¿El directo más potente del mundo o solo el grupo con mejor márquetin? ¿Es Coldplay la banda más grande en la actualidad o, simplemente, el resultado de una estrategia comercial brillante? Chris Martin y sus tres compañeros llenan estadios como nadie más lo hace hoy en día. Pero tampoco hay ninguna otra formación musical que genere semejante animadversión. ¿Son tan buenos como dicen sus números o tan malos como advierten sus numerosos detractores? Son las 21:35 del miércoles y he volado hasta la capital danesa; sentado en la fila 12, número 56, sector A 5, del Estadio Parken de Copenhague espero para, precisamente, averiguarlo.

Coldplay, en una imagen promocional de la banda.

Coldplay, en una imagen promocional de la banda.

A los asistentes nos han convocado a las 19:00, pero hay dos grupos de teloneros. Antes de aparezca cada uno de ellos, en las pantallas gigantes del estadio se mezclan continuos mensajes humanitarios y ecologistas con machaconas propuestas sobre el merchandising del grupo. Nunca había visto a uno con tanto interés por vender artículos con su nombre. Los gorros, las camisetas, las sudaderas de la gira Music of the Spheres aparecen una y otra vez, mezcladas con alusiones a la reforestación en el valle sagrado de Cuzco, la restauración de los fondos marinos en lagos escoceses o la limpieza de la basura en el Pacífico.

Resulta muy sencillo relacionarse bien con estos mensajes, pero no está claro qué le parece más importante a Coldplay, si vender su marca o dejar claro que la compra de los tickets para el concierto contribuyen al bienestar ecológico del planeta. Resulta un tanto confuso que el QR de la tienda de merch de la banda siga a una imagen de recogida de basura en el río Klang de Malasia. Como si se pretendiera vincular las buenas acciones ecológicas con el buen nombre de Coldplay. Demasiado evidente, tal vez, para que responda a una estrategia tan simple. O tal vez no.

Cuando los mensajes aparecen en bucle y se convierten en casinos, se refuerza la impresión de que a Coldplay le importa mucho ambas cosas. De hecho, el grupo de Martin aspira a mezclarlas y a que te sientas bien, conectado a su música y a su espectáculo, y a cada uno de los asistentes. Las pulseras que nos dejan en la entrada y que funcionan a la perfección dirigidas por el equipo tecnológico del grupo, generando imágenes estéticamente rompedoras durante el show, contribuyen a ello. Piden que las devuelvas al terminar y hasta muestran un ránking de devolución por ciudad. Barcelona va tercera, con un 86% de devolución, solo por detrás de Zúrich y Buenos Aires. ¿Qué tal lo hará Copenhague?, preguntan las pantallas gigantes.

La energía renovable de la que se alimenta el show, generada en parte por los voluntarios que saltan sobre el suelo cinético o pedalean en las bicis, nos hace más parte del espectáculo, y conecta aún más con la banda. Estamos aquí todos por lo mismo, la misma idea, los mismos acordes, la misma melodía.

Hubo un tiempo en el que el grupo más exitoso del mundo dijo que no haría giras hasta que pudieran hacerse de forma sostenible. Pero eso fue hace cuatro años. Ahora, Coldplay ha vuelto al mundo consumista, ese que habitamos todos, aunque con numerosos matices ecológicos, y vuelve a hacer el directo más eficaz, en todos los sentidos, del mercado. Por eso, probablemente, es el grupo que más vende en el planeta (en breve, cuatro conciertos en Gotemburgo y otros cuatro en Ámsterdam); y en otoño seis, ¡seis!, noches en Singapur…). Un éxito incuestionable e inalcanzable para cualquier otra banda.

Con Higher power aparecen los cuatro músicos en el escenario y comienza la fiesta. Porque es eso, una fiesta, mucho más que un concierto. Vuelan decenas de balones gigantes entre el público, cae el confeti, se pasea Martin por la pasarela central cantando Paradise. El espectáculo de luz impresiona, el sonido resulta impecable. La gente está entregada.

Tras la primera frase de The Scientist, Chris se confunde al piano y para la canción (¡perdón, perdón, estaba distraído, vamos a empezar de nuevo!). Su error, infrecuente para un tipo de su experiencia, no hace sino generar más empatía. Probablemente lo sabe, o lo nota, pero en cualquier caso pide que "olvidemos lo que ha pasado, como si no hubiera sucedido y, por favor, ¡no pongáis esto en YouTube…!"

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Tiene al público bajo control. Sus canciones no son las de los Beatles, y su voz no es la de Freddie Mercury. Sí, la música puede parecer cuestionable, pero Chris Martin sabe cómo dirigir una fiesta de 50.000 personas. De hecho, esto parece mucho más una fiesta multitudinaria que un concierto. La gente, con sus pulseras y su energía, forma parte integral del show. Martin es todo un experto en conectar con los demás. Está lejos, sí, de ser Mercury. No tiene su presencia, ni su voz, ni su divertida y casi justificada arrogancia. Probablemente, tampoco lo busca.

Freddie quiso ser una leyenda, y lo consiguió. Martin seguramente carece de esa ambición, tal vez reservada a unos pocos genios que solo aparecen de vez en cuando. Pero sí conoce sus puntos fuertes (esa energía, esa conexión, esa dulzura, esos ojos), y los explota al máximo, dejando un espacio mínimo donde colocar aquello que no hace tan bien. Sí, sin duda conoce sus cualidades, y las muestra en todo esplendor. La mayor de ellas, la empatía.

De entre el público, llama a una niña de Indonesia, de unos 13 años, que porta un cartel ("hoy es el cumpleaños de mi padre, y él ya no está"); Martin la sube al escenario, la abraza, y pide a la mesa de sonido una afinación de Do sostenido en su piano y empieza a tocar, para el padre de la chica y para su propio abuelo, como explica, una emotiva versión de Daddy.

Quizá este tipo de concesiones, que los acercan tanto al público constituyan, al mismo tiempo, uno de los argumentos de otros muchos, músicos y público, para rechazarlos. Coldplay ha evolucionado su estilo de los inicios hacia uno más comercial y algunos fans no lo perdonan. Su exposición mediática es también tremenda, y al parecer difícil de aceptar por algunos de sus primeros seguidores, los de mediados de los años 90.

El espectáculo visual que impone en sus conciertos es tremendo y genera una emoción contundente. Yellow aparece como una maravilla amarilla que aturde a cualquiera. En las pantallas aparece un conmovido Martin, bandera ucraniana en la muñeca, haciendo lo que prometió al principio: entregarlo todo para que esta noche lluviosa de 15 grados centígrados, se convierta en una noche inolvidable en Copenhague. Y, sin duda, lo consigue.