El inicio de curso es tiempo de renovación y nuevas ilusiones, y este año he comenzado una actividad extraescolar con mi hija pequeña que, por simple, resulta extravagante.

Se denomina “los lunes en el jardín” y, de la mano de una amiga psicóloga y profesora de yoga, un grupo de padres e hijos pasamos la tarde simplemente jugando en su jardín.

Los niños cogen huevos de las gallinas, se tiran por la tirolina, diseccionan las vértebras de una serpiente momificada y, entre carrera y carrera, hablan con los padres y expresan sus emociones.

Mi amiga ha conseguido reunir a un grupo interesante de padres de mediana edad con hijos; por eso las charlas de los lunes son enriquecedoras y nutritivas, casi terapéuticas sin pretenderlo.

Coincidí con una madre que es soprano de ópera. Me fascinó conocer cómo es la realidad de una profesión tan exigente y la complejidad de coordinar giras internacionales y maternidad.

En su caso, como en la mayoría, tener una pareja que la apoya y acompaña ha sido clave en su trayectoria. Me confesaba que solo el 10% de las sopranos de ópera en activo son madres: la profesión empuja al límite la perfección, y cuando no están viajando están estudiando. No hay margen. No hay pausa. No hay tregua.

Hablar con ella fue una delicia. Me contaba que la música no era solo su trabajo: era su vida. La certeza de que dedicarse a ello era su manera más honesta de contribuir a la sociedad le brotaba sin imposturas. Me pareció un planteamiento tan puro, tan poco habitual en un mundo donde las vocaciones se cotizan menos que los resultados, que me atrapó desde el primer minuto.

Pero lo que de verdad me conquistó de nuestra conversación fue cuando me confesó cuál creía que había sido la fórmula de su éxito. ¿Por qué aquella niña malagueña nacida en El Palo estaba hoy trabajando en algunas de las mejores óperas del mundo?

Según ella, son muchas las cantantes que podrían estar en su lugar. Y con una humildad desarmante me dijo que no pensaba que fuese la que mejor cantaba, pero sí la mejor profesional. Me lo explicó con una claridad sin fisuras: era la que siempre llegaba la primera a los ensayos, la que llevaba el texto aprendido, la que estudiaba con disciplina.

Además, ser músico de carrera le permitía trabajar en equipo con la orquesta, no por encima ni a pesar de ella. Era una persona flexible, con un ego muy controlado, y estaba convencida de que esas cualidades —más que las notas más altas o la voz más potente— habían construido el éxito que hoy vivía.

En el camino de vuelta a casa, mientras conducía con precaución para que los huevos recogidos no sufrieran daños, pensé en lo poderoso de este mensaje. En cómo, a veces, nos empeñamos en que el éxito depende del talento innato, cuando en realidad se sustenta en hábitos más sencillos y menos glamurosos: preparar, cumplir, estar.

Y, especialmente ahora, en plena revolución de la inteligencia artificial, este mensaje cobra aún más fuerza. La IA está transformando el concepto mismo de conocimiento: ya no será tan determinante quién tiene más datos, sino quién sabe aplicarlos, interpretarlos y ejecutarlos con criterio.

El valor no estará en el qué, sino en el cómo. La excelencia profesional va a depender menos de acumular información —porque la tecnología ya lo hace por nosotros— y más de la capacidad humana de trabajar con rigor, sensibilidad, flexibilidad y responsabilidad.

Quizá esa sea, al final, la verdadera fórmula del éxito:

No ser el que más sabe, sino el que mejor hace.

El que llega, el que cumple, el que aporta.

El que sostiene el oficio cada día, incluso cuando nadie mira.

Porque el conocimiento puede democratizarse y automatizarse con un logaritmo.

La profesionalidad, en cambio, sigue siendo un arte profundamente humano.