara al sol, tres eran vascos! Y el compositor, nuestro Tellería, también. Mourlane Michelena, el mencionado Miquelarena y Sánchez Mazas (el protagonista de los Soldados de Salamina de Javier Cercas).

Total que estaban en la cueva una noche de diciembre de 1935 con el paisaje regado de humo, chacolí, sidra y bacalao, y José Antonio dijo que su Falange necesitaba un himno para que lo cantaran "los chicos". Tellería andaba por allí tocando el piano porque la política no era lo suyo. Pero José Antonio le pidió que tocara "esa de su pueblo", esa que "tanto me gustó el otro día".

El maestro Tellería se puso a tocar. Los poetas y José Antonio, con las libretas, desperdigados por las mesas. La cueva del Or Kompon, cerrada "hasta que terminemos". Que si la camisa nueva, que si las flechas y el haz, que si el amanecer y la guardia de los luceros. Concluyeron. Y así fue como Juan Tellería, por culpa de una noche inesperada, acabó convertido en el compositor del himno de Falange.

O mejor dicho. Así fue como Amanecer en Cegama se transformó en el Cara al sol. ¿Quién no ha tenido una noche de farra que acaba como nunca lo hubiera imaginado? ¿Quién no se ha visto, al salir el sol, despertado en el sitio equivocado, con una "camisa nueva"?

Esta es la manera habitual en que se trenza la historia. El hecho minúsculo, la última copa, el yo ya me iba pero no, el por qué no me quedo si mañana no madrugo, el cómo me voy a ir a casa si esta canción me pone tanto.

Tellería se quedó tocando el piano mientras José Antonio, ese joven carismático, y sus amigos hacían versos. Tellería no era de Falange. A Tellería le fascinaba José Antonio, pero como a tantos poetas, escritores y periodistas de izquierdas.

Nadie podía prever en aquel momento que ese himno serviría de algo. Nadie podía prever que La Falange sería algo. De hecho, en las elecciones de medio año después, el partido se demostró políticamente irrelevante.

La guerra

Estalló la guerra. Juan Tellería se quedó en Madrid. Iba paseando por la calle con su mujer. Lo señaló el camarero del Or Kompon, el que les sirvió esa noche. Encerraron al maestro. A punto estuvieron de fusilarlo varias veces, pasó por una de las checas más crueles, la de Atadell.

El maestro se inventó que el Tellería del Cara al sol era otro, un tal Agustín, que ya estaba en zona sublevada. Coló. Pero cuando volvieron a juzgarlo, el tribunal logró probar que mentía y el maestro, que era listo, declaró: "Esa música es mía, es Amanecer en Cegama, pero no sé cómo ha llegado a los fascistas. ¡Me la han robado!". Fue absuelto.

Para sobrevivir y librarse del estigma, Tellería se afilió a la CNT. Necesitaba dinero, trabajar, componer, aunar de alguna manera las necesidades perentorias con el afán creador. Y parió la banda sonora de dos grandes pelis republicanas, una de ellas titulada Defendamos nuestra patria.

Tras la guerra, era un artista de difícil progreso. No se fiaban de él. Había sido de los suyos, pero también de los otros. Tellería, ingenuo, inscribió en el registro de la propiedad intelectual el Cara al sol. ¿Qué mejor para un bohemio que vivir de los réditos de una melodía ya compuesta?

El franquismo no le exigió por la fuerza los derechos, pero ¿qué importa eso en una dictadura? El franquismo, como decíamos al empezar, no pagó ni una peseta. Expolió el éxito millonario que habría correspondido a Juan Tellería.

Sin embargo, el régimen, consciente del talento del maestro, le encargó el himno de la División Azul. Tellería lo hizo. Se inspiró en el ruido de los trenes al marchar hacia Rusia. Años más tarde, el general Muñoz Grandes le pidió un himno para el ejército y Tellería respondió "no me sale nada".

Esta es la historia del compositor del Cara al sol, una víctima del franquismo que Sánchez debería resarcir, a tenor de su propia ley.