No puedo olvidar aquel domingo de resaca perra en el que vi por primera vez Jamón, jamón, de Bigas Luna, y me estremecí como cuando te pones la falda nueva en el verano y el hombre que te gusta te recoge en moto y te toca la parte de atrás de las rodillas. Hay algunas caras y algunos cuerpos donde la vida se reinicia, donde el deseo sabe cercano y perfecto (como a comida casera, como a jamón y a tortilla de patatas y a ajo), donde la seducción es chulería y el sexo se celebra en gasolineras y bajo carteles de miuras de Osborne y en máquinas tragaperras y en descampados donde chuparse los dedos.

Penélope Cruz y Javier Bardem, en los Emmy de 2018.

Penélope Cruz y Javier Bardem, en los Emmy de 2018.

Nadie tan bello nunca, nadie tan ibérico, como Javier Bardem declarándose a bocajarro a través del cristal de una casa pobre de Monegrillo. “¡Me gustas mucho!”. “¿Qué?”. “¡Que me gustas mucho!”. Y tanto que le gustaba. Nadie tan bella nunca, nadie tan ibérica, como Penélope Cruz con su vestido rojo y su gesto desafiante cargando el cesto con la compra por los caminos empedrados de un pueblo sin esperanzas. Simbólicos. Castizos. Talentosísimos. Luminosos, fuertes, bravos, narrativos, callejeros, pasionales, transparentes. España pende de la boca de Penélope. España resiste en los brazos de Javier. 

Cruz y Bardem han hecho más patria con sus películas que Vox con todo su discurso arribista y rancio, así les escame (¿pueden comparar sus aportaciones?). Si la patria es sentimental y es lingüística, si la patria son rostros y olores y canciones y películas que nos cuentan, que resumen nuestro espíritu y nuestra impronta, si la patria es el retrato íntimo de lo que somos, la patria nuestra se hincha y viaja gracias a los nombres de los dos nominados a los Oscar. España es muchas cosas, y, entre ellas es también la memoria de esa eutanasia inaugurada a trabajos forzados por Ramón Sampedro (ahí Bardem en Mar adentro), o el matriarcado rural y poderosísimo de Volver, de Pedro Almodóvar, donde Penélope nos dejó claro que “nosotras solitas nos apañamos”.

España es (muchísimo) El buen patrón de Fernando León de Aranoa: el pillaje de los de arriba y de los de abajo, el falso campechanismo, el tráfico de influencias, la pequeña rebeldía del avasallado, la infidelidad sostenida, el chafardeo. España es el paro de Los lunes al sol y el folclore de Penélope cantando Los piconeros en La niña de tus ojos: esa ingenuidad provinciana y caliente frente a la crudeza de la Alemania nazi. España es también todas las veces que los dos actores han aireado España fuera de España, allá donde nos quieren más a partir de sus papeles, de sus frases, de sus caras. Allá donde el cine nos hace (de verdad) grandes y libres, humanos y universales. La patria tiene puertas, menos mal, y dan al mundo hermoso y ancho, dispar e inteligente.

A mí me resulta admirable que Javier Bardem se haya mojado por sus ideales cuando sólo podían perjudicarle: a mí me alegra que haya hecho cosas como llegar directito de Hollywood y aterrizar en la parroquia roja de San Carlos Borromeo para apoyar a Willy Toledo en un acto por la libertad de expresión cuando el colega se jugaba la cárcel: ¿habrá algo más español que volver a Vallecas a abrazar a tus amigos cuando les vienen mal dadas mientras tú andas en despegue; habrá algo que apele más a las raíces, a la humildad, a la política comprometida, a la memoria? Me parece de muy poco divo: me parece honorable. También me gusta que sea capaz de disculparse públicamente por cometer el error de insultar a José Luis Martínez-Almeida: reconozcamos que lo de pedir perdón sí que es muy poco español. Lástima.

A mí me seduce que Penélope Cruz le cambie el final del cuento de la Cenicienta cuando se lo narra a sus hijos: “Cuando el príncipe le dice: '¿Quieres casarte?', ella responde: 'No, gracias, porque no quiero ser una princesa. Quiero ser astronauta o chef”, ha contado en alguna ocasión. “Que le jodan a Cenicienta, a la Bella Durmiente y a todas las demás. Hay mucho machismo en esas historias y eso puede tener un efecto en la forma en que los niños ven el mundo. Si no tienes cuidado, empiezan a pensar: 'Ah, entonces los hombres deciden todo”. Y tiene razón. Me caen simpáticos estos chicos, inescapablemente. Dormiría en medio de los dos mientras el facherío ruge allá afuera. 

Cuando Penélope y Javier son icónicos, son arte y son historia. Cuando Vox es icónico, es sólo meme. Ahí reside la abismal, la sonrojante diferencia. Me da vergüenza que haya una derecha en este país que no celebre los logros de estos dos artistas bestiales. Me da vergüenza su ceguera, su nacionalismo añejo y torpe y cubierto de polvo: me limita su España triste y estrecha como el cuarto de la escoba. Me da vergüenza su envidia verde y las mentiras viles que usan para redondear su discurso contra la que llaman “izquierda caviar”, como la falsedad de que Penélope Cruz cerró la planta entera de un hospital para dar a luz. No está hecho el caviar, en verdad, para la boca del asno.