Cuando correr es político: la otra carrera de las mujeres
Correr.
Un verbo simple, ligero, casi invisible en el lenguaje. Pero también uno de los más poderosos.
Correr es más que avanzar. Es decidir el ritmo. Es tomar el espacio. Es imprimir al mundo el sonido propio de los pasos.
Durante siglos, las mujeres corrieron en silencio. Con la falda recogida, con la respiración contenida, con la urgencia disimulada.
Corrieron entre pasillos, tras los hijos, hacia la tienda, al trabajo, a casa. Corrieron como si no lo hicieran. Como si no debieran hacerlo.
Como si cada zancada fuera un exceso. Como si sus piernas solo sirvieran para el paso moderado, no para el impulso libre.
Hoy las vemos correr distinto. Ya no corren por cumplir, corren por ser.
Corren por deseo, por salud, por belleza, por potencia. Corren porque saben que correr es ocupar un espacio que antes les fue negado.
Correr es pisar la tierra con legitimidad. Es marcar territorio con la planta firme del pie. Es dejar huella no solo en el suelo, sino en el tiempo.
Y cada vez que lo hacen, las mujeres no solo marcan el recorrido, no solo ganan espacio. Ganan historia.
Porque toda carrera tiene un origen, y nosotras sabemos bien que las nuestras casi siempre empezaron lejos de la línea de salida. Que antes de competir hubo que existir.
Antes de correr hubo que insistir. Antes de llegar tocó demostrar que se tenía derecho a estar.
No hay que ir muy atrás. 1967. No han pasado aún ni sesenta años. Kathrine Switzer se inscribió en el maratón de Boston ocultando su nombre tras unas iniciales. No buscaba escándalo, buscaba dignidad.
Corrió con fuerza, con coraje, con cuerpo y con causa. Hasta que un hombre la identificó e intentó arrancarle el dorsal en mitad de la carrera.
Ese gesto —tan brutal como simbólico— se convirtió en una imagen para la historia: un brazo masculino intentando frenar la carrera de una mujer que no pensaba detenerse.
No lo hizo. Otros dos hombres la protegieron para que pudiera seguir su camino. No más rápido. Más libre. Benditas las manos masculinas que nos empujan y nos abren las puertas.
Desde entonces, otras han corrido. En pistas, en calles, en desiertos, en oficinas, en salas de juntas, en parlamentos, en trincheras invisibles en las que parece imposible moverse con rapidez.
Y esa carrera, la otra, la verdadera, la que no lleva cronómetro ni público, es la que está cambiando el mundo.
Las niñas de hoy ya no preguntan si pueden correr. Saben que sí. Porque han visto a otras hacerlo antes. Porque las fotos existen, los nombres ya están, los puentes ya están construidos.
Porque las zapatillas que se atan ahora pisan sobre la tierra que otras rompieron con los tobillos en carne viva. Y eso también es herencia. Y eso también es memoria.
Cada vez que una mujer corre, afirma su paso, su pulso, su derecho a ser quien no se esconde, quien no se cubre, quien no pide permiso para existir.
Ella sabe ya que, aunque parezca que se mueve sola, nunca lo está del todo. Corre con la memoria de las que rompieron el silencio y con la mirada de las que aún esperan su turno. Corre con el ruido sordo de una historia que ya no se deja silenciar.
La historia tiende a repetirse con otra forma. En los Juegos Olímpicos de 2020, Sifan Hassan, la atleta etíope nacionalizada neerlandesa, cayó al suelo en mitad de su serie clasificatoria.
Cuando todo parecía perdido, se levantó. Sola, rápida, intacta en dignidad, remontó a todas sus rivales una a una, y ganó. Luego ganó el oro también en los 5.000 y los 10.000 metros.
Aquella caída fue su victoria más inolvidable. Porque hay gestos que no están en el medallero, pero están en la memoria. Y ella dejó uno: el de una mujer que se levanta, sigue corriendo, y lo cambia todo.
Cuatro años después, en París, vivimos intensamente el regreso de la mente sobre el cuerpo. Simone Biles se convirtió en un icono de la fortaleza y la resiliencia.
O la ya mítica frase de Carolina Marín, nuestra Top 100 honoraria, tras su lesión: “Hoy me voy sin medalla, pero con el alma en alto. Esto también es ganar”.
Este domingo celebramos el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz.
Y sí, el deporte transforma. Pero no solo por lo que hace en el cuerpo. Si no por lo que revela en el alma. Porque correr sigue siendo un acto político. Poético. Profundamente humano.
Las mujeres no corren solo para llegar. Corren para abrir. Para nombrar. Para dejar grietas en los muros que otros creyeron eternos. Porque cuando ella pisa, el mundo ya no vuelve a cerrarse tras su estela.