Que sospechemos que el mundo se está convirtiendo en un lugar especialmente peligroso, incluso en lugares que aparentan no serlo, en realidad no causa sorpresa alguna. Nos parece verlo cada día en los informativos que consumimos.

En las últimas horas han muerto seis personas en Chicago. Hace un par de días, otros tres en Dinamarca. Las dos son enormes tragedias, por supuesto. Pero, para la mayoría de nosotros, estas pérdidas humanas constituyen sobre todo una parte de las noticias de la semana, algo que sucede en otros sitios y que, por mucha empatía que sintamos, les ocurre a otros.

Una niña deja flores en el lugar del tiroteo en Copenhague, Dinamarca.

Una niña deja flores en el lugar del tiroteo en Copenhague, Dinamarca. Reuters

Pero no siempre es así. Comprobar tú mismo que el mundo es un lugar difícil ya es otra historia. Una que no siempre tiene final feliz.

Sloane Square es una de las plazas emblemáticas del Londres más pudiente. Belgravia, Chelsea, la zona en la que apenas se ven vagabundos. La parte de la ciudad en la que los vehículos monstruosamente caros son más la norma que la excepción. Tiffany, Boss, Ralph Lauren, los escaparates de las grandes marcas rodean la plaza.

Guardando las distancias, porque Madrid no es Londres ni lo será nunca, el equivalente sería la plaza más pija del barrio de Salamanca. O el Passeig de Gràcia barcelonés. O el Pla de Remei valenciano.

Colbert, coronando esa plaza, es el restaurante más estiloso del barrio. Inspirado en las brasseries parisinas, es el lugar donde almuerza todo el mundo que se considera alguien, en esa distorsión de la realidad instagramer que tanto ahoga a los individuos atormentados sin saberlo por sus móviles.

Allí van a dejarse ver, quizá incluso más que a espiar a los demás. A veces, los futbolistas del Chelsea (que en realidad juegan en Fulham) o los del Arsenal prueban la exquisita comida que se sirve en este lugar que adquirió el nombre de la mítica actriz Claudette Colbert, ganadora de un Oscar por Sucedió una noche en 1934.

También acuden actores del West End y, por supuesto, los numerosos magnates que residen muy cerca.

Ayer al mediodía pasé por allí y, cuando estaba dejando atrás la última mesa de la terraza, de repente se originó a mis espaldas un ruido enorme. Parecía un único grito de muchas tonalidades diferentes. Me volví y vi cómo las mesas y las sillas de la terraza volaban, y cómo la gente huía despavorida. No sabía bien de qué, o de quién.

Entonces los vi.

Eran dos hombres vestidos íntegramente de negro que blandían sendos puñales largos, o más bien espadas cortas, y cuyo metal resplandecía al sol improbable de la capital inglesa. Les vi amenazando con toda violencia a la gente que tardaba algún segundo de más en abandonar su mesa en la terraza. Unos instantes después, tras recaudar lo que había sobre las mesas (algunas carteras y algunos móviles), huyeron en las motos también negras en las que habían venido.

Alguien salió de la zona interior del restaurante justo a tiempo para grabar su huida, y mostrar el vídeo a la policía, que llegó unos minutos después. Demasiados minutos después, en realidad, y en escasísimo número.

Un par de días antes había leído sobre el absolutamente insuficiente número de efectivos policiales que se ocupan de la seguridad de los londinenses, y de cómo las bandas que se dedican a efectuar robos con violencia, aterrorizando a la gente de paso, se están aprovechando de ello.

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En ese instante (dos o tres segundos) de cierto embotamiento mental, mientras refulgía el metal, me pregunté si debía enfrentarme a ellos. Quizá para mi fortuna no me dio tiempo a responderme. Aquello ocurrió demasiado rápido para elaborar, incluso mentalmente, una respuesta.

Supongo que de todas las cosas que podían pasar en ese instante, no tenía en la cabeza la opción de que dos hombres vestidos de negro, con mascarillas negras contra la Covid y gafas de sol, conduciendo sendas Vespas negras, aterrorizaran a los clientes de la terraza de un restaurante en una de las zonas más chic de Londres.

Pero eso fue lo que sucedió. Las personas más afectadas, sobre todo algunas mujeres jóvenes, sollozaban tapándose la cara, sobrecogidas por lo que habían vivido. Algunos hombres manifestaban su rabia.

Me sorprendió que, una media hora después, todo volvía a ser igual que antes del ataque. Con la policía desaparecida ya (nunca pareció que le diera importancia a lo sucedido, tal vez por haberlo visto otras muchas veces) las mismas mesas volvían a ocuparse, a la espera, supongo, de una tarde pacífica.

Reconozco que a consecuencia de esta historia mayúscula me temblaron las piernas, literalmente, y que no estuve ágil mentalmente. Creo que voy a necesitar algunas escenas similares para integrarlas en el catálogo de cosas que pueden suceder, porque hasta ahora no era así.

Aunque, en realidad, me gustaría pensar que no voy a volver a vivirlas.

Sin embargo, quién sabe, por supuesto. El mundo es, sí, un lugar peligroso. Incluso donde parece no serlo.