
Teresa Arsuaga y su libro 'Te veo, te escucho, te reconozco'
Hace unos años pensé en escribir un libro que reuniera algunas de mis observaciones y experiencias como mediadora de conflictos.
Lo que escribí finalmente fue un libro de relatos que titulé: No dramatices. A través de los protagonistas de estos cuentos y de sus peripecias traté de mostrar el efecto conflictivo y distorsionador que puede llegar a tener en las personas el sentimiento de insignificancia e irrelevancia.
Había comprobado que este sentimiento era una constante en muchos conflictos, aunque a menudo no aflorase a la superficie.
Te veo, te escucho y te reconozco es ese primer libro que en aquel momento no llegué a escribir. En él recupero la idea inspiradora de aquellos relatos (el sentimiento de insignificancia) pero poniendo el énfasis en este caso en las causas que lo provocan: la percepción de no ser visto, escuchado o reconocido.
Con este último texto mi pretensión ha sido confeccionar una guía para la gestión inteligente y eficaz de los conflictos.
Mejorar el modo en que los gestionamos es uno de los asuntos que mayor incidencia puede tener en nuestro bienestar.
Y ello porque los conflictos no son fenómenos extraordinarios, sino frecuentes y naturales en nuestro día a día. Estamos permanentemente interactuando con nuestras diferencias de todo tipo y con nuestros distintos derechos, muchas veces, incompatibles. Es normal que existan fricciones.
Solucionarlas adecuadamente no es una tarea tan sencilla. En primer lugar, porque inexplicablemente no hemos recibido una educación especializada en este asunto tan trascendental, como si lo hemos recibido en muchos otros no tan determinantes.
Este puede ser el motivo de que tantos desencuentros cotidianos terminen, innecesariamente, en los tribunales.
Para que esto no ocurra habría que pensar que no siempre lo que nos conviene en una controversia es adoptar una postura de confrontación con la que se busque vencer y tener razón.
Esto necesariamente nos sumerge en un proceso algo empobrecedor de autoafirmación y corroboración individual que nos cierra a toda posibilidad de diálogo.
Quizás resulte más práctico preguntarse sobre lo que verdaderamente queremos y nos interesa. Para ello tendremos que imaginarnos en el futuro, rehuyendo la tendencia perturbadora a instalarnos en los agravios pasados, aunque estos nos impiden muchas veces ver con claridad lo que queremos y necesitamos realmente.
Recuerdo el caso de un hombre que, molesto tras enterarse de que su exmujer planeaba hacer un viaje con sus hijos en el periodo de vacaciones que no le correspondía, se dispuso a impedirlo recurriendo a la vía judicial. Es posible que el juez le diera la razón, aunque es difícil siempre tener esa certeza.
Algunas preguntas que podrían surgir entonces desde los intereses podrían ser: ¿Cómo va a afectar esto a tu relación con tus hijos? ¿Quieren hacer ellos el viaje?, ¿y con tu exmujer? ¿Cómo será tu vida a partir de entonces? ¿Qué probabilidades tendrás de hacer cualquier cambio cuando tú lo necesites?
Otra cuestión importante que he podido comprobar es que los conflictos, por lo general, no son, objetivamente, difíciles de solucionar. Cuando esto no se logra es, normalmente, porque no existe una voluntad real de hacerlo.
Lo que ocurre entonces en realidad es que una o las dos partes del conflicto están sobreactuando: hay un exceso de enfado, de orgullo, de odio que las conduce a juzgar, culpabilizar, victimizarse o a buscar venganza en lugar de centrarse en resolver el problema.
En la segunda parte del libro proporciono algunas herramientas que me han resultado especialmente eficaces para redirigir el conflicto hacia los intereses y necesidades y para evitar estas dramatizaciones que nos impiden llegar a ellos y que son tan perturbadoras.
De entre todas estas herramientas destacaré las tres que dan título a este libro: ver, escuchar y reconocer. Se trata de unas acciones infalibles para rebajar la escalada del conflicto y frenar en él estas sobreactuaciones.
Cómo ejecutarlas eficazmente es un asunto que se trata extensamente en el libro.
Y lo mismo con respecto a uno mismo. Es útil saber que cuando se está sobreactuando de esta manera, es probable que alguna de estas necesidades (la de ser visto, escuchado o reconocido) se encuentren insatisfechas.
Recuerdo el caso de un joven adolescente que se comportaba de manera violenta con su madre. Le recriminaba que hubiera permitido el maltrato al que los sometió su padre. No entendía por qué aguantó tanto junto a un hombre así.
El comportamiento rebelde hacia su madre no cesó hasta que ella dejó de defenderse cada vez que el chico le hablaba. Y es que él lo único que necesitaba era que su madre lo escuchara generosamente. No necesitaba un reconocimiento de culpabilidad, ni que le pidieran perdón, solo sentir que su madre se hacía cargo, reconocía, el sufrimiento por el que había pasado.
Pero ¿por qué sobreactuamos en lugar de pedir colaboración para satisfacer estas necesidades de atención? ¿Por qué en lugar de decir "me gustaría pasar más tiempo contigo" decimos "eres un egoísta"? Encuentro dos motivos posibles: porque no somos conscientes de estas necesidades y porque no nos gusta reconocernos necesitados, ni ante nosotros mismos y mucho menos ante los demás.
Se nos ha educado sobre todo para ser competitivos, fuertes y autónomos. Este último término en occidente llega a identificarse con la dignidad. Esa es la imagen que nos gusta y no la de ser vulnerables y dependientes. Sin embargo, esta es nuestra naturaleza verdadera.
Al intuirla en el conflicto, sobreactuamos: enjuiciamos y culpabilizamos orgullosos, situándonos entonces en una posición de aparente superioridad.
Si nos reconciliáramos un poco con esta otra visión también real de nosotros mismos, es posible que nos tomásemos las cosas con algo menos de vehemencia y más humor e indulgencia.
Mi propuesta en este libro es, pues, que abracemos con mayor gusto esta otra imagen, la de nuestra común indigencia.
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