En los tiempos prepandémicos, aquellos años en los que los científicos vagábamos por laboratorios a oscuras y la sociedad vivía pendiente de otros conceptos, como la prima de riesgo, debía tirar de lecturas varias, ballets presenciados y memorias de visitas a sitios ignotos para lograr cierto protagonismo en alguna conversación.

Hoy, todo ha cambiado. Mi carta de presentación más socorrida es "científico que investiga en Covid". Inmediatamente, me convierto en el centro de atención, adoración y, a veces, crítica desmesurada por aquello de la lentitud en solucionar este engendro. Los científicos llevamos dos años de relevancia inigualable, subida de seguidores y cuestionamiento constantes.

En todo esto hay algo que me hace esbozar una sonrisa: mis amigos, la mayoría no científicos, viven ahora un poco en el mundo en que habito desde tiempos remotos.

Amén de que la mayoría ha instaurado aquello de lavarse las manos con frecuencia y, fundamentalmente, cuando se llega a casa, lo más relevante son los conceptos que van calando, como la PCR, los anticuerpos, los antígenos y la inmunidad celular. La pandemia ha hecho que cada día se añada un nuevo término proveniente de la inmunología al lenguaje popular.

Sin embargo, no es posible ser inmunólogo en tan poco tiempo. Tampoco es posible proponer la mejor de las medidas cuando las condiciones del fenómeno cambian cada día.

Las preguntas de la semana se centran en la cacareada necesidad, o no, de la tercera dosis, la inducción del contagio masivo y, como telón de fondo, la desconocidísima inmunidad celular.

No hace mucho, en uno de esos seminarios científicos online tan populares en estos tiempos, un reconocido farmacólogo, líder de varios ensayos clínicos sobre la eficacia de las vacunas, dio claras muestras de no dominar ni en lo más mínimo la materia al responder una pregunta sobre la presencia de inmunidad celular en la cohorte de voluntarios estudiada, algo que hoy está en boca de cada tertuliano. Por otra parte, en una gran cantidad de artículos científicos se habla de inmunidad celular con una preocupante ligereza.

Es importante hacer un alto en el camino y aclarar algunos conceptos. Mientras que la inmunidad humoral (los anticuerpos) se mide evaluando la cantidad de estas moléculas presente en la sangre, algo factible usando métodos rápidos y baratos, la inmunidad celular es multifactorial.

Si queremos ser robustos en nuestras conclusiones y saber si alguien tiene inmunidad celular, debemos exponer las células de su sangre a una simulación de infección con partículas del virus durante unos días en el laboratorio y, luego, evaluar varios factores: presencia de algunos tipos de células, generación de moléculas específicas, generación de anticuerpos, etcétera. Todo esto implica disponer de experiencia, infraestructura y tiempo.

¿Por qué explico todo esto? Además de porque el conocimiento no ocupa lugar, porque es necesario dominar algunas definiciones para responder a las cuestiones candentes de los últimos días tras la expansión de la variante ómicron.

Nuestro país ha apostado por la vacunación masiva, incluyendo una dosis de refuerzo que, en la mayoría de los casos, significa un tercer pinchazo. Por otra parte, y de manera muy solapada, parece que se está promoviendo un contagio masivo, ya que las medidas para evitarlo se han reducido casi hasta su inexistencia.

¿Esto tiene fundamento científico? Mi respuesta es clara y contundente: no.

Para administrar una tercera dosis habría que conocer cuál es la inmunidad celular. De la misma forma que gran parte de la población se hace un test de anticuerpos para saber si está protegida, o de antígenos para conocer si está infectada, sería importante tener una prueba que nos indicara si existe o no inmunidad celular. De esta manera, no vacunaríamos innecesariamente, reduciríamos costes y podríamos pensar en donar vacunas a otras partes del planeta donde más del 80% de la población no ha visto ni la primera dosis. Recordemos que los países desfavorecidos son generadores de nuevas variantes que, potencialmente, nos podrían enviar a la casilla inicial del juego.

Soy consciente del gasto que supone la medición de inmunidad celular. Lo calculo todos los días en mi laboratorio. Pero el consumo de recursos que están suponiendo las vacunaciones masivas y las pruebas de antígenos supera con creces la inversión necesaria para crear algún test rápido que permita conocer, al menos indirectamente, la existencia de inmunidad celular y, de esta manera, implantar una pauta personalizada de vacunación.

Tampoco doy crédito a la idea peregrina de fomentar un contagio masivo para aumentar la inmunidad colectiva.

En este punto, debemos tener en cuenta algunos factores. Aún no se dispone de una medicación efectiva que saque de la UCI a los pacientes graves. Tampoco conocemos la evolución de los casos de Covid persistentes que tanto preocupan y de los que tan poco se habla. Ceñirnos a los datos que nos van indicando una baja correlación entre el número de infectados y las hospitalizaciones es jugar a la ruleta rusa.

Incluso dando por cierta esta premisa, el elevadísimo nivel de contagio está suponiendo una ola prolongada que se traducirá en una alarmante ocupación hospitalaria, el colapso de la atención primaria y una importante cantidad de bajas laborales que, a la postre, traerán el descalabro económico.  

A todo esto, añadimos los invisibles casos de Covid persistente. Me refiero a aquellos pacientes en los que los síntomas de la enfermedad perduran por meses y las complicaciones, en lugar de desaparecer, van aumentando. Poca atención se les está prestando. Lo urgente siempre quita lugar a lo importante.

Algunas estadísticas señalan que a alrededor del 15% de los hospitalizados por Covid se les dio el alta con persistencia de un número importante de síntomas, muchos de ellos con secuelas que persisten hasta un año después. Ya se ha definido esta entidad clínica por parte de los científicos: entre los síntomas más comunes se incluyen fatiga, dificultad para respirar y disfunción cognitiva. ¿A cuánto se elevarían los casos de Covid persistentes si promovemos una infección masiva?

He aquí otra ruleta rusa que no voy a aprobar con la complicidad del silencio.

Muchas son las cuestiones sobre las que se están tomando medidas sin atender al criterio de la ciencia. La pandemia ha puesto en evidencia el poco criterio científico con el que se gobierna. También ha probado la importancia de tener un Centro Nacional de Inmunología dada la transversalidad de esta ciencia (cuando ya existe de otras muchas áreas, como Cardiología, Oncología y Biotecnología).

¿Nos lo pensamos, queridos amigos en el poder?