Una chica de 23 años sale por la mañana de su casa y no piensa que ese día se va a morir. Siempre sucede un poco así, oscuramente.

Una bosteza y se ducha y se hidrata los labios secos y suspira con resignación de día laborable. Una sorbe el café y se peina la coleta con cierto esmero y se perfuma. Una ordena el bolso y sueña con el sábado y piensa en el hombre que le gusta. Una contesta a su mensaje en el móvil y sonríe y de repente tiene esperanza.

Una estudia y trabaja y coge del brazo a su madre, un jueves, y camina bajo la borrasca salvaje hacia algún lugar, por satisfacer alguna gestión, por alimentar un rato más la rueda, pero no piensa que se va a morir.

Fotograma del momento.

Fotograma del momento.

¿Cómo viste una el día que va a morir, pero aún no lo sabe? ¿Cuál es la última canción que uno escucha en su vida? ¿Cuál es la última preocupación estéril? 

Una no la elige, no la drena, una sufre por tonterías porque una no piensa que vaya a morir. 

Aún menos si estaba sana. Menos si respetaba las normas de circulación. Menos si caminaba protegida por su familia. Menos si transitaba Almagro, una calle hermosa y segura del centro de Madrid, por la glorieta de Alonso Martínez, cerca de mi propia casa. Porque esa chica que murió ayer, absurdamente, podría también haber sido yo, podría haber pasado por allá yo y no ella, en ese minuto envenenado.

Podría haber caído sobre mí ese árbol de dos toneladas arrancado por un viento como de película de terror, confuso, iracundo, enfermo. Podrían haber sido mis padres los que me vieran morir súbitamente, sin ocasión siquiera de intervenirme médicamente, y una joven, desconocida, podría haber sido atendida por el psicólogo de urgencias porque le habría dado un ataque de ansiedad en la calle al ver mi cadáver.

Pensaba en todo esto cuando durante la misma jornada he visto el vídeo de una reportera de RTVE, Paula Filgueiras, a punto de despeñarse contra unas rocas en A Coruña, en plena alerta roja por vientos de fuerza 9 que casi alcanzaban los 90 km/h. La periodista resistía muy cerca de las olas de hasta nueve metros de altura que rugían allá en la costa desde las tres de la mañana a las 13:00, que fue cuando ella lideró la retransmisión, previsiblemente enviada por sus jefes.

Un paraje inolvidable. 

El suceso de la primera chica fue un accidente y quizás sólo lo habría evitado el azar, la suerte o la "extrema prevención" (que me aspen las empresas, en realidad, si "extrema prevención" es poder teletrabajar cuando hay alerta roja en tu ciudad: quizás sea sólo "sentido común" para jefes y empleados). 

Pero si a esa segunda mujer (o a su compañero cámara) le llega a pasar algo por el encargo chiflado de estar en el ojo de un maldito huracán para grabarlo desde dentro, (sin ningún sentido, sin valor informativo, sin aportar nada nuevo, sólo por repicar esa mala idea histórica, esa costumbre obscena y degradante) esto sería algo más que un accidente laboral: una imprudencia temeraria de altísimo coste. 

Me gustaría saber quién ha sido el lumbreras que ha mandado a Filgueiras a jugarse la vida tontamente. Me gustaría que dejaran de hacerse memes y virales cuando se somete a compañeros a condiciones extremas de forma caprichosa. Me gustaría, en cambio, que nos pusiéramos serios y se depuraran responsabilidades.

Me gustaría que si la injusticia y la humillación se dan delante de nuestros ojos, digamos algo. Hagamos algo. Más si sucede en la cadena pública, porque está pagada con nuestro dinero, porque supuestamente es para nosotros, aunque tantas veces nos sonroje. Repito: ¿quién mandó a esa trabajadora a un lugar de riesgo porque sí? ¿Hasta cuando esa imagen arcaica e imbécil, que no tiene, hace mucho que no tiene, nada de implicada ni de divertida? 

Me pregunto para qué tanta matraca con la Inteligencia Artificial y para qué la piamos tanto con las "últimas" y "revolucionarias" tecnologías si nunca están al servicio del trabajador, si nunca terminan por proteger su integridad ni su salud, si no reman por su bienestar. De hecho, al contrario: cualquier maquinita o aplicación te quita ya el puesto y te quedas con cara de tonto, y quién sabe también si medio muerto después de estamparte con el coche yendo hacia el curro el día de la nevada del año. 

Pero para salvarnos la vida, para no morir por dos perras gordas, no necesitamos buen tiempo. Ni siquiera fe. 

Necesitamos sindicarnos.