Una tendencia actual que deploro es que el rollo identitario se haya trasladado a lo generacional.

Generación X, boomers, centennials, millenials, Z y, recientemente, los alfa, en perpetua lucha por ver quién se merece la medalla al mejor ser humano.

El despliegue de "ok, boomer" y "está claro que eres un Z" me produce la misma pereza que un juego de mesa friki en el que pones a tu pokémon a luchar para ver si se come al otro con sus superpoderes.

Lo que más me maravilla es que es una conversación de la que todos participan con facilidad. Me imagino que tiene el atractivo de los test de personalidad de la Bravo, esos que te hacías con 15 años. Nada nos gusta más que el que nos hablen de nosotros y nos digan quiénes somos.

Supongo que mi rechazo está condicionado porque, como persona bisagra entre la generación millennial y la generación Z, siempre salgo perdiendo con el análisis. Frágiles, precarios, lloricas, cansados, intolerantes a la adversidad y adictos a casi todo.

Hasta me dan ganas de avergonzarme por llevarme razonablemente bien conmigo misma. Porque siento que no debería hacerlo, que habito el cuerpo de una delincuente en potencia o que estoy siempre bordeando una crisis de histeria por un motivo que desconozco.

Pero, ay, a veces, solamente a veces, tengo ganas de ceder a la disputa generacional. Y no precisamente para ponerme del lado del que se supone que es mi bando.

Porque, mientras pedimos perdón por existir, nos escudamos en los datos: el paro juvenil supera el 27%, tenemos la tasa de fracaso escolar más alta de la UE y los menores de 18 años consumen más lorazepam que nunca.

Vaya, las generaciones que han crecido identificando las emociones a través de una paleta de colores funcionan a golpe de antidepresivo.

Y yo, desde un punto de vista de absoluto privilegio, no puedo dejar de preguntarme si de verdad las condiciones materiales y la precariedad son la causa única y completa de nuestros problemas.

Me mueve la intuición de que la estabilidad económica es un factor importante en el desarrollo pleno de un adulto, pero que no tiene tanto que ver con la realidad de que nuestros adolescentes se están forrando a ansiolíticos.

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Algo no me cuadra.

¿Es esta inquietud que siento parte de la insatisfacción crónica a la que estoy condenada como un ser híbrido medio millenial y medio Z?

Y entonces llegó la carta a la directora de El País para acabar de rematar mis reflexiones. Ainhoa, de 26 años, es periodista y escribe para contar que, sin ahorros y en casa de sus padres, este 2024 volverá a ser becaria.

Dice así: "Soy consciente de que nunca seré madre, ya voy tarde. Tarde para conseguir el trabajo de mis sueños. Tarde para comprarme un piso o una casa. Tarde para cuidar un bebé. Me miro en el espejo, me quedo observando a mis amigos y amigas y solo veo un grupo infantilizado por la vida que nos está tocando vivir. Somos demasiado jóvenes y creemos que ya vamos tarde, lo que no sabemos es que nunca llegaremos".

Es una experiencia universal, que duele y frente a la que el Estado está dopándonos con bonos culturales y para viajar en tren.

Pero lo que me aterra no es eso. Lo que me aterra es lo viral que se ha hecho la carta en un bucle de redes sociales en el que se hablaba de la "triste realidad de los jóvenes" y se le daba totalmente la razón a una chica que con 26 años dice que va tarde para ser madre.

Me sitúo perfectamente en la sensación de que una no está donde debería estar vitalmente y profesionalmente. Pero nada he agradecido más en mi vida que la gente, de generaciones anteriores a la mía incluso (porque una es abierta y tiene amigos de todo tipo y condición), me dijera: relaja, que la vida no es sólo esto.

Me da vértigo que una joven de 26 años se sienta derrotada, pero me da aún más vértigo que la sociedad salga en masa a decir que es verdad, que lo está.

Es como una forma de fraternidad muy oscura que te acompaña con gritos de solidaridad a ponerte la soga al cuello para que te ahorques tú mismo.

Una parte de la sociedad sólo nos ha ofrecido un horizonte material. Nos ha querido convencer de que madurar era tener hipoteca, contrato indefinido, un coche pagado a plazos y sexo con protección.

Ahora que no tenemos la oportunidad de llegar a eso con 26 años (nadie dice que, con 40, no), nos miran y nos dicen: pues es verdad, estás jodido.

Desde mi resistencia a la batalla generacional, me resisto también a aceptar eso. No nos deis tanto la razón, anda.

¿No hay una propuesta filosófica para la vida? ¿No existe una propuesta de felicidad que, por supuesto, incluya lo material, pero que no se agote ahí?

Si no existe, lo propio de la juventud debería de ser abrir ese nuevo camino, no resignarse a ser un mero subvencionado con Spotify pagado por Pedro Sánchez.