Estamos asistiendo en directo a ese tópico de que la Unión Europea avanza en momentos de crisis. O que evoluciona: cambiaremos el verbo por las causas, no por sus efectos.

Desde el 7 de octubre, se ha organizado un tremendo coro de quejas y opinadores a propósito de la desunión de la Unión Europea respecto del asunto Israel-Gaza.

¡Albricias! Hasta hace poco, la desunión de los Veintisiete en política exterior nunca importó. No se abrió ninguna crisis porque Francia dijera "no" a invadir Irak, por ejemplo, mientras otros decíamos "sí". 

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, y el presidente de EEUU, Joe Biden, en una imagen de archivo.

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, y el presidente de EEUU, Joe Biden, en una imagen de archivo.

Cuando Jean Monnet se inventó esto de la Europa unida y le dijo a Robert Schumann que se lo presentara a Konrad Adenauer, se unieron los mercados del carbón y del acero, se coordinaron las políticas atómicas y se creó un embrión de mercado común. Pero la pata del ejército comunitario se dejó fuera de los papeles.

Y hasta hoy.

La política exterior es la única en la que no pintan nada la Comisión ni el Parlamento, porque es privativa de cada Estado miembro. El Alto Representante lo máximo que hace es coordinar lo que puede.  

Sin embargo, algo está cambiando. Ahora no sólo se convoca un Consejo extraordinario de ministros de Exteriores de la UE, la semana pasada, sino que ayer martes hubo un Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno para montar un comunicado ("conclusiones", se llama en jerga bruselense) que demuestre "que hay una sola voz" en la UE.

No hubo ni siquiera eso, con la excusa de actuar como en los Consejos informales, que sólo se hace en los Consejos ordinarios se pasa a limpio lo hablado. Y entonces, ¿para qué esta cita extraordinaria?

La crónica de la rueda de prensa de Ursula von der Leyen y Charles Michel está llena de obviedades y oquedades, pero era necesaria. Celebrémoslo. La UE ya es consciente de su irrelevancia en el escenario político global y lucha contra ella. Antes, sólo ocurría que Kissinger hacía bromas sarcásticas: "No sé cuál es el número de teléfono de Europa", decía el arquitecto del sistema global que hoy se resquebraja.

Y eso que las Comunidades Europeas (hoy UE) eran, no un invento, pero sí un artefacto favorecido por Washington cuando la II Posguerra Mundial.

En este escenario, Pedro Sánchez tenía una oportunidad. Su Gobierno (en funciones, con todo lo que eso implica) ocupa la presidencia de turno de la UE. Y España es "el país de las tres culturas". Un Estado que ha sabido mantener puentes con su historia y buenas relaciones (con dientes de sierra, cierto) con sus hermanos del pasado, tanto musulmanes como judíos. 

En realidad, lo de "las tres culturas" no es verdad, pero colaba: el país que somos hoy lo es porque hace 530 años expulsó a los compatriotas que no eran cristianos ni aceptaban convertirse. Luego, persiguió durante siglos a los que se quedaron... en esta España que hoy se pelea por las lenguas, el castellano fue el idioma que inventó el adjetivo "judaizante", odioso por antisemita.

Colaba tanto lo de "las tres culturas" que, en 1991, fuimos elegidos para alojar la primera cumbre en la que se sentaron en la misma mesa israelíes y palestinos (aunque escondidos en la delegación jordana). Entonces, Oriente Próximo era origen de crisis económicas globales, con odios cervales y guerras proxy en las que los dos bandos elegían un país que arrasar para pelear allí con sus peones. Pero eso no amenazaba el equilibrio de la Guerra Fría.

Aquel 30 de octubre del 91, le dijo George Bush padre a Mijail Gorbachov, con Felipe González y el Rey Juan Carlos delante, que aquella cita salió bien no sólo por el escenario (Madrid era perfecta por la historia, por la geografía y por la exitosa Transición democrática), sino porque se habíaa organizado la mayor cita de enemigos de la Guerra Fría (la URSS se moría, pero aún respiraba) en sólo dos semanas. 

Felipe asintió: "Si nos dan más de dos semanas para montar esto, habría sido imposible. Por la bronca interna".

Es decir, que colaba lo de "las tres culturas" porque era una etiqueta. Como nos colaron a nosotros lo de "la leyenda negra", otro invent que idearon los ingleses y los franceses para ver si horadaban los cimientos del Imperio español. Ése que siguió a nuestra limpieza étnica (religiosa, en realidad).

Mientras fundábamos misiones y universidades, al tiempo que inventábamos el primer país confederal no sólo en la Península, sino en las tierras conquistadas (que se convertían en provincias de "las Españas"), se fue creando el mito de que violábamos y aniquilábamos más que los demás en sus colonias.

La historia prueba que no es cierto. Pero da igual. El mito se consolidó tanto que hasta una ministra fue hace una semana a la Fiesta Nacional diciendo que habría que eliminarla porque "rememora un genocidio".

¿Cómo es que los españoles somos, a la vez, ejemplo histórico y definición enciclopédica del peor Occidente colonial? La contradicción de esos dos conceptos es la prueba de que en política todo se reduce a las etiquetas que te imponen en cada circunstancia. Y saber eso es clave para, una de dos, luchar contra ello o que te importe un pimiento: que en el fondo es lo mismo si tienes un plan, una visión de ti mismo, de tu misión, de lo que eres y quieres ser. 

Pedro Sánchez se ha ganado, en estos años como presidente, un prestigio internacional. No muy grande, pero uno, sin duda. Y con él, claro, ha logrado que asome un poco la cabecita de la España que heredó: un país paria desde que Zapatero se madrugó, recién investido en 2004, sacando las tropas de Irak. Lo hizo sin avisar a los aliados y sin tiempo para organizar los reemplazos. Fue su primera decisión como presidente.

Sánchez ha logrado esto luchando contra los elementos. Contra la historia. Contra sus torpezas. Y contra su propio Gobierno

Y lo ha hecho, entre otras cosas, pagando (con el Sáhara, por ejemplo) las facturas del pasado, después de 20 años de una irrelevancia que Mariano Rajoy, el del Marca y el puro, nunca se preocupó de enderezar.

Lo ha hecho Sánchez por la tangente, liderando iniciativas prácticas en los foros supranacionales. La corriente de la historia era la que era y no se puede nadar hacia la orilla en un mar con resaca, así que no pidió el comodín de "las tres culturas" (de hecho, su presidencia de la UE es la primera española que no incluía la resolución del conflicto árabe-israelí entre sus prioridades) ni el borrado de la leyenda negra. No buscó el prestigio perdido, sino que buscó uno nuevo

"Cuando el fondo no funciona, cambia las formas", debió de pensar. Él, que aúna en sí la ambición, el ego y la astucia del buen tahúr. 

Sólo un par de ejemplos.

Pedro Sánchez se inventó los fondos NextGeneration. Aprovechando que él es socialista, su gusto por el gasto público halló su momentum en la pandemia, se apoyó en Mario Draghi y dio la murga en Bruselas, defendiendo que dos de las cuatro economías too big to fail se irían a pique, y con ellas toda la UE. Logró virar el rumbo del transatlántico europeo, doblando el brazo de los frugales, siempre refractarios a mancomunar la deuda.

Pedro Sánchez detectó que ser la puerta del Mediterráneo no tenía por qué ser una carga pesada, sino una posición geoestratégica. Desde antes de ser presidente, y con Donald Trump aún en la Casa Blanca, sus colaboradores labraron relaciones personales con cuadros del Partido Demócrata. Y cuando se alinearon los astros, algo de la confianza perdida se podía recuperar. 

¿Qué hay que hacer, Joe? ¿Dos fragatas más en Rota? Como éstas. ¿Claudicar con el Sáhara? Venga. ¿Apoyar como el que más en Ucrania? Tengo un socio de Gobierno a la contra, pero te voy a hacer una cumbre de la OTAN que vas a flipar.

Llamémosle realpolitik. Y no le iba mal. 

Hasta que llegó el momento de la verdad, ése en el que no valen los movimientos a corto, sino que son los principios y los valores los que tienen que responder a una pregunta elemental: "Quiénes somos los nuestros". E ir con todo.

Porque lo de Hamás e Israel es distinto a lo de Rusia y Ucrania, donde el débil coincidía con "los nuestros". Y porque ese conflicto, esa crisis, ya hizo avanzar (o evolucionar) a la UE, cada vez más llena de decisiones conjuntas en Política Exterior y de Seguridad Común. Y en ese contexto, ha llegado un asunto y unas circunstancias que exigen unidad, firmeza y claridad.

Porque además, el escenario hoy es otro. Hay una guerra, la III Guerra Mundial, que está en ciernes. Y los bandos se están conformando.

El Ministerio de José Manuel Albares se queja de que Israel está forzando con absolutismo el "conmigo o contra mí". Eso es cierto como nunca. Y por eso, el comunicado de Exteriores de este lunes fue tan duro en su respuesta a la nota del Gobierno israelí

Pero es que nunca España se ha salido tanto, o en peor momento, del consenso (forzado o no, exagerado o no, desagradable o no) de sus socios y aliados. Porque nunca el eterno conflicto de Oriente Próximo había sido, como puede ser ahora, el acelerador de la guerra total.

Llevaban una semana la oposición, las instituciones europeas, el tío Joe desde Washington y la Embajada de Israel en Madrid emitiendo señales más o menos soterradas de malestar. Y, finalmente, Jerusalén ha hablado: "Es inadmisible, vergonzoso e inmoral" lo que dicen y hacen ministros del Gobierno de España.  

La línea entre la realpolitik y las posiciones a corto es muy fina. Y, por desgracia, nuestro país no tiene peso específico si se queda en el bando adecuado. Pero sí es relevante si alimenta al enemigo. Aquí hay bandos, y "los nuestros" nos han colgado una etiqueta. Será injusta, pero es lo que hay: para nuestros socios y aliados, otra vez, no somos de fiar.

Esto será para Sánchez lo que fue para Zapatero su desafío pasivo, sentado ante la bandera estadounidense.