Suena por el patio interior de mi casa en Córdoba el pasodoble Suspiros de España, y le digo a mi mujer, para la que hago de pinche torpe y animoso, que me gustaba mucho la versión que hizo Dyango.

Cuando era pequeño, en casa se escuchaba mucha música, y ahora que por las noches vemos de nuevo Cachitos de hierro y cromo, y recordamos las canciones y grupos que marcaron nuestra juventud, me digo a mí mismo que la memoria musical de mi infancia también tiene un artículo. Y más siendo hoy mi cumpleaños.

Tuve la suerte de crecer rodeado de hermanos mayores: 12, 11 y 9 años más que yo, así que mis primeros recuerdos son de Los Canarios -y aquella mítica frase intercalada en una canción en inglés, “extracto de pollo en lata”-, los Pop Tops y algunos otros.

Había en casa un tocadiscos de los años sesenta, y de vez en cuando aparecían vinilos de las bandas más modernas de la época. Pero mi gran educación musical vino de la mano de mi hermano Carlos, que me ponía a Triana, Led Zeppelin, los Rolling, la Electric Light Orchestra, Camel, The Police, Roxy Music y otros muchos grupos similares, porque estudiábamos juntos en nuestro dormitorio compartido y la música impedía que escucháramos la televisión encendida en el salón, los pitidos de las ollas exprés del vecindario, los ruidosos rieles de los tendederos y todo ese catálogo interminable de sonidos domésticos que marcaban la convivencia de los bloques de viviendas con ruidoso patio interior.

Respecto a mis hermanas, recuerdo con nitidez la súbita aparición de Mariví en el salón cada vez que salía en la tele Pablo Abraira cantando Gavilán o paloma, con su melena rubia y su voz rota por el desamor.

Los sábados por la noche, mientras yo jugaba tirado en el suelo con mis soldaditos, mi madre y mi tía se embobaban con Rocío Jurado, Mocedades, Camilo Sesto, Mari Trini, Julio Iglesias, Paloma San Basilio y un largo etcétera de cantantes de la época.

Con el paso del tiempo, uno vuelve a escuchar a Rocío Jurado y reconoce y admira su voz, su fuerza, el desgarro de sus letras y la vida desatada en sus canciones. No puede extrañar, ahora que ya se coquetea con los sesenta -aún me queda, que nadie se precipite-, que los adultos se quedasen pasmados delante del televisor viendo a aquella artista portentosa cantando aquellas canciones tremendas, cuando la vida era tan gris y los sentimientos debían esconderse, o mutilarse.

Hay muchos más nombres, claro, todos podemos recordar a nuestros favoritos. Los domingos por la mañana, mientras mi madre y mi tía Anichi se afanaban preparando tortillas de patatas y filetes empanados, solía sonar zarzuela en mi casa en un radiocasete más o menos moderno.

Me cuenta mi madre que las zarzuelas favoritas de mi padre eran La del manojo de rosas, La verbena de la Paloma, puede que también La rosa del azafrán.

Mi padre tenía una colección de casetes de zarzuela, una de aquellas colecciones semanales que se compraban en los quioscos durante casi dos años, pero él logró completarla con tesón y paciencia y por las mañanas dominicales amenizaban los preparativos para ir al campo o a la playa, con las fiambreras bien pertrechadas y la nevera cargada de hielo en bloques.

No era mi padre muy aficionado a la ópera, pero le encantaba Carmina Burana, que a mí también me gustaba. Cuando se hizo popular en España gracias a la película Excalibur, yo tenía trece años, pero logré identificar aquella banda sonora que ponía épica a las brutales y estéticas cargas de la caballería medieval acorazada, dirigidas por John Boorman.

Esa ópera me ha acompañado toda la vida, y lo seguirá haciendo, porque a veces hablamos poco con nuestros padres cuando podemos y luego nos arrepentimos cuando ya es tarde, no están, y no pueden contarnos sus recuerdos, sus alegrías y tristezas, sus logros y fracasos.

Una casa musical es una casa alegre, feliz, divertida, y además se pueden compartir los diversos gustos generacionales. Cada Nochebuena, durante muchos años, hacíamos en casa entre toda la familia una suerte de amigo invisible al que alguien puso el nombre de Los compadres.

Nos hacíamos regalos por sorteo, y raro era el año que no llegaban a la fonoteca familiar cintas de casete de Julio Iglesias, Bertín Osborne, Rocío Jurado o Alfredo Kraus -La Dolorosa, insiste mi madre-, sin olvidar a Plácido Domingo y aquellos pastiches infames de música clásica orquestados por Luis Cobos.

Cada Navidad se renovaba el repertorio con las últimas novedades, con los grandes éxitos del año a punto de terminar, y había cierto cachondeo con los gustos familiares, los aciertos y los fallos, las caras reveladoras de quienes recibían los regalos, porque todo era siempre una sorpresa y aquello, por encima de todo, era una excusa para estar juntos, hablar todos a la vez y pasarlo bien, que es lo que hacíamos.

Mis hijos escuchan ahora a Hades66, Bryant Mayers, JC Reyes, Tangana, Clarent o Álvaro Díaz. Lo hacen en el baño a todo volumen, convirtiendo la casa en una discoteca improvisada. Mi hija ha descubierto las rimas de Kase O y de vez en cuando me sorprende diciéndome que le gusta, por ejemplo, The Police. Bendita seas.

El diálogo musical intergeneracional no es tan fluido como en otros tiempos, pero en el coche ponemos a Queen, o alguna recopilación transversal de grandes temas de todos los tiempos, y logramos que no haya gruñidos en el asiento de atrás, porque les gusta o porque van todos con sus auriculares enchufados a los móviles y oyendo cada uno su propia música.

Es una batalla casi perdida, pero les estoy esperando dentro de unos años, cuando vuelvan a estar de moda los 80 o los 90 y descubran que algunos de los grupos resucitados forman parte de la colección de CDs de su padre. La veteranía es un grado.

De vez en cuando saco un rato para explorar YouTube en busca de novedades interesantes. Me dejo llevar por las recomendaciones del algoritmo, que más o menos me ha pillado el tranquillo y me ofrece novedades acertadas.

Así he llegado hasta Luisa Almoguer, Benson Boone, Buscabulla, Monsieur Periné, el postpunk mexicano de La Texana o Reverend Baron. La suscripción romántica a Rockdelux también ayuda. Comparto estos hallazgos con mi entorno, con mi mujer y mi hija, y eso permite una conversación musical basada en el intercambio de canciones.

Es una forma bonita y hermosa de comunicarse, más allá de las palabras, utilizando el talento de toda esa gente que nos hace la vida más hermosa. La música ofrece un lenguaje universal que no se detiene ante barreras lingüísticas ni fronteras. Quizás por eso me guste tanto. Descubrir, escuchar, compartir: palabras que hacen este mundo mejor.