Una semana llevan bailando sobre la lona, bamboleados por la brisilla calentorra de julio. La composición de uno de ellos se me olvida en cuanto dejo de mirarlo, la estampita de un santo, esfumado de la memoria; la de otro alerta de que el retocador del retrato está secuestrado en un filtro de Instagram de 2011; el penúltimo, protagonizado por ella, me pone la piel de gallina.

Junto a su cara, un "es por ti". La bully le quita el dónut a la niña gorda del recreo y se lo come frente a ella. Es para que no ganes peso, lo hago para que después no llores. El novio fuerza a su novia a que se abroche el siguiente botón de la camisa. Es para que no te baboseen los viejos por la calle, corazón. No puedes ver el bien que te busco y que yo sí entiendo. Ay, vida mía. Si yo es por ti.

El matiz de un texto suele extraerse del puré de intuición y prejuicio. No me gusta ese tonito. Tampoco me entusiasma el del último cartel. Pedro Sánchez, rodeado de fans, sonríe en lo que parece el alzamiento de un brazo selfítico, ligeramente engarfiado hacia el cielo. Lleva puesta la sonrisa de quien se mira a sí mismo en la pantalla. Y, de nuevo, una camisa vaquera.

Con la camisa vaquera hay que tener siempre cuidadito, pues se trata, en su efecto y función, de la versión estival del jersey de cuello vuelto masculino. Con un par de requisitos cumplidos, puede favorecer a quien sea. Pero si la pieza de punto exige para revestir de interés a su portador la nacionalidad francesa, cierta maestría sobre los esquíes o una altura mínima de un metro ochenta, la camisa vaquera no puede ser cualquiera.

Para que la camisa vaquera pueda activar su escudo guayificador se deberá procurar que el efecto de la caída sea ancho, holgado, relajado; el tono, azul medio, también celeste. Los botones deberían huir siempre de su modalidad redondeada, de clip y falso carey blanco. Con un bolsillo sobre el corazón es suficiente. Los bordados en la pechera, mejor sólo si quien la lleva se llama Orville Peck o cada mañana se calza botas con microtacón para dar una vuelta con su perra Cindy por el rancho.

Si la camisa vaquera se ajusta a la piel, se convierte en algo que luciría con naturalidad Roman Roy, relamida sobre las caderas, con una bolsa de aire bailongo en la espalda, el origen de una nueva morfología humana. Si además de estrecharse en territorios inconvenientes la tela se oscurece demasiado, si el azul estira sus pigmentos hacia el añil, acabará su portador convertido en Albert Rivera, remangado como quien despelleja un calçot, descolocado en su propio cuerpo.

Quien asume la idea de la camisa vaquera como omnipotente da pasitos a la abdicación de su autoconsciencia. Para completar el conjunto, la camisa vaquera requiere el desorden calculado de las modelos francesas y las it-girl británicas. El poder casual de la camisa vaquera no está en su origen, sino en su corte y material.

Por eso una camisa vaquera no puede sustituirse por una camisa de liocel con estampado vaquero, casi sedosa, con tonalidades anaranjadas en el fondo. Si cae en la tentación de afinarse y de renunciar a su naturaleza de algodón grueso, la camisa vaquera se descubre como una camisa-disfraz.

Ahora, delgada como el papel, aspira a ser jovencita y enrollada, quiere colar su origen por el tamiz de lo urbano, del business distendido. Quiere tener una pata en la ciudad y otra en el campo. Se filtra a través de las marcas de lujo y de las de masas en busca de la apariencia, del aspecto de campechanía y desenfado, tan despreocupado y sencillo como tú y como yo. La camisa vaquera ligera, como las furgonetas camperizadas que recorren la costa europea, con su sensación de aventura controlada, es un objeto-performance, la sublimación de la naturalidad impostada, una falsificación extraordinaria, un elogio del artificio para llevar. Surimi sartorial.