Muy sonada ha tenido que ser la docuserie de Rocío Carrasco en Telecinco para que servidora se entere de su existencia.

Me he limitado a ver algunos recortes que aparecen en redes, a leer alguna noticia sobre este turbio asunto y a escuchar lo que me cuenta mi socia sobre esta historia de terror.

Y cuando hablo de terror no me refiero sólo al que haya podido sufrir esta mujer con ese ser deleznable que es Antonio David (que ya me repugnaba mucho antes de que la Carrasco abriera el pico), sino el de tantas que sienten en sus carnes la impotencia, el dolor y el destrozo emocional que supone tener hijos con alguien malvado.

Los psicópatas no sólo existen en las películas. Ojalá.

Ya les digo que no sé mucho del asunto televisivo y, evidentemente, nada del asunto personal de los Flores Carrasco. Pero, por desgracia, sí he vivido de cerca la injusticia que supone tener que demostrar que el padre de tus hijos te ha maltratado psicológicamente. Amigas que llevan años sufriendo las consecuencias de haber elegido a una alimaña para procrear y que lo van a sufrir de por vida.

Rocío Carrasco relata cómo su ex no llevó al médico a su hijo cuando se rompió un brazo estando con él, porque ya se encargaría ella cuando se lo devolviera.

Yo les puedo contar del ex de mi amiga Cristina, que no permitía que sus hijas durmieran en su casa los fines de semana que se quedaban con él porque sus gatos ocupaban esa habitación. O de la vez en que, tras unas vacaciones, Natalia tuvo que raparle la cabeza a su hija de pelo rizadísimo porque su padre no se había dignado peinarla en diez días.

También de los múltiples chantajes a los que se somete aquel progenitor que quiere evitar el sufrimiento de sus hijos, aunque esto sea prácticamente imposible, porque nadie es impermeable a la ausencia del amor que debería ser la columna vertebral de todas las familias.

Ni te cuento si lo que hay en su lugar es desprecio, falta de respeto e incluso odio.

A la asquerosidad que suponen este tipo de historias se suma, en el caso de la pareja de marras, la falta absoluta de escrúpulos por parte de los medios. De nuevo, no sólo en este caso, sino en tantos otros.

Cómo es posible que ningún eslabón de esas cadenas larguísimas de las televisiones, que van desde el paparazzi hasta el director supremo tenga la dignidad, la vergüenza o los cojones de negarse a comerciar con las vidas de las personas.

No me vale la excusa de que de algo hay que vivir. Hay precios que nadie debería estar dispuesto a pagar. Ni a cobrar.

Porque, sorpresa, esos que salen en la revista o en la tele son seres humanos.

Ese señor al que el tío de la cámara insulta para que salte y así tener algo que vender, está hecho de carne y hueso. Y tristeza y desesperación y hartazgo.

Las madres de las fotos en los cementerios llorando a sus hijos sufren con la misma brutalidad que las anónimas.

Las mujeres maltratadas que aparecen en una pantalla no están menos destrozadas que las anónimas.

Al Antonio David de las narices le han despedido ahora, pero la cadena grabó esos vídeos hace meses. Parece increíble, porque lo es, que nadie de ese entramado televisivo interminable se hubiera percatado de lo venenoso que es un tío que se ha ganado la vida durante veinte años a base de hablar mal de la madre de sus hijos. Y da igual si contaba la verdad o no.

Eso no se hace, eso no se dice.

Su relato debería haber sido suficiente para que nadie le admitiera en ningún plató.

Ahora algunos se arrepienten, lloriquean. Se sienten culpables.

Yo no sabía, cómo iba a imaginar.

Tu opinión como profesional, cuando se expone ante el público, debería estar argumentada y basada en hechos probados. Debería. Culpables, no sé, responsables, desde luego.

¿Servirá todo este sarao para que no se repita la historia? Quién sabe.