Lamentaba este lunes el presidente del Gobierno en su entrevista con Carlos Alsina que todo cuanto la derecha (no ha precisado si se refería a la extrema derecha o la derecha extrema) puede ofrecer como programa alternativo es la derogación del sanchismo.

Ha matizado el señor Sánchez esta observación con un preámbulo: él no considera que el sanchismo exista ni como régimen ni como doctrina. Ni siquiera como escuela o movimiento, a la manera del humanismo o el estoicismo. El sanchismo es un constructo social ingeniado por la "derecha mediática".

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su entrevista con Carlos Alsina en 'Más de Uno' de Onda Cero, este lunes por la mañana.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su entrevista con Carlos Alsina en 'Más de Uno' de Onda Cero, este lunes por la mañana. Onda Cero

Si entendemos el sanchismo, en cambio, como el legado de su hoja de servicios al frente de la presidencia del Gobierno, entonces sí que hablaríamos de un catálogo de avances que los españoles harían muy mal en frenar el 23-J.

Porque si, como sostiene el presidente, "la sociedad española está mayoritariamente a favor del avance y no del retroceso", lo único que puede explicar que los votantes le den la espalda en las urnas es la intoxicación de la opinión pública por parte de sus enemigos. A Sánchez, como decía Isaiah Berlin a propósito de los proyectos políticos totalitarios, le resulta inconcebible la existencia de disidentes: sólo puede haber gente equivocada. Por eso le pide a Alsina "interpretar bien, correctamente, el momento que vive Europa".

Y la interpretación "correcta" de nuestra era no puede ser otra que la progresista, por descontado. Hay que saber leer adecuadamente el "signo de los tiempos", alinearse con el ciego desarrollo historicista del progreso inexorable que tracciona Europa.

Como un Carlomagno moderno, como un Napoleón a caballo, Sánchez se presenta como la destilación del espíritu europeo. De ahí que resulte contradictoria su crítica a los agoreros del electoralismo existencialista que, con un discurso caudillista, se arrogan la identidad con la nación misma.

"Aquí no estamos hablando de Sánchez o España, como tampoco estamos planteando unas elecciones que sean o Feijóo o el planeta Tierra, o Feijóo o la felicidad", alega el presidente. Más allá de que Feijóo o la felicidad podía haber sido un estupendo título para una novela de Almudena Grandes, de sus palabras se desprende que Sánchez va más allá de la identificación de Feijóo con España: el sanchismo está en armonía con "el signo de los tiempos". O Feijóo (y Abascal), o Europa.

Porque lo que se colige de la tesis según la cual un gobierno que "paraliza el carril bici va contra del signo de los tiempos" (expresión esta, no por casualidad, de ascendencia bíblica) es la naturaleza misma de la cosmología progresista como una fuerza inapelable que no admite cuestionamiento. No se debe aspirar a la derogación del sanchismo porque el sanchismo es sencillamente inderogable. No es posible navegar a contracorriente.

El progresismo entiende sus conquistas no como victorias transitorias y coyunturales, sino como avances que instalan "consensos sociales" ya irreversibles. El progresismo se acoge a una lectura teleológica del transcurrir histórico como progresiva superación de arcaísmos. De ahí que para el presidente no hay otra posibilidad distinta a que "España camine de la mano de las grandes naciones europeas en los grandes consensos de la transición ecológica y de la transformación digital".

Pero, como ha recordado Jorge Freire, el consenso es "una palabra mágica con que abolir la disidencia". Porque "la eliminación del conflicto no es sino la pacificación del territorio, esto es, el orden que impone el vencedor".

Y hete aquí que el vencedor de las últimas décadas (el progresismo globalista) está encontrando contestación por parte de ese mundo que se resiste a ser enterrado bajo capas de inclusividad y sostenibilidad. Un fenómeno que resulta inaprehensible para una mentalidad como la de Sánchez, según la cual esa "peor España" está sencillamente en un error.

La cháchara políticamente correcta del lenguaje empleado por el presidente, en conformidad con la terminología de la agenda de la Unión Europea y las Naciones Unidas (movilidad sostenible, resiliencia, emergencia climática, transición ecológica), es algo más que quincalla biempensante o un muestrario de alamares retóricos.

Bajo este aparente flatus vocis se encuentra, como ha señalado Higinio Marín, una auténtica "pedagogía del corazón" que, mediante la redacción de una nueva lírica estatal y universal, encomienda a las élites globales una "pedagogía tutelar" que no es otra cosa que una nueva evangelización laica.

El biempensantismo cosmopolita del que Sánchez es convencido apóstol tiene apariencia de un decálogo irrenunciable para todo hombre de buena fe. Pero no se puede perder de vista que el progresismo, como la soteriología intramundana que es, se marca el horizonte utópico de colmar todas las expectativas del alma humana. Un mesianismo secularizado que se cree capaz de enjugar las lágrimas del mundo de una vez y para siempre.

Le comentaba el presidente a Alsina que aprendió de Joe Biden la máxima "no me juzguen ante Dios, júzguenme ante mi oponente". Hágale caso entonces el señor presidente, antes de alinearse con "el signo de los tiempos", a alguien que cultivó bastante más la familiaridad con Dios como Joseph Ratzinger. El Papa alertó contra la mitificación del cambio abstracto como "una pasión religiosa desprovista de su propia naturaleza". Y explicó cómo cuando se pierde la fe "la verdad se sustituye por el consenso".

"Ninguna escatología histórica interna libera, sino engaña y por lo tanto esclaviza". Amén.