La calle hoy, en el Día de la Mujer, es el lugar para confrontar dos feminismos muy diferentes y descartar de una vez por todas al que más grita pero menos razón tiene.

A la izquierda le perdí la pista cuando dejó de hablar de los derechos de las minorías y empezó a hablar de la liberación de los deseos. ¿Cómo no simpatizar con la igualdad de oportunidades, el cuidado de los débiles, los derechos de las mujeres o la integración de los excluidos? Nada de esto es exclusivo de la izquierda, pero durante un tiempo tuvo el mérito de conservar la memoria de lo social cuando gran parte de la derecha se dejó encandilar por los cantos de sirena del mal llamado “neoliberalismo”.

Pero ¿qué vemos hoy?

Vemos una dialéctica marxista desprovista de justa causa. La lucha de clases del siglo XIX dio paso a la lucha de sexos de la revolución sexual, y la lucha de sexos ha dejado paso a la lucha entre feminismos. Es una dialéctica ácida que evoluciona aniquilando a su par dialéctico. El feminismo de las de Podemos necesita ir contra el feminismo clásico. No hay diálogo posible, es pura confrontación.

Ha quedado atrás la política social y se impone la política sexual. Creíamos que nos habíamos liberado y nos hemos atado a la pata de la cama. Es la vuelta de la política más primitiva, la más cavernaria, la que va de cintura para abajo.

Las pulsiones sexuales siempre han explicado muchas cosas de la política. Que se lo digan a Aquiles o a Helena de Troya. Freud solo pudo explicar las tensiones de la sociedad burguesa desde el subconsciente y el sexo reprimido. No hay nada nuevo. Ya lo decía Platón: la diferencia entre la buena persona y la mala es que la mala hace de día lo que la buena sueña de noche. Y Platón no era un cínico. Sabía que todos tenemos pulsiones y a Freud le dolió no ser el primero en desvelarlo. Todos tenemos nuestros impulsos, nuestras inclinaciones y nuestros desvíos. Es la condición humana. La diferencia entre unos y otros es que, mientras unos lo asumen como condición humana, otros lo utilizan para tiranizarnos con su moralismo.

Irene Montero nos anuncia que ha llegado la hora de hablar del placer de las mujeres, de tener relaciones con la regla y de sus prácticas sexuales, mientras que Pam las regaña por preferir una penetración a masturbarse. Si yo fuese mujer estaría harta de estas señoritas Rottenmeier. A mí nadie me ha dado tanto la lata con estas cosas y no me gusta nada que lo hagan.

Nos hablan del placer como si hubiesen hecho un viaje a Arcadia y estuviesen de vuelta. Predican con la autoridad moral de los sacerdotes romanos. Parece que saben leer en la sangre de una virgen vestal el signo de los nuevos tiempos, pero en verdad no han conseguido ninguna liberación sexual. Lo único que han conseguido liberar ha sido a un buen número de violadores.

Su supremacismo moral les da el derecho de silenciar todas las demás voces. No se dan cuenta de que lo que hacen desde su torre de marfil es provocar el efecto contrario. No solo están callando las voces de los justos, sino que están justificando la aparición de un nuevo machismo entre muchos jóvenes cansados de tanta ideología.

El drama es que el debate sobre la mujer está secuestrado por un feminismo misógino que ha cortado las alas al feminismo constructivo. Es necesario liberar lo femenino de este secuestro sexual.