(Este texto se corresponde, sin quitar ni poner una coma, con el capítulo 9 del libro inédito “Nixon contra la prensa” que escribí durante el curso 73-74, en el que fui profesor de Literatura Española Contemporánea en el Lebanon Valley College de Pennsylvania. De regreso a España, los acontecimientos se dispararon con el inicio de la Transición y la muerte de Franco. Yo me impliqué intensamente en la actualidad política y el original de aquel libro quedó enterrado en un cajón, sin que tan siquiera hiciera ningún intento de publicarlo. El estreno de la película de Spielberg “The Post” -titulada en español “Los Archivos del Pentágono”- me ha impulsado a exhumar esta porción como elemento de contraste entre la realidad y el cine).

Cuando a finales de 1973 el juez Douglas, en el transcurso de la primera conferencia de prensa de su vida, manifestó que “la conciencia de América está más lúcida que nunca”, estaba de alguna manera hablando de su propia salud envidiable. Si es que la conciencia de América está en algún sitio, indiscutiblemente tiene su aposento en los miembros del Tribunal Supremo y si, en su opinión, el país seguía pese a todo en marcha era, en gran parte, debido a una decisión que él y sus compañeros tomaron dos años y medio antes. 

Hacía pocos días que el Juez Douglas había iniciado sus vacaciones de verano. Junto a su cuarta esposa, Cathy, 44 años más joven que él, el decano del Supremo descansaba en su casita de Goose Prairie, en el estado de Washington, al extremo noroeste del país. Todo un continente le separaba de Washington Distrito de Columbia, capital de la nación.

Los miembros del Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1971: Hugo L. Black, William O. Douglas, John M. Harlan, William J. Brennan, Jr., Potter Stewart, Byron R. White, Thurgood Marshall, Warren E. Burger, and Harry A. Blackmun.

Cuando aquel 25 de junio de 1971 fue consultado por teléfono, no necesitó pensárselo mucho. En realidad, tanto él como sus compañeros conocían a priori cuál sería la respuesta. Momentos antes los ocho restantes componentes del más alto órgano judicial de los Estados Unidos habían iniciado una reunión extraordinaria para decidir la admisión a trámite de un caso poco corriente. 

El Gobierno Federal, a través del Departamento de Justicia, trataba de impedir la publicación de varios documentos clasificados en sus archivos como material secreto. Aunque para entonces prácticamente todos los periódicos del país habían utilizado tales fuentes o extractos de las mismas, la acción estaba centrada contra los dos exponentes más representativos y poderosos de la llamada Prensa Liberal del Este: The New York Times y The Washington Post

El Tribunal Supremo admite la demanda

Douglas era fiel partidario de la doctrina absolutista, según la cual el propósito del poder judicial no debe ser sino la estricta aplicación de la Constitución. Aunque el Gobierno aducía que la seguridad nacional estaba en peligro, para Douglas el caso era claro, ciñéndose a la Primera Enmienda que prohíbe cualquier tipo de censura previa. Su voto fue pues en contra de toda audiencia del caso y en favor de un inmediato permiso para que los periódicos reanudaran sus series de artículos, interrumpidas durante más de diez días por sucesivas ordenes restrictivas provisionales.

Sin embargo, un par de horas después de haber expresado su sentir a través del teléfono, William O. Douglas volaba rumbo a Washington, donde al día siguiente el Tribunal Supremo tenía previsto reunirse de nuevo. Si bien otros tres jueces -Hugo Black, William Brennan y el negro Thurgood Marshall- se habían sumado a su postura, los cinco restantes se manifestaron en favor de juzgar el caso.

Por la mañana, apenas iniciada la audiencia, las posiciones quedaron aún más perfiladas. La sala estaba abarrotada de público; a las 300 personas que ocupaban todos los asientos había que añadir otras tantas que, hombro con hombro, llenaban cualquier espacio libre. Eran en su mayoría periodistas, estudiantes de Derecho e intelectuales en general.

El representante del Gobierno, el Procurador General Erwin Griswold, pidió entonces que las razones por las que la prensa estaba arriesgando la seguridad nacional fueran escuchadas en secreto. Para tranquilidad de los asistentes, la decisión le fue esta vez contraria por un voto de 6-3.

Los únicos magistrados dispuestos a acceder a esa y, según la opinión general, a casi cualquier demanda del Gobierno, eran John Harlan y los llamados "gemelos de Michigan” -ambos procedentes del mismo Estado, ambos elegidos por el Presidente Nixon, ambos habitualmente de acuerdo en sus decisiones-: Warren Burger, Presidente del Tribunal, y Harry Blackmun.

Los argumentos de ambas partes aún no había empezado a ser oídos, pero ya quedaba claro que el veredicto final estaba en manos de los jueces Stewart y White, quienes se habían adherido al bloque de Burger aceptando tratar el caso, y al bloque de Douglas negándose a hacerlo en secreto. Era el momento cumbre de la crisis de los "Papeles del Pentágono".

Entre Daniel Ellsberg y Neil Seehan

En junio de 1967, como resultado de una gran desilusión personal con respecto a la guerra de Indochina, el entonces Secretario de Defensa, Robert McNamara, ordenó un serio estudio del cómo y el por qué los Estados Unidos se habían visto involucrados tan profundamente en Vietnam. Durante todo un año, 40 empleados del Gobierno, la mayoría largamente relacionados con el tema, revisaron los documentos archivados en el Pentágono a lo largo de cuatro administraciones -Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson- y escribieron sus conclusiones en 40 volúmenes ampliamente respaldados por anexos como memorándums, cablegramas, borradores de propuestas y otros documentos por el estilo.

Daniel Ellsberg ya en la década de los 70, cuando saltó el escándalo.

Tratándose de un material tan delicado, sólo se hicieron entre diez y quince copias. Una de ellas fue entregada a McNamara, ya Presidente del Banco Mundial; el Departamento de Estado y los presidentes Johnson y Nixon recibieron otra. El resto quedaron depositadas en el Pentágono.

A mediados de 1969 uno de los hombres que elaboraron tal estudio pasó varias noches encerrado en una pequeña tienda de Los Ángeles, realizando fotocopias del mismo con ayuda de sus dos hijos de 12 y 14 años. Era Daniel Ellsberg, experto en análisis al servicio de la firma Rand y, a sus 38 años, clásico ejemplo, usando la terminología política norteamericana, del halcón convertido en paloma. 

Según la revista Time, Ellsberg estaba considerado como “poseedor de la inteligencia de un Niels Böhr y el alma torturada de un héroe de Dostoyevsky”. “Dan hubiera sido un excelente jesuita en otros tiempos -afirmó uno de sus excompañeros del Pentágono en una definición muy comentada-. Tiene una perfecta inteligencia lógica y un inflexible sentido de la moralidad”.

Durante varios años escritor de discursos al servicio de McNamara, Ellsberg sentía remordimientos de conciencia por los horrores de una guerra de la que se creía co-responsable y estaba dispuesto a expiar su culpa imponiéndose una penitencia lo más reparadora posible.

En marzo de 1971, el reportero Neil Seehan se presentó con un gran paquete de documentos en el despacho de Abe Rosenthal, Director de The New York Times. Seehan era a sus 34 años uno de los más brillantes periodistas formados a la sombra de la guerra del sudeste asiático. 

Daniel Ellberg en Vietnam.

Jefe de la redacción de la United Press en Saigon cuando sólo contaba 25 años, fue después contratado por el Times, mediante la intervención del prestigioso columnista James Reston. Junto a David Halberstam y Seymour Hersh, el hombre que reveló la matanza de My Lai, Seehan estaba considerado como el profesional que mejor supo captar sincera y realísticamente lo que de verdad estaba pasando en Vietnam.

Ellsberg se había decidido a facilitar los papeles a The New York Times, venciendo algunos de los recelos que -entre la extrema izquierda- calificaban al periódico como excesivamente gubernamental. Conocía a Seehan desde tiempo atrás, y, al parecer, aprovechando un viaje de este a Boston, le proporcionó el material. 

Antes de acudir a Rosenthal, el periodista se puso en contacto con Reston, quien, conocedor de la existencia del estudio a través de conversaciones sostenidas con McNamara y Johnson, le confirmó la importancia de lo que había conseguido. Reston habló con el propietario, Arthur Ochs Sulzberger –Punch Sulzberger en los círculos afines-, y Seehan marchó a Nueva York en espera de nuevas órdenes.

Pulso en el Times sobre el Proyecto X

Aunque según Rosenthal la decisión del Times de publicar los Papeles fue inmediata, parece generalmente admitido que en torno al editor y presidente de la compañía se libró una feroz batalla antes de que el proyecto tuviera la correspondiente luz verde. Varias interrogantes se le planteaban a Sulzberger: ¿debía el periódico publicar o no?, ¿en caso afirmativo, debían publicarse los documentos, un relato de su contenido o ambos a la vez?

En contra de toda publicación estaba John Oakes, poderoso director del Departamento Editorial y tío de Sulzberger; Sidney Gruson, uno de los vicepresidentes de la compañía estaba de su parte; el veterano corresponsal de guerra Harrison Salisbury manifestaba cierto escepticismo hacia la operación en general. Sin embargo, la mayor presión negativa le llegó al editor por parte del equipo de consejeros legales del periódico; su jefe, Lovis Loeb, pensaba que lanzar a la calle material clasificado por el Gobierno “constituía un acto impropio del Times” y que la posición del periódico no sería nada cómoda si una batalla legal llegara a producirse.

En cambio, resueltamente a favor, clamando con insistencia porque el estudio se publicara, estaban los cuatro más brillantes miembros de la redacción: James Reston, Abe Rosenthal, Tom Wicker y Max Frankel. Para Reston el problema transcendía los límites de la legalidad, habiéndosele planteado al Times un deber de "alta moralidad"; la decisión última de Sulzberger habría de reafirmar su confianza en la familia propietaria del periódico.

David Halberstam de The New York Times, Malcolm Browne de Associated Press y Neil Sheehan en Vietnam.

Aun cuando todo estaba en el aire, los escasos altos cargos al tanto del asunto seleccionaron un equipo de nueve redactores que, encabezados por Seehan, quedaron recluidos en una suite de cinco habitaciones en el onceavo piso del New York Hilton, pocas manzanas distantes del periódico. Estaba en marcha lo que empezó a conocerse como el Proyecto X.

El secreto más absoluto rodeó la labor de estos hombres durante las siete semanas en las que trabajaron siete días a razón de hasta 18 horas por jornada. Una tarjeta de identidad especial fue suministrada a quienes debían mantener contacto con los aislados y la ausencia de estos quedó justificada entre sus compañeros mediante verosímiles excusas. 

Merced a los casi dos meses de intensivo esfuerzo, con el constante fantasma de que otra publicación podría obtener el mismo material de la misma fuente y adelantarse en su difusión, los 40 volúmenes, llenos de reiteraciones y omisiones, quedaron condensados en varios capítulos a la vez descriptivos del contenido de los documentos y narrativos de los hechos. Entonces se replanteó el asunto y Sulzberger se vio abocado a la decisión más comprometida de sus hasta entonces ochos años al frente de la compañía y del periódico.

Una vez que el asunto quedó zanjado, él mismo manifestó a los reporteros que siempre había estado seguro de que había que publicar aquello, pero que le había preocupado el cómo hacerlo; aun en el último momento consideró una propuesta del Consejero General James Goodale en favor de que todos los capítulos del trabajo fueran incluidos en un mismo ejemplar del Times, descartando así la posibilidad de que el Gobierno consiguiera una orden judicial restrictiva; pero eso significaba que un esfuerzo tan grande como el desarrollado pasaría casi desapercibido y no tendría efecto alguno en la circulación del periódico. Sulzberger se inclinó, pues, por la publicación de una serie de capítulos, de seis páginas cada uno, a partir del domingo 13 de junio.

Seis páginas en un ejemplar de "sólo" 486

Para evitar contratiempos de última hora, se escogió a un grupo de linotipistas veteranos, considerados por sus jefes como “de los de confianza”, se les ofreció paga doble y se les obligó a guardar el más absoluto silencio sobre su trabajo. En una gran sala cercana al vestíbulo del edificio, antiguamente ocupada por la sección de Educación y Libros, compusieron las correspondientes páginas; las pruebas, en vez de seguir el proceso habitual, fueron leídas en una pequeña habitación del noveno piso custodiada por un guardia uniformado.

Aquel domingo el periódico sólo tenía 486 páginas, casi 100 por debajo del promedio. A pesar de que un titular a tres columnas -“Archivo del Vietnam: Estudio del Pentágono repasa tres décadas de creciente implicación americana”- introducía el tema en la primera página, la publicación del primer capítulo, relativo al incidente del Golfo de Tomkin en agosto del 64, pasó casi inadvertida entre la gran masa de lectores del Times.

La boda de Tricia Nixon y la derrota de los Mets, el equipo de béisbol de Nueva York, en un importante partido en San Francisco, eran las noticias del día. En las páginas culturales un anuncio a toda plana establecía para el día siguiente la “premiere” americana de Los Clowns de Federico Fellini. El tratamiento médico de los drogadictos era el tema al que iba dedicada la portada de la dominical revista-suplemento. 

La boda de Tricia Nixon y la derrota de los Mets, el equipo de béisbol de Nueva York, en un importante partido en San Francisco, eran las noticias del día

Las páginas 35, 36, 37, 38, 39 y 40 del primer cuadernillo fueron pasadas por alto por muchos que las consideraron como uno más de los pesadísimos documentos que de vez en cuando publica el Times, con el único objeto aparente de que 30 años más tarde algún ratón de biblioteca pueda reconstruir la historia a partir de sus fuentes más auténticas.

Un segundo capítulo fue publicado el lunes. Fue entonces cuando el Secretario de Justicia John Mitchell envió un telegrama al Times, pidiendo la cancelación de las series y la devolución de los documentos al Departamento de Defensa. Sus razones textualmente eran: “La publicación de tal información (se refería a aquella clasificada como top secret) está directamente prohibida por las provisiones de la Ley de Espionaje, Título 18, Código de los Estados Unidos, Sección 793. Además, la futura publicación de información de este tipo causaría irreparables daños a la defensa de los intereses de los Estados Unidos”.

Arthur Ochs Sulzberger contestó inmediatamente con otro telegrama, negándose a acceder a lo que se solicitaba, “creyendo que es en el interés de la gente de este país” que tal información saliera a la luz pública. Esa misma noche el Departamento de Justicia presentó una denuncia ante el juez del correspondiente circuito de Nueva York. Simultáneamente, un portavoz oficial anunció que el FBI estaba investigando el modo por el The Times había conseguido los documentos.

Penas de hasta 10 años de cárcel

En noviembre de 1973, The New York Times Magazine publicó un largo artículo de James Thomson, exoficial del Departamento de Estado y director de una fundación para el periodismo dependiente de la Universidad de Harvard. Siguiendo el hilo de sus recuerdos personales, Thomson generalizaba acerca de las relaciones entre la prensa y el Gobierno. A la hora de hablar de los documentos considerados como “secretos”, recordaba que a principios de los 60 fue asignado a la sección de clasificación de cablegramas y, falto de experiencia, le preguntó a un compañero acerca de los criterios a seguir. La respuesta del otro fue inmediata: “Cuando recibas algo que no te gustaría ver mañana en la primera página de The New York Times, eso es lo que tienes que clasificar”. 

Hubo un tiempo en que el término “secreto” implicaba una necesaria aureola de estrategia bélica internacional y de más o menos sofisticadas redes de espionaje. Cuando un documento era clasificado se daba por hecho que la revelación de su contenido podía resultar útil para un enemigo exterior y por tanto perjudicial para la Seguridad Nacional. He aquí lo que la experiencia propia enseñó a James Thomson: “Lo que se esconde detrás de la clasificación, es cualquier cosa que pueda resultar embarazosa para la Administración en el poder o para funcionarios individuales, en el caso de que sea conocida por el Enemigo de Casa: el partido en la oposición, el Congreso, la prensa y, por consiguiente, todo el electorado”.

“Cuando recibas algo que no te gustaría ver mañana en la primera página de The New York Times, eso es lo que tienes que clasificar”

Al margen de que algo estuviera bien o mal clasificado, lo cierto era que Sección 793 de la Ley de Espionaje, mencionada por Mitchell en su telegrama, establecía penas de hasta 10 años de prisión y 10.000 dólares de multa contra “quienes estén en posesión, acceso o control inautorizado de documentos relativos a la seguridad nacional, que puedan ser usado en perjuicio de los Estados Unidos y en beneficio de cualquier nación extranjera”.

El martes por la mañana, cuando el Times había ya publicado el tercer artículo de la serie, la acción legal presentada por el Departamento de Justicia contra 22 directivos y empleados del periódico llegó hasta la competencia del Juez de Distrito Murray Gurfein quien, a sus 63 años, había jurado su reciente cargo tan sólo cinco días antes. Las peticiones del Gobierno eran claras: que se parara la serie y que el material fuera devuelto. Su representante solicitó además cierto tiempo como margen para demostrar que lo publicado afectaba a la seguridad nacional. 

La postura del Times quedó expuesta por Alexander Bickel, prestigioso profesor de Derecho en Yale, contratado expresamente para el caso; según sus palabras, la Ley de Espionaje invocada por el Gobierno no fue pensada nunca por el Congreso como un instrumento utilizable contra la prensa. A las acusaciones de que el Times no había consultado con el Gobierno acerca de las implicaciones y conveniencia de difundir el estudio sobre Vietnam, Bickel respondió textualmente: “La misión de un periódico es publicar, no someter su programa editorial al Gobierno de los Estados Unidos”.

Si bien Gurfein no accedió a fallar en contra del Times, sí que concedió un plazo mayor al Gobierno para justificar su actitud, extendiendo una orden restrictiva que paralizaba la publicación de la serie hasta el sábado a la una del mediodía; una nueva vista del caso quedó programada para el viernes.

El contagio cunde entre la prensa

Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, un periódico se veía impedido a publicar algo mediante la decisión de un juez. Gurfein justificó su actitud explicando que el perjuicio ocasional al Times con tal restricción era en cualquier caso infinitamente menor que el que quizá pudiera estar siendo causado a los intereses de los Estados Unidos.

Mientras tanto, las reacciones habían llegado, procedentes de las más diversas posiciones del espectro político. El senador demócrata William Fullbright, Presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y el diputado por California Paul McCloskey, por entonces anunciado candidato a la nominación presidencial republicana en pugna con Richard Nixon, solicitaron al Times copias del estudio; el periódico se negó a proporcionarlas. Ted Kennedy pidió la publicación de todo material relacionado con la administración de su hermano John, a pesar de que según los rumores los documentos involucraban a este y a Robert en el asesinato del Presidente Diem. Por su parte, el vicepresidente Spiro Agnew, muy en su línea, manifestó concluyentemente: “La Administración Nixon tiene mucha más confianza en el juicio de funcionarios electos que en el The New York Times”.

El juez Murray Gurfein.

Nadie contaba con que aquel viernes, antes de que el juez Gurfein volviera a escuchar argumentos sobre el caso, el disparador de los acontecimientos habría de moverse de nuevo. En primer lugar, The Washington Post inició una serie de artículos sobre Vietnam basados en el mismo material. Enseguida el teletipo distribuía el primero de ellos a los 345 suscriptores del servicio de noticias que conjuntamente suministraban The Washington Post y Los Angeles Times. Para colmo tanto la Associated Press como la United Press International introducían también en sus boletines artículos sobre el tema.

“Los lectores de The New York Times son en estos momentos los únicos del país privados de la historia”, afirmó Bickel, asegurando, apenas comenzada la audiencia, que el panorama había cambiado y que no tenía sentido mantener por un momento más la orden restrictiva. Sin embargo, Gurfein optó por continuar según el plan establecido tras obtener la completa seguridad de que el Gobierno pensaba emprender las mismas acciones legales contra el Post.

Según había anunciado el día anterior el siempre conciliador Director de Comunicaciones de la Casa Blanca Herbert Klein, el propósito del Gobierno en general y del presidente Nixon en particular era evitar que se estableciera un precedente que, dando pie a nuevas revelaciones, pudiera dañar la seguridad nacional.

Tales manifestaciones hacían suponer que no iba a resultar fácil para el Departamento de Justicia probar que la concreta publicación de los "Papeles del Pentágono" ponía en peligro expreso la seguridad nacional. Casi todos los involucrados eran conscientes de que argumentos intermedios, tales como el de que otras naciones actuarían en el futuro con más recelo en sus relaciones secretas con los Estados Unidos, no iban a tener fuerza suficiente ante el juez Gurfein. Pero para poder obtener un veredicto favorable, el Times tuvo aun que salvar un no del todo esperado escollo.

La violación de códigos secretos

A modo de documentación, el periódico había incluido en sus artículos las referencias en clave contenidas en algunos de los memorándums y cablegramas adicionales al estudio. Aunque existía la convicción de que los códigos secretos modernos quedan automáticamente inutilizados después de haber sido usados una sola vez, ningún funcionario del gobierno iba a estar dispuesto a prestar tal declaración en favor del Times, caso de que el Departamento de Justicia alegara tal punto contra el periódico.

Contando con tal hándicap, el Times contrató entonces como asesor a David Kahn, prestigiosa autoridad en criptografía y autor del libro Los destructores de códigos. Con su ayuda, el subdirector Max Frankel preparó un estudio de treinta páginas en el que intentaba demostrar cómo el Times no había descubierto ninguna clave vigente.

El propósito del Gobierno en general y del presidente Nixon en particular era evitar que se estableciera un precedente que, dando pie a nuevas revelaciones, pudiera dañar la seguridad nacional

El principal argumento esgrimido por el periodista era la captura del buque norteamericano Pueblo por Corea del Norte en enero de 1968, siendo confiscado todo su equipo de comunicaciones; considerando que el 95 por ciento de los documentos en posesión del Times eran anteriores a tal fecha, cualquier revelación argüida por el Gobierno en el terreno de los códigos, se había ya producido con anterioridad.

El Departamento de Justicia no sacó a relucir el tema y los representantes del Times llegaron a pensar que pasaría inadvertido. No fue asi. El juez Gurfein había sido miembro de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) durante la Segunda Guerra Mundial y entre sus obsesiones estaba desde entonces todo lo referente a códigos secretos. “Se puede hablar de Vietnam sin reproducir mensajes cifrados”, argumentó el juez.

Un momento de tensión se produjo entonces al replicarle Bickel que el Gobierno no había denunciado nada al respecto. Whitney Seymour, representante del Departamento de Justicia, vio aquí el cielo abierto –por primera vez Gurfein parecía estar de su lado– y aseguró que, por el contrario, esa era una de sus mayores preocupaciones. 

Para solventar la cuestión, Gurfein decidió recurrir a uno de los testigos presentados por la Administración, que indudablemente constituía una voz autorizada en la materia: el Subjefe de Operaciones Navales, Almirante Francis Blouin. Veterano de la Guerra Mundial, la de Corea y la de Vietnam, Blouin contestó, para alivio de los hombres del Times y exasperación de Seymour: “Juez Gurfein, usted y yo somos probablemente las dos únicas personas con suficiente edad en esta habitación como para recordar los tiempos en los que la reproducción de un mensaje comprometía a un código”.

La rotunda resolución del juez Gurfein

Al día siguiente, sábado, Gurfein hizo pública su decisión, mediante un escrito de casi seis mil palabras lleno de documentación legal. Es hacia el final del mismo donde quedan sintetizadas sus razones: “La seguridad de la nación no radica solamente en las rampas de lanzamiento de cohetes nucleares. La seguridad está también depositada en el valor de nuestras instituciones libres. Una prensa fastidiosa, una prensa agresiva, es algo que debe ser soportado por aquellos que ejercen la autoridad, precisamente con el fin de preservar nuestros mayores valores: la libertad de expresión y el derecho de la gente a estar informada… No es simplemente la opinión de un columnista o de un escritor de editoriales lo que la Primera Enmienda protege. Lo que protege es el libre flujo de información que permite al público estar al tanto de las acciones del Gobierno.

Estos son tiempos problemáticos. No hay mayor válvula de seguridad ante el descontento y el cinismo acerca del Gobierno, que la libertad de expresión en cualquiera de sus formas. Este ha sido el espíritu de nuestras instituciones a través de nuestra historia. Este ha sido el credo de todos nuestros presidentes. Es además uno de los más marcados rasgos de nuestra vida nacional que nos distinguen de otras naciones bajo diferentes formas de gobierno.

Por las razones dadas, la Corte no mantendrá la orden restrictiva, cuya vigencia termina hoy y denegará la petición del Gobierno acerca de una prohibición previa”.

Una prensa fastidiosa, una prensa agresiva, es algo que debe ser soportado por aquellos que ejercen la autoridad, precisamente con el fin de preservar nuestros mayores valores

Inmediatamente después de conocerse esta decisión, el Departamento de Justicia recurrió ante el Tribunal de Apelaciones del Circuito Segundo. En representación del mismo, el juez Kauffman extendió una nueva orden restrictiva en espera de que una sala de de magistrados pudiera reunirse y juzgar de nuevo el caso.

El horario de otro juez ayuda al Post

Entre tanto el frente estaba ya claramente bifurcado. Con el mismo propósito que el Gobierno se había presentado ante el juez Gurfein en Manhattan, el Gobierno se presentó ante el juez Gerhard A. Gesell en Washington, procediendo esta vez contra el Post. Gesell, viejo liberal, normalmente poco colaboracionista con la Administración, tras estudiar el asunto, escribió una decisión de tres páginas, negándose a actuar contra el periódico.

En su opinión no había evidencia alguna de que los artículos representaran una amenaza para la seguridad nacional, y si el Gobierno pensaba que la Ley de Espionaje había sido violada, lo propio era entablar una acción criminal ordinaria en vez de intentar imponer la censura previa.

El recurso del Tribunal de Apelación usado contra el Times, también fue puesto en marcha contra el Post. Sin embargo, mientras Gurfein había mantenido durante toda una semana una orden restrictiva e incluso después de su sentencia la había hecho extensiva hasta que el Tribunal de Apelación o uno de sus miembros – Kauffman – pudiera decidir, Gesell no extendió tal orden. Considerando que su decisión fue anunciada a las ocho de la tarde del viernes, cuando la primera edición del periódico del sábado estaba a punto de entrar en prensa, la publicación de un nuevo artículo, el segundo en la serie de The Washington Post, resultó prácticamente inevitable.

A la una y veinte de la madrugada un tribunal compuesto por tres jueces decidió, por dos votos contra uno, revocar la postura de Gesell y restringir la publicación de los artículos hasta que se efectuaran las audiencias solicitadas por el Gobierno para probar las implicaciones de los mismos. El mismo tribunal autorizaba la ya parcialmente consumada aparición del capítulo segundo y se negaba a emitir ninguna conclusión definitiva. La semana siguiente sirvió de marco a un desusado movimiento de

solidaridad entre gran parte de la prensa. El director de The Washington Post, Benjamin Bradlee, había manifestado que su periódico trataba de demostrar que, si el Times no podía publicar el material, ellos estaban dispuestos a hacerlo y por eso habían iniciado el viernes la serie, aun a sabiendas de que el Gobierno actuaría en su contra. “Y si a nosotros nos detienen, siempre habrá otro diario que tome el relevo”.

Benjamin Bradlee y Katharine Graham, editor y propietaria de The Washington Post.

Haciéndose eco de sus palabras The Boston Globe empezó a publicar sus propios capítulos; pronto se le sumaron el Chicago Sun-Times y la cadena Knight. El Gobierno sólo procedió contra el Globe, logrando que un tribunal pidiera que le material utilizado fuera depositado ante la corte; Thomas Winship, director y alma mater del periódico, consiguió, como mal menor, que el material quedara simplemente inmovilizado en una caja fuerte.

“La mejor semana que hemos tenido”

En The New York Times, a medida que la decisión definitiva se hacía inminente, una mezcla de euforia colectiva y nervios de iba apoderando de todo el personal, tanto en la redacción como en los talleres. Reston, veterano de muchas de las más importantes batallas periodísticas del siglo, habría de recordar aquellos días como “la mejor semana que nunca hemos tenido”.

Quizás contagiado un poco por el ambiente, el columnista habría de exaltar a Neil Seehan en su sección: “Un generoso y belicoso irlandés del Times llamado Neil Seehan; mitad policía, mitad idealista; respetado por quienes mejor le conocen, odiado y vilipendiado por los sujetos de sus artículos en el Pentágono y por los halcones de guerra de la prensa”. Reston, por su prestigio indiscutible y Rosenthal, por su responsabilidad inmediata, eran las dos cabezas visibles en torno a quienes se agrupaban todos aquellos que se sentían protagonistas de una gran gesta; ambos de elogiar más tarde la entereza de Punch Sulzberger, que fue quien tuvo que soportar las más importantes presiones. Rosenthal afirmó por entonces ante un grupo de colegas: “El titular que con mayor satisfacción he visto nunca en el periódico fue el que decía 'Mitchell trata de parar la serie sobre Vietnam, pero el Times rehúsa'”.

Al final de la crisis la difusión del periódico había aumentado en 60.000. Ello indica que la polémica había llegado también a la calle. Se trataba de un duelo de primera clase. La prensa contra el Gobierno, representados por sus mejores paladines: The New York Times contra el supernixoniano Departamento de Justicia.

Histórica audiencia en el Tribunal Supremo

Durante las dos horas que duró la audiencia del sábado 26 de junio ante el pleno del Tribunal Supremo, toda la atención de los asistentes estuvo concentrada en los jueces Stewart y White. También ellos eran conscientes de que la importante decisión final quedaba en sus manos y quizás por eso se mostraron más activos que sus compañeros valorando los argumentos de las partes.

La recta final que había llevado al Times y al Post hasta el Tribunal Supremo había tenido algunas variantes. Una sala de ocho jueces había atendido la alegación del Gobierno en Nueva York el miércoles y decidido por cinco votos contra tres que el caso debía de volver al juez Gurfein hasta que no quedara a la menor duda de si la seguridad nacional se comprometía o no con la publicación. En cambio, ese mismo día en Washington, siete jueces de entre nueve habían desechado una maniobra similar. Los recursos ante el Supremo habían sido pues presentados por The New York Times contra el Gobierno y por el Gobierno contra The Washington Post.

El Procurador General del Departamento de Justicia, Erwin Griswold, utilizó la primera mitad de la sesión para exponer sus argumentos. Concediendo una importancia mucho menor a la supuesta violación de las leyes de espionaje, aducida por el Gobierno en un primer momento y al parecer difícilmente defendible, Griswold insistió en que la publicación de artículos basados en los "Papeles del Pentágono" constituía una “irrevocable y definitiva amenaza a la Seguridad Nacional”.

El Tribunal Supremo disponía desde el día anterior de una lista de diez puntos específicamente comprometedores según el Gobierno; al parecer algunos de ellos eran tan generales y vagos como para abarcar cuatro volúmenes completos del estudio. Lo que pedía Griswold en resumidas cuentas era lo mismo que, con distinta suerte, se había requerido a los Tribunales de Apelación: retorno del caso a los jueces de distrito en pos de una más completa investigación y evaluación. “Ningún daño resultará de restringir la publicación, mientras se celebran más audiencias”, dijo. A tales palabras el juez Stewart replicó: “A menos que la Constitución haya sido cambiada, toda censura previa es anticonstitucional”.

“A menos que la Constitución haya sido cambiada, toda censura previa es anticonstitucional”

“El Gobierno considera la Primera Enmienda muy importante, pero también lo es la Seguridad Nacional”, contraatacó Griswold. El otro juez considerado como dudoso, Byron White, manifestó entonces que hacía once días que se le había impedido al Times la publicación y ya era bastante tiempo como para haber demostrado todo lo demostrable.

Los segundos sesenta minutos se los repartieron a partes iguales el profesor Bickel, en representación del Times, y William Glendon, abogado del Post. De nuevo los magistrados Stewart y White trataron de precisar al máximo. Así Stewart colocó a Bickel en la hipotética situación de que “100 jóvenes cuya única ofensa ha sido la de tener 19 años y bajos números de reclutamiento” se vieran amenazados de muerte a resultas de la publicación.

Bickel aceptó que era un caso comprometido e instantes después concedió que quizá el Congreso debiera elaborar una ley permitiendo a los tribunales ejercer cierta censura previa en los casos en que se apreciara una “directa, inmediata y visible amenaza contra la seguridad de país”. Ante tal afirmación, el juez Douglas, que hasta entonces había escuchado en silencio haciendo garabatos en un papel tal y como era su costumbre, argumentó vivamente que aquella era una aseveración muy extraña en boca del representante del Times.

Bickel había tratado por una parte de tender un puente hacia los jueces White y Stewart, y por la otra de sacar a relucir su visión relativista de la Constitución, habitualmente expuesta desde su cátedra de Yale y a través de numerosas publicaciones especializadas. Douglas, tenaz defensor de que el espíritu y la letra de la Constitución son algo absoluto e irrevocable, no dejó pasar por alto tal punto: “La Primera Enmienda de la Constitución prohíbe que el Congreso dicte una ley comprometiendo la libertad de prensa. ¿Acaso usted lee ahí que el Congreso puede dictar una ley que comprometa la libertad de prensa?”.

Las palabras de Glendon no aportaron ningún argumento nuevo, quizás con la excepción de su tesis de que lo único entre los documentos que podía afectar a futuras operaciones militares era una relación de los posibles desenlaces de la guerra; “pero cualquier niño de colegio –dijo– podría establecer tales opciones”.

Una victoria por 6 votos contra 3

Los jueces pasaron toda la tarde reunidos y hacia las seis abandonaron el edificio sin hacer pública decisión alguna. Para el lunes 28 estaba programada la última sesión ordinaria del Supremo antes de la pausa del verano, pero ese día tampoco trajo novedad . Por fin el miércoles 30 de junio quedó convocada una sesión extraordinaria para las dos y media de la tarde.

Rosenthal, Sulzberger y Goodale durante la rueda de prensa tras el veredicto.

En una sala de nuevo abarrotada, el juez Warren Burger, como presidente del tribunal, leyó la decisión que, tomada por seis votos contra tres, permitía a los periódicos continuar las series sobre Vietnam basadas en Los Papeles del Pentágono. En plena euforia 20 minutos después Arthur Ochs Sulzberger, James Goodale y Abe Rosenthal, celebraron una victoriosa rueda de prensa. Cuando empezaron a reposar las primeras campanas lanzadas al vuelo, pudieron comprobar que la batalla no había sido del todo ganada.

La reacción de la opinión pública –dividida desde el primer momento– quedaba en el aire. El juez Blackmun en su voto particular parecía querer alimentar el recelo contra la prensa: “Si la publicación de los "Papeles del Pentágono" desemboca en la muerte de soldados, la destrucción de alianzas, el aumento de las dificultades de negociación con nuestros enemigos y la incapacitación de nuestros diplomáticos, entonces la gente de este país sabrá en quien recae la responsabilidad de tan tristes consecuencias”.

El caso de los "Papeles del Pentágono" fue ante todo un conflicto entre el Gobierno y la prensa –el Poder Ejecutivo y el Cuarto Poder– en un inusitado plano de igualdad. “En general, el antagonismo entre el Gobierno y la prensa –aseguró Rosenthal durante la conferencia con los reporteros– es un síntoma de buena salud para ambas partes. No creo que veamos el día, ni tampoco creo que lo debamos ver, en que nos vayamos a la cama juntos”. En opinión de muchos periodistas –sobre todo entre los jóvenes– el caso de los "Papeles del Pentágono" marcó el comienzo de un periodo en el que la prensa empezó a desempeñar con mayor énfasis su legítimo e indelegable papel de vigilante de la maquinaria estatal al servicio de la opinión pública.

Portada del The New York Times del 1 de julio de 1971.