De todos los aficionados a la inteligencia artificial y el derecho es conocido que en febrero de 2024 Elon Musk interpuso una demanda contra OpenAI y sus fundadores Sam Altman y Greg Brockman.
El texto, presentado en un tribunal de California, refleja la ruptura definitiva entre el magnate y la empresa que ayudó a fundar en 2015 con el ambicioso propósito de desarrollar inteligencia artificial (IA) “en beneficio de la humanidad” y sin ánimo de lucro.
Según la demanda, Musk invirtió decenas de millones de dólares y reclutó talento internacional para OpenAI, confiando en la promesa de desarrollar un modelo sin fines de lucro.
Pero, en 2019, OpenAI cambió su estructura al crear una filial con ánimo de lucro, abriendo la puerta a la multimillonaria inversión de Microsoft. Esa alianza y los posteriores desarrollos tecnológicos —en particular, el avance de ChatGPT y GPT-4— habrían supuesto, para Musk, la traición a la misión fundacional: el bien público cedía su lugar a los beneficios privados y, en concreto, al interés estratégico de Microsoft.
Para mayor abundamiento, en noviembre de 2023, OpenAI vivió una de las mayores crisis de gobernanza en la historia de las tecnológicas: su consejo de administración destituyó por sorpresa a Sam Altman, alegando una “pérdida de confianza” y acusándole de no ser transparente en sus comunicaciones.
Esta decisión desató una oleada de reacciones internas y externas: tras la salida de Altman y la renuncia del presidente del consejo, Greg Brockman, cientos de empleados amenazaron con dimitir y sumarse a Microsoft, el gigante que ya era el principal socio tecnológico e inversor de OpenAI.
Microsoft, lejos de quedarse al margen, ofreció inmediatamente a Altman liderar un nuevo laboratorio de IA dentro de su estructura, presionando así para que OpenAI reconsiderase la decisión.
Finalmente, tras días de incertidumbre y presión de los trabajadores y aliados estratégicos, Altman fue restituido como CEO de OpenAI con el respaldo de Microsoft, mientras que el consejo de administración fue prácticamente sustituido, quedando en evidencia la influencia creciente del gigante de Redmond en la gobernanza de la empresa.
OpenAI y Altman, según la demanda mencionada, conscientes de los elevados costes de desarrollar una “IA general” (AGI), optaron por la vía comercial sin buscar el consenso de las partes fundadoras. Según Musk, la estructura dual de OpenAI —entidad sin ánimo de lucro y una sociedad limitada lucrativa— permitió sortear las limitaciones estatutarias e institucionalizar la captación de inversión privada y la explotación comercial de la tecnología desarrollada.
Además, acusa a Altman y su equipo de “aprovecharse” de los aportes originales de Musk y otros inversores para después orientar la entidad en una dirección contraria al acta fundacional.
OpenAI, en anteriores comunicados y acciones judiciales, ha sostenido que Musk no tenía derecho a veto ni a control sobre la estrategia de la empresa tras su salida en 2018 por posibles conflictos de interés con Tesla.
Según OpenAI, fue el propio Musk quien presionó para fusionar OpenAI con Tesla o bien asumir él el control total, algo que los otros fundadores rechazaron. La reorganización societaria que cuestiona Musk sería la respuesta natural a la necesidad de asegurar la viabilidad financiera del proyecto y responder a la feroz competencia internacional en IA.
La empresa además ha hecho público que no existe un “contrato fundacional” vinculante que Musk pudiera invocar.
¿Se trata de una genuina defensa del interés público en IA, o es un ajuste de cuentas empresarial? La denuncia retoma el relato filantrópico (el “beneficio de la humanidad”), pero aparece justo después de la pérdida de influencia de Musk frente al pacto millonario entre OpenAI y Microsoft.
Los hechos invitan a pensar en una mezcla de razones: por un lado, Musk ha defendido en foros públicos la necesidad de control ético sobre la IA; por otro, su salida de OpenAI y su intento frustrado de liderar el proyecto añaden un componente de despecho estratégico por la oportunidad perdida.
Bien es verdad que la ética de Musk ha quedado en cuestión tras su celebración brazo en alto en la investidura de Trump y más recientemente con el cobro del bonus más alto de la historia de casi un billón de dólares.
En cualquier caso, la respuesta judicial dirá si el argumento fundacional de Musk, que apela al bien común, es suficiente o si, en cambio, lo prevalente ha sido la adaptación empresarial y la competencia tecnológica.
Lo cierto es que la demanda refleja el dilema actual en el desarrollo de la inteligencia artificial: filantropía y ética frente a intereses corporativos, el debate sobre quién controla —y para qué— las tecnologías que transformarán la sociedad.