La última vez que estuve en India, en 2018, cuando el mundo era uno que aún conocíamos, o al menos intuíamos, en la fortaleza de Mehrangarh, a unos 125 metros sobre la hermosa ciudad azul de Jodhpur, acudí a un astrólogo que leía con exactitud y claridad (eso afirmaba) las palmas de las manos.

Le dejé las mías, que iluminó con un foco que colocó a escasos centímetros, luego sacó un cartabón y examinó y midió las líneas con todo el rigor posible. Cuando terminó, sonrió, me miró a los ojos con esa intensidad tan particularmente india, y declaró: “Usted vivirá 88 años”.

Cuando me contagié de coronavirus (hace sólo uno, aunque podrían parecer 20) y crecían las dudas sobre si conseguiría o no sobrevivir, siempre me acordaba del indio que no albergaba vacilación alguna sobre mi aparente longevidad.

Así que, en ocasiones, cuando la noche caía a plomo sobre mi espalda, me permitía alentarme, rememorando aquel encuentro tan esperanzador: ¡Pero si aún me quedan más de 30 años!

No oculto que, en los peores momentos de aislamiento y de debilidad, cuando pasaban los días, pero no se iba la fiebre ni remitían los dolores articulares o musculares, en algún momento me pregunté si el astrólogo realmente sabía lo que decía, o si se lo inventaba.

Pero, desde luego, yo no iba a ser el primero en preferir una realidad compleja de asumir y repleta de dificultades evidentes a una predicción carente de toda credibilidad científica que sabía muy bien. Para afrontar las cosas como eran de verdad, supongo que pensé, ya habría tiempo.

Hoy lamento que los visionarios indios (adivinos o, en su defecto, políticos), no hayan alertado de lo que se les venía encima a los ciudadanos si se mantenía la relajación respecto a los confinamientos y las normas de distancia social. Pero no advirtieron nada ni unos ni otros. Se permitieron reuniones y festivales religiosos.

Ahora, India, que acaba de superar a Brasil en fallecimientos por Covid, se enfrenta a una situación desesperada: los hospitales se encuentran colapsados, sin UCI ni oxígeno para los enfermos. Tampoco hay crematorios disponibles en el tiempo apropiado para los fallecidos diarios.

La variante india, además de vapulear a los ciudadanos de un país con tanta precariedad y pobreza, amenaza al mundo entero. Para complicarlo aún más, ya hay médicos que advierten de que al menos algunas de las vacunas existentes no resultan eficaces contra esta cepa del virus.

El segundo país más poblado de la Tierra es hoy una bomba de relojería sanitaria que amenaza la estabilidad y la recuperación del mundo, más allá de la tragedia insondable que se está produciendo dentro de sus fronteras.

Este drama lo aborda con especial sensibilidad Arundhati Roy, autora de la deliciosa El dios de las pequeñas cosas. La escritora asegura que todo el planeta está siendo testigo de un crimen contra la humanidad, y que no puede permanecer ajeno: “No, la India no puede estar aislada. Necesitamos ayuda”.

Si alguien adora a ese país como si fuera indio, pero sin serlo, ese es Ramiro Calle. La India que amo es, posiblemente, la obra de referencia en castellano sobre el enorme país asiático.

El escritor y pensador asegura que India, en su condición de desmesurada, de inagotable, es “como una madre que lo mismo nos hace sufrir que nos hace gozar”.

Una figura materna que, ahora, se halla cercana a la asfixia y al borde de una fatalidad que socava la ilusión internacional por superar la crisis humanitaria y que, al mismo tiempo, puede aplacar la recuperación mundial.

Europa, con el verano ya cerca, comienza a relajar las medidas para favorecer el turismo y auxiliar a las economías que, como la nuestra, viven de él. Esas decisiones, si no se elaboran correctamente y se vigilan de cerca, pueden resultar tremendamente contraproducentes.

No olvidemos que el gran amor del hombre que introdujo el yoga en España (“la aventura de mi vida es esa gran amada que es la India”) está en peligro. Y lo está por dejadez y por falta control después de haber superado con buena nota una primera ola. La segunda ha aparecido con toda fiereza después de que las medidas de control que hubo hace unos meses se hayan esfumado.

Las alarmas sanitarias del país que agrupa al 18% de la población mundial saltan con fuerza.

No cometamos el mismo error que se consumó en China hace poco más de un año. No, no es un problema local. Si la tierra de Mahatma Gandhi, esa madre que tanto ama Ramiro Calle, está en peligro, todos lo estamos.

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