Vaya por delante que el palabro posverdad siempre me ha parecido una mercancía averiada. Su misma estructura semántica plantea un absurdo histórico. Nunca hemos vivido en una Era de la Verdad en la que los ciudadanos fuésemos seres prístinamente racionales, dispuestos a inclinar nuestros prejuicios ante la evidencia marmórea de “los hechos”, “los datos”.

Como mucho podemos conceder que estamos saliendo de una época en la que los organismos y los actores que determinaban qué era verdad (entendiendo por ello lo ratificado como verdad) en el debate público eran menores en número y estaban menos cuestionados que ahora. Lo cual, evidentemente, es muy distinto que sugerir que la verdad ya no interesa, o no nos importa. Incluso sería más correcto decir que vivimos en la era de la pre- y no de la posverdad.

Dicho todo esto, el debate público que ha seguido al terrible atentado de Barcelona y Cambrils ha exhibido algunas de las dinámicas que se han venido asociando a la posverdad. Repasemos la teoría: la posverdad se referiría a un ecosistema informativo y de creación de opinión en el cual priman el sentimiento y el prejuicio por encima de los datos y los hechos.

Así, una dinámica habitual de la posverdad sería que tanto los periodistas como los ciudadanos de a pie difunden bulos o medias verdades que encajan con sus prejuicios, a pesar de que posteriormente estos sean desmentidos. En la cultura de la posverdad, el desmentido tendría mucha menos repercusión que el bulo originario. Todo lo cual se vería facilitado por la impulsividad y la descentralización informativa que fomentan las redes sociales.

Otra característica recurrente de la posverdad sería la deslegitimación de los medios que publican informaciones contrarias a algún prejuicio ideológico. A estos medios se les acusaría de difundir noticias falsas o sesgadas, a las órdenes de turbios intereses. Tras suficiente tiempo dando pábulo a esta estrategia, un líder político como Donald Trump puede referirse tranquilamente a los medios que critican su gestión como fake news, fake media (noticias falsas, medios falsos). El líder sabe que ese señalamiento sirve para aislar a sus seguidores del posible impacto de aquellas noticias negativas.

Ambas dinámicas han hecho acto de presencia en el agrio y francamente entristecedor debate público que ha seguido al atentado del 17-A. Juan Claudio de Ramón ha enumerado, por ejemplo, los muchos bulos que han circulado a propósito del atentado. Citemos solo el más conocido: la historia del periodista que se marchó de la rueda de prensa del jefe de los Mossos tras pedirle que informara en español, y tras recibir la respuesta de que a las preguntas en catalán respondía en catalán, y a las que se le hacían en castellano respondía en castellano.

La respuesta de Josep Lluís Trapero al periodista (el “bueno, pues molt bé, pues adiós”) se hizo viral, siendo reivindicada por muchos como un ejemplo de lo que Cataluña debe decirle al “Estado” más pronto que tarde. No faltaron tampoco almas cándidas del resto de España que saltaron inmediatamente a decir que hay que ver, que cuánta caverna, que ellos también querrían irse de la España que critica que se hable catalán, etc.

El resto de la historia la conocen -espero-: el periodista en cuestión no era español sino holandés. Las redes sociales dieron pronto con él, y el tipo hizo declaraciones a varios medios (incluyendo a EL ESPAÑOL) explicando lo sucedido. Pese a lo cual, tuits como el del secretario general de Podemos -participando de la andanada contra “la caverna” y haciendo propio el “bueno, pues molt bé, pues adiós”- siguen colgados, rezumando retuits y me gusta, y sin que quien lo difundió se hiciera eco posteriormente del importante dato que permitiría calibrar lo sucedido en aquella rueda de prensa. Al final, la historia del periodista mesetario que planta al heroico policía porque este le habla en catalán encajaba demasiado bien en lo que los nacionalistas y sus compañeros de viaje querían creer.

En cuanto a la estrategia de desprestigiar a medios incómodos, ha sido fácil detectarla estos días a propósito del aviso de la inteligencia estadounidense a los Mossos acerca de un posible atentado en Las Ramblas. Ante las informaciones de El Periódico, el presidente del gobierno autonómico y su consejero de Interior no solo dijeron inicialmente que aquello era falso, sino que además han aseverado repetidamente que su publicación responde a un deseo de “desprestigiar” a los Mossos y “confundir a los ciudadanos”. El jefe de los Mossos incluso ha cuestionado públicamente los motivos del director de El Periódico, dando a entender que obedecen a turbios intereses españolistas.

Lo más peculiar es que los responsables de esta andanada tenían una respuesta perfectamente racional a mano: algo del estilo de “es cierto que hubo un aviso, pero no pasó los mecanismos que hemos establecido para filtrar qué avisos son creíbles y cuáles no; no parece que aquella información estuviera relacionada con el atentado del 17-A, con lo cual no creemos que se produjera un error por nuestra parte, aunque por supuesto revisaremos una vez más nuestros protocolos”. ¿Quién habría reprochado una respuesta así? Pero no parece que lo prioritario sea dar una respuesta a las inquietudes de la opinión pública, sino más bien crear un precedente: en el futuro, no se crean ustedes informaciones que sugieran que los Mossos no son la fuerza perfecta e inmarcesible que puede proteger un Estado propio. Eso son fake news.

Así que ahí lo tienen: los mecanismos de la posverdad hacen acto de presencia en España. Siempre podríamos decir que, en realidad, todo esto no es más que la predecible dinámica que se establece cuando los proyectos nacionalistas -con su acostumbrado recurso al tribalismo- monopolizan el debate público. Muchos verán también los ataques a la prensa del Govern y del jefe de los Mossos como la clásica lucha entre los políticos y los medios de comunicación que difunden informaciones dañinas a sus intereses. Pero, en cualquier caso, si lo que quieren es posverdad, aquí la tienen.

Quizá ahora podamos poner el grito en el cielo.