opLa mascarilla, ¿por qué no durmiendo? ¿Por qué sí, mientras paseas por la orilla del mar, a punto de zambullirte en el agua? O mientras estás sentado bajo la copa de un árbol sin más ser vivo a tu alrededor que una mariquita de siete puntos distrayéndose con lo que sea que se distraigan las mariquitas de siete puntos.

O mientras trepas con dificultad y casi sin aliento por un risco, agarrándote como puedes a las ramas de las aliagas sin más que una cabra a la vista. O si estás sentado en un desierto (que en España los hay) o en un prado sin un alma en kilómetros a la redonda.

Una nueva vuelta de tuerca. Para ver lo que aguantamos. Hasta dónde llegamos. Hasta dónde les permitimos llegar.

Porque la cuestión no son las medidas que se toman. Hace un año estábamos encerrados en nuestras casas, aplaudiendo, haciendo bizcochos y viendo (en realidad sin ver) morir a los nuestros. Y no nos quejamos, ni salimos a la calle a negar la pandemia, ni a quemar las mascarillas como quien quema sujetadores o fotos del Rey.

No, no lo hicimos. Nos endilgaron un estado de excepción al que llamaron estado de alarma y obedecimos como en ningún otro país de Europa.

Nos tragamos todos y cada uno de los partes de Fernando Simón y Salvador Illa, y las homilías semanales de Pedro Sánchez como si lo que dijese fuese cierto.

Nos desescalamos como nos ordenaron, suspiramos por pasar de fase y obedecimos las normas de cada una de ellas.

Nos creímos lo uno y lo contrario, y salimos a multiplicarnos cuando Sánchez lo decretó.

Nos hemos dejado arruinar sin apenas rebelarnos, y cuando lo hemos hecho, nos han castigado. Y hemos seguido pagando los impuestos que gravan los beneficios que no tenemos ni, por ahora, tendremos. Por si acaso.

Desde que descubrimos que la nueva normalidad era en realidad la segunda ola, hemos interiorizado nuestra responsabilidad en cada una de ellas, fuese o no fuese nuestra. Ahora esperamos la cuarta, como si del karma se tratase, dispuestos también a culparnos por esta.

Una y otra vez nos muestran la zanahoria de la vacuna que no llega y la de la inmunidad de rebaño para levantar nuestro ánimo y tapar su incompetencia. Pero, por más que insista Sánchez, hasta nosotros sabemos que a este ritmo y con este caos, las cuentas no salen, ni para este año, ni para el que viene.

Nos querían tontos y, por lo visto, ya lo somos. Obedecer sumisos o intentar saltarnos la prohibición jugándonos la multa: sólo contemplamos esas dos opciones. Pero ni sabemos el porqué de las restricciones ni tienen el menor interés en explicárnoslo.

La misma incidencia del virus en Madrid, con bares y tiendas abiertos, que en otras con todo cerrado. Toques de queda tan arbitrarios como variados. Olas que llegan sólo con invocar las vacaciones que las provocan.

La frontera con Francia sin control, pero vigilancia de los cierres perimetrales entre comunidades. Baleares cerrada a todos los españoles y abierta a unos alemanes que, por raro que parezca, están peor que nosotros. ¿Por qué?

Y ahora que nos hemos acostumbrado al carajal normativo de cada una de una de nuestras comunidades, el martes publican en el BOE una nueva ley sobre el uso de las mascarillas en espacios abiertos. Ley que, por lo visto, redactaron en junio pasado, pero que entró en vigor ayer y que vale para toda España y para todo el tiempo que dure la pandemia.

Llegados a este punto, llámenle fatiga pandémica, localismo, falta de solidaridad o imprudencia. Pero lo digo aquí alto y claro: si no me dan una explicación que me convenza y con datos que la avalen, lo que es en la playa, con mascarilla, no.