Lo que lunarea esos huevos rotos con jamón no es trufa. Lo que ha nevado en ese plato de pasta a la carbonara, tampoco. Ahí solo hay morro. Y no es de cerdo.

Si parece trufa y huele a trufa, probablemente no sea trufa. En algunos restaurantes, un hongo gigantesco, del tamaño de la cabeza de un bebé recién nacido, se raspa frente a un móvil en ristre mientras un aromilla agrio e intenso serpentea por las narices de los comensales. Cinco euros extra por el arañazo. Contenido generado, clientes contentados. Aroma de timo.

Si la trufa fuera una buena trufa y no un honguito decorativo, verdaderamente insípido, sólo aparecería en la carta durante algunos meses del año, entre diciembre y marzo. El camarero pesaría la pieza frente a sus clientes, la rallaría sobre los platos, la volvería a pesar y cobraría solo la diferencia marcada por los gramos.

Las patatas fritas con trufa más caras del mundo, del restaurante Serendipity 3 de Nueva York.

Las patatas fritas con trufa más caras del mundo, del restaurante Serendipity 3 de Nueva York. Reuters

Pero si huele a trufa, tiene aspecto de trufa, está siempre disponible y su precio en el papel aparece cerrado, lo que está a punto de ensartar el tenedor ha sido aliñado en un mejunje de 2,4-ditiapentano, un aliño artificial de aceites y compuestos organosulfurados. Trufake.

En restaurantes así, las luces se tuestan, amarillo casi naranja, y las plantas se elevan entre las mesas como biombos, cuelgan del techo y se enroscan en columnas de ladrillo descubierto. No importa que el sol no les active cada día la fotosíntesis. No lo necesitan. Son artificiales. Como la trufa.

En restaurantes así, la carta arranca con croquetas semilíquidas de carabinero o jamón, continúa con un steak tartar a nuestra manera y un brioche de pastrami y mostaza, cierra, deslumbrante, con una torrija caramelizada, con una deconstrucción cremosa de queso y galleta, con una tarta de la abuela. La de quienquiera.

Nacieron los restaurantes así en el centro de Madrid, diseñados por grupos de jóvenes "emprendedores" que los plantaron en avenidas y plazas cuajadas de oficinas, comodísimos para una reunión informal, perfectos para una cena de chicas, ideales para una primera cita, y han contagiado cada comunidad autónoma.

Con sus nombres granujitas o de mujer, como si el fundador no se pudiera sacar a su ex de la cabeza y hubiera montado un restaurante con sus platos favoritos por si un día ella, por casualidad, acaba allí y la reenamora a través de la comida, como en una comedia de Jennifer Lopez, fotocopian las cartas y las reparten, idénticas, por toda la península ibérica. Los restaurantes así han uniformado las cocinas.

Algunos medios de comunicación anunciaron que Íñigo Onieva, novio de Tamara Falcó, planeaba encargarse de las relaciones públicas del Café Gijón, ya que, contaban, un grupo de restauración lo acababa de rescatar de la quiebra. La misión de Onieva, por tanto, sería guayizarlo. Lo lanzaría a la moda, que ya es la norma, y lo haría cool.

El café se apresuró a desmentirlo. Ningún grupo de empresarios iba a rescatarlo del foso económico.

Para quien elige sus restaurantes sin comprobar primero el grado de instagramabilidad del papel pintado del cuarto de baño, aquello fue la requetevictoria, que es una victoria al cuadrado, un triunfo divino, pues se logra sin haber tenido siquiera que meterse en combate. En el centro de Madrid, donde se diseña el futuro aspecto de las ciudades medianas de España, algo resiste. La comida se seguirá sirviendo, por ahora, en vajilla de loza sobre mantel blanco.

La noticia saltó de la radio a internet, donde culebreó por los titulares. Prendió las redacciones de aquí y de allá libre y rápida. Si los objetivos establecen que cada redactor debe escribir entre tres y cinco noticias diarias, un atasco de hormigas junto al contenedor de desechos orgánicos se vuelve noticiable. Si aparece en otro medio, debe de ser cierto, a ver quién se pone ahora a comprobar esto, que todavía quedan hoy tres textos más que producir. Las páginas vistas, materia prima para el comercial que debe seducir al anunciante, no se generan solas.

Los mendrugos protestan cuando tras un link se levanta un muro de pago. La información, algunos creen, debería ser de gorra. Pero el ocio gratis ofrece siempre una propuesta limitada: paseítos al sol o consumo de anuncios, desde la TDT a los atracos de Instagram.

Con la tapia de un medio de comunicación (minúscula, menos de diez euros al mes) se confía en proporcionar al periodista tiempo, en absolverlo de los apartados más penosos de las apps de métricas. Si se busca proteger la calidad, un muro es necesario para redactores y lectores. Y, viendo el percal, para todo restaurante que no sucumbe a las trufas fuera de temporada.