No por ya comentado deja de resultar sorprendente la normalidad con la que muchos han asumido la petición de diálogo que el PP, por boca de su presidente y candidato a la investidura a la Presidencia del Gobierno, ha hecho a Junts, la formación más intransigente del independentismo catalán con representación parlamentaria en el Congreso.

El vicesecretario de Cultura y Sociedad Abierta del PP, Borja Sémper.

El vicesecretario de Cultura y Sociedad Abierta del PP, Borja Sémper. EFE

Con sobreentendidos, Feijóo ha hecho saber durante los últimos días que no aceptaría ser investido con los votos de Bildu, pero sí con los de Puigdemont, que no serían sus "rivales políticos". Esteban González Pons, uno de sus hombres fuertes, fue aún más explícito unos días atrás al hablar de Junts y su competidor en el espectro nacionalista en estos términos: "Es un grupo parlamentario que, al igual que ERC, más allá de las acciones que cuatro personas, cinco, diez, llevaran a cabo, representa a un partido cuya tradición y legalidad no está en duda".

¡Ahí es nada, con lo que hemos escuchado y leído!

Lo esperable hubiera sido escuchar la oposición de, al menos, las mismas voces que se escandalizan cuando es el PSOE quien mantiene ese diálogo. Pero resulta que hay quien asume que el PP va a "dialogar y a hablar, no a tragar", como afirma asiduamente el coordinador general del PP, Elías Bendodo, mientras que los socialistas van a vender la soberanía nacional en una "subasta" producto de un "chantaje".

Más allá de estrategias mediáticas, es más que razonable que el PP intente recuperar la relación con dos fuerzas que, de ser otro eje el que condicionara con más intensidad nuestra política, deberían estar más cerca de los populares que de los socialistas. No olvidemos que el PP aprobó a su vez los presupuestos de la Generalitat para 2012, cuando ya el president Mas había iniciado el viraje del nacionalismo hacia el soberanismo.

No estamos ante ninguna novedad. Desde que en 1993 los de Felipe González necesitaron el apoyo del PNV y la extinta CiU para seguir en la Moncloa, los pactos alcanzados con los nacionalistas por los socialistas han sido recibidos con escándalo. En cambio, aquellos a los que llegó el PP con las mismas formaciones cuando los necesitaron se entendieron por esas mismas voces y cabeceras como pactos beneficiosos para España y como socorridos "ejercicios de responsabilidad". Forma parte del juego y la tradición, y nadie se sorprende y escandaliza a estas alturas. 

Es un argumento poderoso afirmar que 2017 cambió muchas cosas tras el 1-O y la huida hacia delante (y, en el caso de Puigdemont y algunos de sus consejeros, a Bélgica) del independentismo. Es una tesis mantenida por analistas a los que leo y sigo con mucho interés, y que en muchos casos son buenos amigos.

Pero esa afirmación sobre el independentismo catalán olvida pactos del PP con un nacionalismo vasco en una deriva soberanista similar, si no peor, ante los que nada o poco se dijo. Como los alcanzados con un PNV que había llegado ya a acuerdos estratégicos relativos a la soberanía nacional con la Batasuna que representaba políticamente a una ETA activa y amenazante: en octubre de 1999, el PP de Aznar pactó los primeros pasos de los Presupuestos Generales del Estado con un PNV todavía dirigido por Xavier Arzalluz y que hacía un año había firmado el Pacto de Lizarra.

Quien rompió la baraja fue finalmente el PNV, que terminaría por rechazar las cuentas públicas para 2000, no el PP. Rodrigo Rato, el entonces vicepresidente económico y responsable de la negociación, se limitó a decir que el PNV había cometido "una equivocación".

Tras Lizarra, Aznar criticó a un PNV que se asociaba con Batasuna, que salía a la calle a pedir autodeterminación y acercamiento de presos. Llegó a acusarlo de buscar una limpieza étnica en el País Vasco. Pero no rompió con sus socios de investidura de 1996 cuando en septiembre de 1998 se firmó un acuerdo soberanista con objetivos claramente inconstitucionales entre nacionalistas que, formalmente, buscaba un "proceso de diálogo y negociación" que lograra el cese del terrorismo de ETA. Las negociaciones presupuestarias de 1999 (y los acuerdos preliminares que resultaron de las mismas) lo prueban. 

La banda terrorista mantenía una tregua que rompería unas semanas después del plácet peneuvista al trámite presupuestario, y que fue calificada como "tregua trampa" por el entonces ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Clarividencia que hace aún más difícil de entender por qué Aznar no rompió con el PNV y dejó de negociar competencias como la transferencia de las políticas activas de empleo.

El lehendakari era ya, entonces, el independentista Juan José Ibarretxe, que no escondía unos objetivos que serían bautizados con su nombre en un Plan que fue inteligentemente gestionado y desactivado por el Gobierno Zapatero. Todo lo contrario de lo que hizo Rajoy con el desafío soberanista del procés.

En 2019, cuando trabajaba como asesor en la Moncloa, conversaba con un conocido columnista muy crítico del Gobierno socialista y, sobre todo, de su relación con los nacionalismos, cuando, ante el reproche moral por los acuerdos del Ejecutivo con algunas formaciones, le recordé el pacto presupuestario inicial entre PP-PNV de octubre de 1999 y su contexto. Le pregunté si el reproche moral no debería haber sido absoluto entonces, dado el listón aplicado en sus análisis del presente. Me respondió con un "yo eso no lo recuerdo" que me pareció sincero y su posición siguió sin variar un ápice durante los años siguientes: la culpa, cada semana, era del PSOE y sus cesiones interesadas a los nacionalistas. Y, sobre todo, de Pedro Sánchez y su aparente y orsonwelliana "sed de mal".

No me sorprendió que no cambiara de posición (no lo esperaba), pero sí la transparencia con la que reconoció que no se acordaba de aquellas conversaciones y acuerdos que, de darse hoy, le habrían parecido indignos, sobre todo si los firmaran los socialistas.

Una respuesta habitual que he recibido en estos años y meses es que "el PNV no dio un golpe de Estado", en referencia al 1-O y la DUI. Y que, por tanto, el pacto tenía una categoría moral distinta. Afirmación que no se sostiene cuando se recuerda que en 1998, antes de la firma del Pacto de Lizarra/Estella entre PNV, Batasuna y el resto de partidos nacionalistas en ese mismo año, ETA había asesinado a seis personas, entre ellas el matrimonio de concejales del PP del Ayuntamiento Sevilla Alberto Jiménez Becerril y Ascensión García Ortiz.

Sólo cuando avizoró poco antes de la campaña la mayoría absoluta, Aznar comenzó a soltar de veras las amarras (no solo las retóricas) de los nacionalismos, incluido el PNV de Arzalluz e Ibarretxe que pactaba con el brazo político de una ETA entonces a las puertas de volver a matar. 

Como me suele ocurrir, no serán pocos quienes digan que mi único afán es "justificar el sanchismo" (sea eso lo que sea), o excusar las negociaciones que mantendrá el PSOE con los grupos independentistas catalanes tras la más que previsible investidura fallida de Feijóo. Entiendo que se crea que esa es mi motivación: hace tiempo que asumí que haber trabajado en un Gobierno implica que hay una traza de sospecha de contaminación analítica que no desaparecerá sino con ese mismo Gobierno. Por eso no me prodigo en demasía en opiniones políticas.

Pero creo que son muchas las columnas y análisis de estas semanas que se hacen trampas a un solitario inane al hablar de "escenarios inéditos" o de traspasos de líneas rojas morales en las conversaciones con grupos nacionalistas. No fueron ni Zapatero ni Sánchez quienes hablaron de ETA como Movimiento de Liberación Nacional Vasco. Ni siquiera lo achaco principalmente a la mala intención o la hipocresía (que, haberla, hayla también), sino que en muchos casos opera un sincero "yo eso no lo recuerdo". La ignorancia.

Y, cómo no, me he encontrado una respuesta típica de críticos de los pactos del Gobierno al recordar aquellos otros acuerdos: "Pues si fue así, también me parece mal". Como ha ocurrido con la vieja y dudosa práctica de ceder diputados para constituir grupos parlamentarios, que sólo ahora parece públicamente inaceptable.

Casi tres décadas después, cuando la opinión, o su incomparecencia, ha prescrito y ya no tiene coste, uno confiesa lo que haga falta para seguir teniendo razón.