El debate sobre la respuesta de las autoridades a la DANA que azotó España el pasado fin de semana, como el grueso de las discusiones públicas españolas, ha discurrido por parámetros desatinados.

No se puede culpar a la AEMET por haberse desviado en sus estimaciones en la capital para un fenómeno atmosférico que por su comportamiento errático resulta especialmente difícil de predecir. Por lo mismo, tampoco cabe condenar el operativo desplegado por los poderes públicos ante una alerta roja por lluvias torrenciales.

Mensaje de alerta recibido por los móviles de los ciudadanos que se encontraban el domingo en Madrid.

Mensaje de alerta recibido por los móviles de los ciudadanos que se encontraban el domingo en Madrid. EFE

Tampoco están justificados los recelos de inspiración orwelliana que interpretaron el sistema ES-Alert, que hizo sonar simultáneamente el móvil de todos los madrileños, como una intromisión del Gobierno en la privacidad de nuestras terminales. Esta tecnología, que respeta la ley de protección de datos, emite avisos de forma automática y anónima a todos los dispositivos conectados a una determinada antena de telefonía en cada zona geográfica. Protección Civil no puede enviar mensajes a números concretos ni conocer la identidad de sus titulares.

En cambio, el aspecto ciertamente preocupante del acontecimiento reside en el tipo de racionalidad política que transparenta la gestión de la crisis por parte de algunos gobiernos, que han llegado a recuperar el confinamiento como procedimiento por defecto para hacer frente a las emergencias. Y resulta muy sintomático que se haya propuesto en el marco de un alarmismo hacia eventualidades relacionadas con la cuestión climática.

Algunos analistas (convenientemente reducidos al muñeco de paja de los "conspiracionistas" por los entusiastas del estatalismo acrítico) avanzaron que tras la pandemia de Covid-19 se había asentado una nueva ortodoxia. Un nuevo consenso o paradigma político en el que la población ha desarrollado una mayor tolerancia hacia las intervenciones excepcionales de un Estado protector y paternalista.

Algunas de las tentativas del pasado domingo ilustran que la imaginación política de los líderes actuales ya está moldeada por las dinámicas de la pandemia. Y que no es descabellado aventurar que las sucesivas "emergencias" sociales (especialmente las relacionadas con el calentamiento global y derivados) tenderán a ser abordadas con la misma batería de terminología y políticas.

A saber, el llamamiento a la responsabilidad individual, a la reclusión voluntaria, al sacrificio de la alteración de las conductas y a la cooperación con las autoridades. Con la consiguiente promoción de una vigilancia descentralizada en la que los propios ciudadanos velan por que sus vecinos acaten las normas gubernamentales.

Es cierto que algunos dirigentes como Juanma Moreno mostraron su reticencia a que el decreto de un "peligro extremo" se realice con laxitud, por las consecuencias sociales que esto tiene y los perjuicios económicos que acarrea.

Pero el alineamiento transversal y casi unánime con algunas de las decisiones más agresivas tomadas por el temporal evidencia que en la población ha calado esta "política del miedo" bajo la cual se muestra una mayor disposición a normalizar medidas extraordinarias y lesivas como la restricción de la libertad de movimientos o el cierre de establecimientos, pero que se fundamenta discursivamente en la retórica de la protección de los vulnerables por el Estado.

En realidad, ya desde el 11-S, y como herencia del modelo de la Guerra Fría, se ha asentado el miedo como emoción política fundamental. Y Occidente parece estar sumido en una crisis permanente, sea la amenaza nuclear, el terrorismo, las epidemias o la "emergencia climática", como la llaman los ecologistas.

Se ha consagrado así un régimen de la excepción como norma que funciona mediante al recurso al estado de emergencia constante para explotar una serie interminable de crisis. El orden se sostiene y se legitima sobre el miedo a una amenaza que se invoca recurrentemente, y de la que sólo el Estado puede protegernos.

[Editorial: Cuando el 'que viene el lobo' provoca un exceso de alarma]

La propia definición de crisis (un evento sólo se convierte en tal cuando es así calificado oficialmente) forma parte de esta "crisis como modo de gobierno".

De hecho, ni siquiera se precisa que esas crisis se produzcan realmente. La propia invocación constante de la crisis, con independencia de que la situación acabe mereciendo ese calificativo o no, basta para crear una percepción de plausibilidad de escenarios catastróficos. Y, por tanto, una mayor aquiescencia a ceder libertades.

No puede decirse que esta vez se haya dado ese caso. Pero el sobresalto taquicárdico que provocó una alerta móvil que recordó a una sirena antiaérea por una tormenta histórica que se acabó quedando en una tromba estival ordinaria, apunta a ese estado de preparacionismo total ante los peores escenarios en el que estamos inmersos.

Una sociedad que fetichiza la salud, que antepone la seguridad por encima de cualquier cosa y que muestra una hipersensibilidad a las adversidades climáticas (espoleada por el sensacionalismo de los medios de comunicación y el tremendismo de la política) es presa fácil del fanatismo cientificista. Y, por ende, de una credulidad en el ánimo benefactor del poder que puede llevar a acatar un ejercicio irracional y arbitrario del mismo.