José Antonio Maravall, en su monumental obra El concepto de España en la Edad Media, discute si se puede hablar de nación, descartando que se le pueda aplicar a esa realidad social medieval, sin anacronismo, el sentido contemporáneo de nación política:

No hay absurdo mayor que hablar de nacionalidades, no ya solamente en los siglos de la Edad Media, sino en los primeros siglos de la Edad Moderna. Por mínimo rigor terminológico que se exija, no es admisible referirse políticamente a la nación (nunca a la nacionalidad, que es un término preciso de muy específico valor jurídico) hasta la Revolución francesa, y por consiguiente, no hay por qué hacer aspavientos de que en uno o en otro lugar concreto no se dé una idea nacional que no existe sobre el planeta en todos los siglos medievales.

Pero que no se forme aquí, en el Medievo español, una nación política, precisa Maravall enseguida, no quiere decir que no exista una comunidad o grupo humano cohesionado y caracterizado bajo ciertos aspectos (sociales, jurídicos, urbanísticos, lingüísticos) que, por lo menos oblicuamente, aparecen unidos o relacionados de algún modo con el poder político.

De esa manera, continúa Maravall, “España no sólo es un espacio geográfico, sino el ámbito de un grupo humano que, si no se formula en la esfera de una organización política, por las peculiares circunstancias en que esta se da durante la Edad Media, no deja de tener un contenido cultural humano, que precisamente en España es especialmente rico”.

Una comunidad, y un sentimiento de comunidad de los españoles, dice Maravall, que involucra a ese ámbito hispánico, incluyendo tanto el área de difusión castellana como la aragonesa (ofreciendo numerosas pruebas del algodón textuales obtenidas de los cronistas castellanos y aragoneses) y que sirve de trasfondo homogéneo de una compleja y permanente, con persistencia histórica, red de relaciones de toda clase.

Tanto que, en la esfera jurídica, se podrá hablar (a lo que dedica Maravall el final de su libro) de una consuetude hispaniae, una costumbre hispana (así aparece nombrada en numerosos textos medievales) que habla de una unidad cohesionada bajo una norma común a todas las tierras hispanas. Algo que servirá de canon normativo al que regresar para la constitución de un derecho español cuya historia (García Gallo, Pérez Prendes) comienza en época bajomedieval.

Pues bien, uno de los rasgos característicos de esa costumbre española es la que se refiere al reconocimiento, en la sucesión real, de la herencia femenina, que era común a todos los reinos y principados peninsulares, “frente a otros sistemas de ultrapuertos”, dice Maravall. Lo que explica que aquí en España, frente a lo que acontecía en otras partes, no se aplicara la ley sálica (introducida en el siglo XVIII con los Borbones) y que a pesar de lo poco castiza que era dicha ley, ajena a esa costumbre de España, fueran los tradicionalistas carlistas quienes defendieran su continuidad (tras la publicación de la Pragmática Sanción por Fernando VII, que anulaba la ley sálica en favor de su hija Isabel), llevando a España a tres guerras civiles en el siglo XIX.

Algunos han vinculado el hecho de la conservación del apellido materno entre los españoles a este hecho, siendo un elemento más de esa consuetude hispaniae (al margen de las ventajas administrativas para la realización de un censo que ello pudo tener más adelante, a partir del siglo XVIII).

Así, es célebre la tesis de Johann J. Bachofen, ese pionero decimonónico de la antropología hermenéutica, acerca de la ginecocracia de los cántabros (en su obra Mitología arcaica y derecho materno). En ella, Bachofen habla de unos mecanismos genealógicos y de parentesco matrilineales (que se extendían por los pueblos ibéricos) para el mantenimiento de la residencia familiar (el hogar) y del apellido a ella vinculado.

Un mecanismo arcaico, del que se hizo eco Estrabón (tras las guerras cántabras de Augusto) y que se conserva durante la antigüedad para terminar filtrándose, quizás, en época medieval en el derecho español. Y es que, dice Bachofen, “es en los terrenos montañosos del norte defendidos por la naturaleza en donde se custodió con más celo aquel resto de sus antiguas costumbres que más se resiste al influjo del tiempo y las invasiones de los pueblos, esto es, la organización del hogar”.

Muchos han visto en la canción de Rigoberta Bandini una especie de himno del matriarcado (y parece que esa es la intención de la artista). Pero también pudiera ser que haya engranado con este tipo de tradición de la ginecocracia ibérica, filtrada en la consuetudine hispaniae y que, ahora, termine resonando en el Festival de Eurovisión, “frente a otros sistemas de ultrapuertos”.

En fin, ¡ay mamá!