La izquierda de este país no sabe dónde tiene la nariz: en la misma semana, muchos de los que se llaman "progresistas" han visto con buenos ojos que la Universidad de La Rioja sancione a sus niñatos de guardia por las cuatro chaladuras machistas que han escupido en un grupo de Whatsapp; y a la vez han agachado la cabeza ante el coqueteo de Sánchez y Díaz con la amnistía para el delirio independentista. 

Es decir: el punitivismo es para la sociedad civil. Las élites se disculpan entre sí sus bofetadillas a la norma común, los rebuznos, las magufadas: se van perdonando, intercambian sus caramelos, amasan sus sueldecitos.

Se quieren, al cabo. Se protegen. 

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont, juntos en Bruselas.

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont, juntos en Bruselas. Efe

El peso de la ley es para los de abajo, para la gente corriente con su sempiterna cara de tonta, para los estudiantes y los currelas y los parados, para la peña sin privilegios ni estrella, sin fueros ni amiguitos en el poder.

Y ya no sólo la legalidad nos sentencia, sino algo mucho más invasivo y terrible: una moral biempensante cada vez más restrictiva e irrespirable que saca la vara verde cuando les parecemos niños malos, niños sucios, niños toscos. El progresismo nos tira de las orejas y nos recuerda que debemos ser impolutos, abnegados, ¡beatos!, en definitiva, ejemplarizantes en lo público pero también en lo privado, en lo íntimo y hasta en lo secreto, fuera y dentro de la ley, con el alma y con la carne, como cantó Rocío Jurado.

Ya no basta con no ir a la cárcel. Ahora hay que ir al cielo. 

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Hay policía por todos lados. Puñeteros policías de paisano, polis no profesionalizados fiscalizando conversaciones reservadas como jueces morales y regañando como curas. 

Acabaremos cayendo todos como moscas, nos pantallearán las ocurrencias y nos grabarán y espiarán hasta pillarnos en un renuncio, pero mientras tanto yo defenderé mi derecho a ser una zorra dentro del marquito de la Constitución, ¿o eso tampoco? Mi derecho a ser lenguaraz. Procaz. Crítica. Estúpida. Bárbara. Lacerante. Guasona. Injusta. 

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No deja de parecerme abracadabrante que la izquierda tenga tanta mancha ancha para los favorcitos a la burguesía catalana reprensible y tan poca con el pueblo llano, al que planea arrancarle los ojos como diga una palabra más alta que otra. En fin: esto no es izquierda ni es nada.

¿Por qué son los obreros los que tienen que padecer la represión policial y judicial acá mientras el jeta de Carles se libra? ¿Es más listo que nosotros o nos está llamando imbéciles? ¿Se siente superior? ¿Legitimado por qué, por quién? ¿Es él especial, es superior a Valtónyc o a Hásel? ¿Por qué le exonera lo que queda del secesionismo, si les abandonó, si dejó a sus compañeros en chirona, si salvó sus posaderas y encima cogió el micrófono para hablarnos de dignidad, una palabra que, definitivamente, no entiende? 

Él y los que son como él me dan asco. Su patria es el dinero. "España nos empobrece", dijo ayer en la Diada la presidenta de la Cámara de Comercio de Barcelona. "España es un mal negocio para Cataluña. El mejor negocio es tener un Estado propio, queremos toda la soberanía, la fiscal, la económica y las financieras". De eso va esto, de eso fue todo el rato. De una chusma antisolidaria liderada por un tránsfuga, que manda castañuelas. 

Miro alrededor y busco la broma. ¿Quién demonios es este señor tan raro y por qué le estamos comprando el circo? ¿Por qué le sonríe tanto Yolanda? ¿Va a pedirme después, desde su vicepresidencia, que sea una buena chica y que cumpla la ley porque la ley "es lo único que nos iguala a todos"? ¿Con qué cara, con qué autoridad? Si le pasan la mano por el lomo a Puigdemont, tendremos más razones que nunca para la desobediencia. 

En la Unión Europea hay pocas cosas más fachas que el flequillo de Carles, que no es un exiliado, sino un prófugo, un vulgar delincuente soberbio y xenófobo, irritante y clasista, que ha montado un pollo tremendo porque no le da la gana de financiar la pensión de una anciana de Cádiz y además viene a explicarnos cómo vivir mientras sus mechoncillos de párbulo viejo le caen sobre la frente, desconcertantes. A mí me cuesta enfadarme con Puigdemont porque no me lo termino de tomar en serio.

De hecho, no estoy enfadada. No tanto como su peluquero, que le odia allá donde esté. A ver si la cosa no era España al final. También el estilista de su barrio de Bruselas le detesta, le hace artificialmente joven y obsoleto al mismo tiempo, como los skaters o surferos cincuentones, como los tristes que no saben envejecer o entender (y esto es mucho más importante) que son sus ideas las que andan caducas. 

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La paradoja sangra. Tal vez éste sea el único camino a seguir para formar el gobierno progresista que yo también deseo, ¡a corto plazo sí!, pero a la vez, a la larga, herirá de muerte a Sánchez como presidente. Jamás renovaría. Jamás.

Como dice Álex, que algo sea la única solución no lo convierte automáticamente en bueno ni en ético. Más nos vale reconocerlo o nos pareceremos a la derecha tramposa, a la derecha de los mercaderes que a todo le ponen precio. Esa derecha que cree que si algo se vende es que se puede comprar. 

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Esto es política. No sólo ha de ser utilitaria, sino honorable y coherente y filosófica y simbólica.

La amnistía a los privilegiados nos matará. 

Por lo pronto, ya nos está matando de vergüenza.