El procedimiento para la formación del Gobierno, escribió Jean Blondel, es la piedra angular en la definición misma del sistema institucional, ya que determina el peso de los diferentes órganos que en él participen, y que son básicamente el Jefe del Estado y el Parlamento.

En algunos países, como Japón o Suecia, está excluida la participación del Jefe del Estado, de forma que es el Parlamento, o sea el partido o coalición mayoritaria, quien nombra al Jefe del Gobierno. En otros, se produce lo contrario, pues no hay investidura parlamentaria, como ocurre en el Reino Unido o en Austria, de forma que el nombramiento del Premier lo efectúa el Jefe del Estado y, a propuesta de aquél, del resto del Gobierno. La confianza parlamentaria se presume iuris tantum.

En fin, el tercer sistema asocia al Jefe del Estado y al Parlamento en la designación. Dentro de éste hay, a su vez, distintas variantes, pues por ejemplo en Bélgica el Jefe del Estado, después de las pertinentes consultas, nombra al Primer Ministro, que nombra a su Gabinete, con el que se presenta ante la Cámara para pedir su confianza. En Alemania, en cambio, el candidato a Canciller es propuesto por el Presidente de la República, y sólo él debe contar con la confianza del Bundestag, de manera que nombra después libremente a los Ministros. Es también el caso español en el que, por tanto, el proceso de formación del Gobierno se estructura en dos fases.

La situación actual es nueva, como lo es que deban celebrarse varias sesiones de consultas en la Zarzuela

Como ya es sabido por casi todos, el proceso se inicia con las consultas regias. En efecto, el Rey, una vez constituidas las Cámaras y los grupos parlamentarios en su seno, se reúne por separado con los representantes de las formaciones políticas que han obtenido representación parlamentaria a efectos de conocer su posición en relación con quién apoyaría como candidato a la Presidencia del Gobierno. Dado su status, el Rey ha de actuar con absoluta imparcialidad o neutralidad, de forma que queda excluido cualquier margen para desplegar potestas alguna o para imponer un candidato propio.

Si la voz del pueblo en las elecciones se ha expresado de forma nítida y clara, sin duda alguna ha de proponer al candidato que haya obtenido ese respaldo (tradúzcase por mayoría absoluta). Si ningún candidato ha alcanzado ese umbral habrá de proponer a quien, tras comprobar en las consultas los apoyos, acredite poder superar la investidura. Ambos supuestos se han producido en nuestra reciente historia y no hace falta ejemplificarlos.

La situación actual es nueva, como lo es que deban celebrarse varias sesiones consecutivas de consultas en el Palacio de la Zarzuela. Ningún candidato presenta, por el momento, más aval que sus propios votos. Y el candidato del partido mayoritario ha renunciado a presentarse ante el Congreso de los Diputados porque no ha encontrado, hasta la fecha, otro respaldo que el de los miembros del su grupo y asume la oposición del resto.

No resulta conforme con su status que el Rey se convierta en protagonista de la negociación

Tras la nueva ronda de consultas –que el profesor De Esteban Alonso definió hace bastantes años como “verdaderas sesiones de trabajo en busca de una solución”, y de verdad que se alumbra lo van a ser- se ofrecen enormes incógnitas. El Rey puede volver a efectuar la misma propuesta o efectuar una nueva que puede asimismo ser aceptada o no. En todo caso, de lo acaecido hasta ahora más bien se vislumbra que los hipotéticos pactos de Gobierno no se están fraguando entre los actores políticos, sino que éstos se encuentran un paso atrás en espera de que alguno acepte finalmente ser candidato.

Desde luego no resulta conforme con su status que el Rey se convierta en protagonista de la negociación, pues, como decía Bagehot, su papel arbitral se traduce en la capacidad para sugerir o aconsejar dentro de los estrictos límites de un Monarca parlamentario. No cuenta con los márgenes de discrecionalidad, por ejemplo, del Rey belga, que dispone incluso de los llamados informadores o activadores del pacto político. Tampoco cabe al Rey entrar en la vida interna de los partidos políticos instando que el candidato pueda ser otro distinto que el cabeza de lista, pues la decisión corresponde por entero a aquéllos y a sus Comités Ejecutivos. La función es mediadora o de aproximación entre las fuerzas políticas, si bien entiendo que es a éstas y no a él a quien corresponde alcanzar la solución. Y la misma, en la presente situación, ha de nacer de alianzas, coaliciones o apoyos puntuales en primera o segunda votación.

Hemos de recordar que no hay plazo para la formulación de la propuesta (ya ha habido una frustrada). Y de las sucesivas rondas de consultas pueden surgir otras propuestas que también cabe que ni siquiera lleguen a debate parlamentario, porque el candidato renuncie finalmente.

Solamente existe una fórmula, y es que alguien se ofrezca como candidato sin posibilidades de ser elegido

El único plazo que se establece por la Constitución, en su artículo 99, empieza a contar desde que ha tenido lugar la primera votación de investidura, es decir, tiene que haber habido un intento (fracasado) de investir a un candidato tras la exposición de su programa. Si transcurren dos meses desde esa primera votación y la Cámara Baja no ha otorgado su confianza a un candidato (el primero puede ser incluso el único), se produce la automática disolución del Congreso y Senado y habrá nuevas elecciones.

Si ningún candidato se postula, es decir, acepta la nominación y se presenta ante la Cámara, la situación se bloquea, pues el Presidente del Gobierno en funciones, conforme al artículo 21 de la Ley del Gobierno, no puede ejercer la facultad de “proponer al Rey la disolución de alguna de las Cámaras, o de las Cortes Generales”.

Solamente existe una fórmula, que se nos ocurra, por más que pueda parecer esperpéntica y es que “alguien” se ofrezca o, mejor, sea sugerido como candidato sin posibilidades de ser elegido y de tal manera empiece a contar el plazo de los dos meses, única guillotina ante un callejón sin otra salida.

*** Enrique Arnaldo Alcubilla es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.