En un friso del Casón del Buen Retiro, en la calle Felipe IV, una inscripción anuncia que "Todo lo que no es tradición es plagio". El apotegma forma parte de un aforismo de Eugenio d’Ors y en el caminito que conduce del parque madrileño al edificio principal del Museo del Prado suele escaquearse, allí tan alto, de la atención de los paseantes.

En su contexto original, la cita afirma que la originalidad al margen de la tradición es una farsa. Por cierta, bien ganada tiene la piedra.

Hay otra con la que a menudo fantaseo ver bajo el cincel. No tengo claro si nació en la columna que hace dos años años Michelle Goldberg publicó en el New York Times o si formaba ya parte del imaginario internetil. La sentencia dice así: We should all know less about each other.

Un logo de Google en un evento en París.

Un logo de Google en un evento en París. Reuters

Sabemos, en efecto, demasiado los unos de los otros. Con un pellizco de imaginación, puede adivinarse qué va a opinar casi cualquier amigo con una cuenta activa en una red social, casi cualquier columnista al que se haya leído un par de veces. De un tuitero popular, de un tertuliano de la radio, de un instagramer de texto largo o de un busto parlante televisivo puede uno pronosticar su opinión íntegra.

La sobreexposición a los algoritmos se revela, desde hace tiempo, como sobreexposición de las ideas. El fenómeno ya lleva unos años con nosotros, ya casi tiene acné, pero, debido a su frecuencia, se olvida que quien se entrega a internet recibe las informaciones y opiniones que lo ratifican en sus juicios, por confirmación o por contraste.

Al vegano le llegarán imágenes de cachorritos capaces de tocar el piano y de un toro que da bandazos en la plaza antes de morir. Acaba uno con un racimo de comentarios en la lengua que parece comprado en Makro o en AliExpress. Ideas al por mayor. Un pack de reacciones prediseñadas que se activan como un reflejo rotuliano porque entre sus beneficios está el más apetecible de todos: palmadas, retuits, regrams, necesario, imperdible, crack. Glutamato de sodio para el ego.

Satisfacer lo que se espera de uno convierte a uno en bot. Las respuestas se automatizan, las ideas se congelan. ¿El Ministerio de Igualdad saca una app para mejorar el reparto de tareas domésticas? Si se inclina hacia un tipo de derecha, probablemente opinará que el amor no cabe en un Excel, la izquierda no sabe qué es el amor, el amor es entregarse, la familia es darse sin medida.

¿Un ayuntamiento de derechas cierra en verano los parques por una alerta meteorológica? Si cojea hacia una clase de izquierda, dirá que nos quieren encerrados o gastando dinero, no se puede existir ya sin derrochar, la naturaleza es sólo para los ricos. Aunque actúe el consistorio con normativas heredadas de la izquierda.

David Gistau contaba que abandonó Twitter cuando se dio cuenta de que había empezado a escribir para un grupo determinado de lectores. La adulación hace a uno preso de su público, esclavo de lo que se espera. Cuando se desvía de lo previsto, el chaparrón. Ese tío es un veleta. Valiente jeta.

En la sobreexposición a internet se empieza a dejar de ser y se comienza a contener. El cerebro de quien no se pispe de que sus redes sociales y su agregador de noticias se limitan a mostrarle lo que ya conoce, además de metralla constante de viralidades estadounidenses, no será de mosquito, sino de algoritmo.

Y será su portador, sobre todas las cosas, un aburrimiento fofísimo.