Llevo mucho tiempo pensando en la Costa del Sol (que no es más que una muestra de todo el Mediterráneo español) como un colchón de playa con un pinchazo lento y sibilante. Durante años, nos hemos tumbado cómodamente sobre él, mecidos por la brisa del éxito, ignorando ese siseo casi imperceptible que nos advertía de lo inevitable: tarde o temprano, y sin un estruendo que nos alerte, tendremos que abandonarlo en el agua y volver nadando a tierra.

Hemos montado una infraestructura turística gigantesca a base de consumo bruto de recursos, asumiendo que la energía y el agua eran infinitos. Hemos vivido drogados por la narrativa de que los récords de pernoctaciones lo justificaban todo. Nuestro modelo turístico, aclamado como motor económico, ha funcionado en realidad como un parásito perfecto, en un esquema lineal de “coger, usar y tirar”.

Ha consumido con voracidad los recursos que no creó y que le dan sentido: el sol, un paisaje único, un clima social amable y un patrimonio cultural acumulado a lo largo de los siglos. A cambio, nos ha dejado los residuos de su digestión: escasez de agua, contaminación, desconexión con la cultura local y una fractura entre los que viven del turismo y los que lo padecen.

El cambio climático ha dejado de ser un debate de ecologistas para convertirse en una auditoría en tiempo real a nuestro modelo de negocio. Los veranos, antes nuestra gran baza, se están volviendo tan insufribles que nuestros visitantes tradicionales, los que buscan descanso y no un golpe de calor, empiezan a buscar refugio en destinos menos sofocantes.

La solución que propone el sector, casi como un acto reflejo, es ampliar la temporada al otoño. Una idea lógica, si no fuera porque esos otoños son cada vez más propensos a eventos climáticos extremos. Las DANAS ya no son “cisnes negros”, son parte del nuevo calendario, eventos recurrentes.

La renovación de las playas y la reparación de las infraestructuras dañadas son cada vez más frecuentes y costosas. Como la industria turística es el pilar de nuestra economía, el dinero público acude al rescate sin dudarlo. Cada euro invertido en reponer arena es un euro que no va a mejorar la sanidad o la educación, ni las infraestructuras, ni la movilidad.

La situación que vive la Costa del Sol no es única. El modelo de “sol y playa” basado en la creencia de que los recursos son infinitos se repite a lo largo de todo el Mediterráneo y está mostrando sus límites cuando le aplicamos la auditoría física de los eventos climáticos, el agotamiento de los recursos y la inversión pública para mantenerlo artificialmente.

Cuando un promotor no consigue aprobar un Plan Parcial o no obtiene una licencia porque la red de saneamiento está al límite o porque no hay garantía de suministro eléctrico y de agua, no estamos ante un mero problema burocrático.

Estamos ante la evidencia más clara de que el sistema ha llegado a un punto de saturación. Podemos lamentarnos y culpar a la administración, o podemos hacer una lectura más profunda y valiente. Porque debemos entender una cosa: una vivienda, un hotel o un campo de golf no valen nada si la ciudad y el territorio que los rodea se vuelve funcionalmente inhabitable, si los costes ambientales y de mantenimiento de los suministros, el transporte y los servicios básicos superan la capacidad económica de la población que lo habita.

La Costa del Sol, por su madurez, su escala y su ecosistema empresarial, puede dejar de ser un ejemplo de los problemas para convertirse en el laboratorio donde se diseñe un nuevo modelo para el turismo del siglo XXI. La clave está en anticiparse. En no negar la evidencia. En hacer como Inditex.

La compañía gallega, en un momento de máxima eficiencia de la deslocalización, decidió invertir en producción de proximidad. Parecía una locura, una pérdida de competitividad. Sin embargo, cuando la logística mundial colapsó, ellos eran los únicos que tenían certeza de suministro. No perdieron, invirtieron en resiliencia. Dieron un paso atrás para dar dos pasos gigantes hacia adelante. Esa es la mentalidad que necesitamos.

En nuestro caso, la estrategia más innovadora es asegurar el paisaje, la movilidad, el interruptor de la luz y el grifo del agua. Para nuestro modelo turístico, “dar un paso atrás” significa invertir hoy en las infraestructuras y en la planificación que garantizarán nuestra existencia mañana. Significa entender que la verdadera rentabilidad no es la que se obtiene este trimestre, sino la que se asegura para la próxima década.

La innovación es mental. Es estratégica y física. Se trata de invertir en las infraestructuras que nos harán resilientes. Un saneamiento integral que nos permita reutilizar cada gota de agua, convirtiendo un residuo en un recurso y garantizando el suministro para la agricultura, los campos de golf y el mantenimiento de nuestros paisajes.

Un tren litoral que, más allá de ser una infraestructura de transporte, sea una herramienta de ordenación territorial y redistribución social, que vertebre la costa, reduzca la huella de carbono y nos libere de la tiranía del coche cuando se usa para ir a trabajar, no para dar paseos a media mañana con un coche descapotable de alquiler.

Una gestión forestal inteligente del interior que proteja el suelo, prevenga incendios y asegure que las sierras sigan siendo un sumidero de CO22 y un tesoro paisajístico, con una población valorada y empoderada (una persona empoderada es una persona creativa y capaz de aportar soluciones y riqueza).

Esto, por supuesto, requiere un esfuerzo colectivo y una gran inversión económica. Requiere valentía política para tomar decisiones que quizás no den réditos en una legislatura y que exijan llegar a acuerdos con la oposición, pero que construirán el futuro de una generación. Requiere visión empresarial para entender que la rentabilidad a largo plazo pasa por su aportación específica a un modelo realmente sostenible en el tiempo.

Una buena interlocución que entienda estos parámetros de beneficio a largo plazo es fundamental en ambos lados de la mesa de la colaboración público privada. Y requiere una ciudadanía informada y comprometida, que exija pero también participe y se beneficie de esta transformación. Necesitamos crear una gran conversación, una caja de resonancia donde debatir sin miedo sobre los problemas sin buscar culpables, porque no los hay. Las condiciones de contorno son las mismas para todos los territorios. Los que pasen a la siguiente pantalla serán los que cuenten con líderes intuitivos y capaces de entender que el éxito ya no se mide por el beneficio trimestral, sino por la capacidad de perdurar.

Nuestro desafío es la fragilidad. Nuestro lenguaje debe ser el de la resiliencia. Y las acciones coherentes son las inversiones en infraestructuras físicas y sociales. Propongo la creación de un Instituto o Consejo de Resiliencia Turística de la Costa del Sol para la formalización de una alianza estratégica donde los actores clave que dan forma al territorio se sienten en la misma mesa, no para defender intereses particulares sino para proteger nuestro interés común: la prosperidad a largo plazo de la Costa del Sol.

Algo así como lo que se planteó en el Parque Tecnológico con la pandemia y que cristalizó en el Instituto de Innovación Ricardo Valle. ¿Por qué no podría haber algo similar en el sector turístico si es el principal motor económico del territorio?

Este organismo incluiría entre otros a representantes de la asociación de hosteleros, hoteleros y comerciantes, a portavoces de los constructores y promotores, a los colegios profesionales, a los Ayuntamientos más relevantes y la Diputación, así como a la Universidad a través de las cátedras, institutos o grupos de investigación relativos al territorio, el cambio climático, el turismo, las ciencias del trabajo, la energía o la innovación tecnológica aplicada.

Su función sería la de monitorizar y anticipar riesgos y oportunidades, diseñar planes de contingencia para cada riesgo identificado, y sobre todo fomentar una Cultura de la Innovación y la Previsión.

¿Qué impacto tendría una DANA en plena temporada alta? ¿Cómo afectaría una ola de calor prolongada a los mercados emisores? ¿Qué plan tenemos si un evento geopolítico inesperado interrumpe las cadenas logísticas o el tráfico aéreo? ¿Qué pasa si los trabajadores y las trabajadoras no son capaces de llegar a su puesto de trabajo porque cada vez viven más lejos y no hay transporte público de calidad? Se trata de poner sobre la mesa el “¿y si…?” para contar con planes de respuesta coordinados. ¿Se podría pensar en comunidades energéticas para los hoteles?

¿Se podría pensar en dotar a los nuevos edificios de capacidad de producción de energía para aguantar un apagón de un par de días? ¿Se podría pensar en una red de suministro de alimentos de productores locales en caso de fallo en el sistema logístico? ¿Se podría pensar en un fondo de innovación colectivamente financiado en el que participasen la Universidad y las empresas locales? Al final, conocer al que tienes al lado para resolver problemas comunes, te hace más empático y te lleva a pensar en términos de prosperidad antes que en términos de beneficios. Lo divertido de esta idea es que la prosperidad siempre lleva a los beneficios, con la diferencia de que estos son de más largo alcance.

La meta sería que, con el tiempo en cada hotel, en cada promotora, en cada Ayuntamiento y en cada asociación existiese una persona, un área o un departamento dedicado a la innovación estratégica y a la previsión, conectado y alineado con la inteligencia colectiva del Consejo.

Se trata de crear el “cerebro estratégico” de nuestro modelo turístico. Un espacio para la colaboración público privada real, donde dejemos de trabajar aisladamente y empecemos a funcionar como un ecosistema inteligente y resiliente, para seguir siendo un líder mundial, no solo por nuestro sol, sino por nuestra inteligencia.

No tiene sentido reparar el pinchazo del colchón de agua. Se necesitan ingenieras e ingenieros (metafóricamente hablando) capaces de diseñar un barco robusto capaz de incluir a todos para navegar con seguridad en las aguas, a veces turbulentas, del futuro.