Observo las imágenes de Kylie Jenner y Timothée Chalamet en el US Open. Me detengo. No es un vídeo, es una auténtica máquina de fabricar lesbianas. Se te quitan en un parpadeo las pocas ganas que tenías de hacer el paripé y acudir a un evento deportivo (a un evento, en general) con un hombre heterosexual y moderno. Se te esfuma de golpe la pulsión del romance malasañero del invierno.

Lo evocó el otro día Clara en Twitter, con aterradora síntesis: "Sólo las chicas que han estado con chicos con este tipo de mano lo entenderán". Diáfano. Yo supe enseguida a qué se refería. La mano de Timothée (icono sexual para alguien, andrógino mal, David Bowie de outlet) se posa en el cuello de Kylie moribunda perdida, vencida, sin intención ni fe ni fiebre. Hablamos de una mano dulzona y sin fuerza, sin inteligencia, sin pasado, una mano inquietante, como de recién nacido. Una mano-bajona.

Es la mano perfecta que no conoce el callo, la pielecilla suelta. La mano barnizada. La mano-maniquí. La mano élite. 

La manita.

La manita.

Cuando has padecido unas manitas así en tus carnes, unas manitas incapaces de decir "aquí estoy yo" o de abrir una lata de sardinas porque "ahora las hacen muy difíciles", ya no puedes mirar para otro lado. Ya no puedes fingir más que esto no va contigo. 

No me seas de extremo centro. Muerte a la mano Nancy, a la mano zombi, a la mano blanda, a la mano moribunda y sin enganche. Una mano que jamás te hará feliz. Una mano que sólo existe para ser fotografiada. Una mano constantemente posada, una mano que no se moja (me entenderás: en ningún sentido). Esta mano no coge una broca así se lo pidas por su madre. Te puedes quedar encerrada en el baño de un bar y morir ahí dentro, que esta mano no fuerza la puerta. 

No le pidas peras al olmo ni aventura a la mano blanda. Esta es una mano irredenta que se siente especial, autosuficiente, una mano que no explora, cansada desde siempre. Una mano jubilada, sedentaria. Una mano micropene. Una mano micromano, la mano de una época titubeante, fragilizada y fatal.

Una mano incapaz de seguir el compás, por ejemplo, una mano incapaz de enganchar una solapa. Una mano que es contemporánea pero que no transgrede, triste paradoja. Podría ser de un hombre, de una mujer o de un muñeco. No es una mano, al cabo. Es La Cosa: no está verdaderamente unida al cuerpo, no sigue sus órdenes, no aplica sus deseos. Es una mano sacerdotal, una mano de curilla. Bueno, de los curillas que atienden al celibato. 

Es una mano que se siente artista, pero sólo es débil. Es una mano que se siente intelectual, pero sólo es vaga. 

Este asuntillo nos asola desde hace años, te digo más, desde hace siglos, tal vez desde la primera fase de la revolución industrial, allá en el XVIII, cuando la manufactura viró y los muchachos pasaron de ser agrarios a ser otra cosa que aún no sabemos bien qué es. Ahí nos empezamos a despedir de la mano salvaje, de la mano resistente, ruda y ancha, de la mano vivida, a ratos callosa, que se presentaba en el mundo como una institución en sí misma, un poco a levantar lo que le echasen, a arrancar un tubérculo de cuajo o a arreglar una tubería o a elevar por la cintura a la mujer amada. Era la mano electora, la mano volitiva, la mano polifacética y sorprendente. 

Era la vieja mano del viejo hombre una garantía de resolución, de tino, de experiencia. Una mano capaz de mezclar la habilidad con el vigor. Una mano que no pedía perdón por existir. 

Tú sabías que esa mano era versátil, resolutiva, prometedora, y que aunque a veces pecase de tosca no renunciaba jamás a la ternura ni a discernir lo pequeño. Es más, esa mano dispuesta estaba diseñada para el sexo, para el abrazo, para el recogimiento, para el calor, para el recorrido epidérmico. Hablamos de una mano implicada. Una mano que cuando está, arrastra a toda la anatomía consigo. 

Esa antigua mano, ya en vías de extinción, te acariciaba la espalda y tú recordabas que no estabas totalmente sola en el mundo. Sabías que la humanidad era posible. 

Tú cogías esa mano desde el otro lado de la mesa, en tu puesto de comensal, y te sentías agarrada a un tronco en un río furioso. Era una mano salvavidas. 

Esa mano arcaica nos lo dio todo y ahora, tres siglos después, hemos acabado en un Open con Timothée y su manurria blandengue medio tirada en nuestro hombro, como en su propio canto del cisne, a punto de pencar. 

No sé si es posible volver atrás, a la mano que guardaba el recuerdo de sus ancestros, los del jornalero y el sexo en el granero. Igual tampoco es eso. Igual es suficiente con una mano que sepa lo que quiere y vaya a por ello. Igual hay que desterrar la mano vanidosa, la mano de pedestal, y volver un ratito a la tierra. Al sudor. Al amor. A lo imperfecto. Igual hay que volver a coger al toro por los cuernos.