A Marcos siempre le dolía la barriga justo antes de empezar fútbol. No era hambre ni nervios: era el bocadillo invisible que se comía cada día, a la carrera, entre el colegio, inglés y las extraescolares. Su madre, Ana, lo esperaba a las tres menos cuarto en doble fila, motor encendido y el móvil vibrando. En el asiento de atrás, podía haber un “tupper con nuggets light”, un zumo “sin azúcar añadido” y unas galletas de colores. “Come, cariño, que no tenemos tiempo”. Marcos obedecía. En menos de cinco minutos, el almuerzo desaparecía. No importaba el sabor, ni la miga, ni la conversación. Solo el reloj.
Por la noche, el cansancio y la tablet sustituían al paseo y al juego. Los fines de semana, los planes giraban en torno al centro comercial. Marcos, que con siete años ya pesaba más de lo que correspondía a su edad y estatura, se quedaba sin aire al subir cualquier cuesta. En el último reconocimiento pediátrico, la doctora habló despacio: “Marcos presenta obesidad infantil grado I. Hay que cambiar hábitos”. Ana, con gesto de incredulidad, le respondió: “Pero si no come tanto”.
Lo cierto es que Marcos comía mal, sin tiempo y sin conciencia. Como muchos otros niños. Según el estudio ALADINO (Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición), el 40,7 % de los niños españoles presentan exceso de peso, con un 23,3 % de sobrepeso y un 17,4 % de obesidad. El informe detalla que la dieta infantil ha incorporado un exceso de productos ultraprocesados, bebidas azucaradas y snacks salados, siempre en detrimento de frutas, legumbres y verduras.
Los especialistas lo repiten: la obesidad infantil no es solo una cuestión estética, sino sanitaria. Aumenta el riesgo de diabetes tipo 2, hipertensión y enfermedades cardiovasculares en la edad adulta. La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que el número de menores con obesidad se ha multiplicado por diez en los últimos 40 años. Y que los factores no son únicamente alimentarios: también pesan el sedentarismo, el sueño insuficiente y la falta de tiempo familiar compartido.
En el caso de Marcos, la doctora propuso empezar por lo más sencillo y, a la vez, lo más difícil: sentarse a comer en familia. Nada de pantallas. Nada de prisas. Ana y su marido reorganizaron las tardes, redujeron actividades y recuperaron el mantel de cuadros. El primer día fue un desastre: la comida se enfrió y Marcos se quejó de aburrimiento. Pero al tercer día, algo cambió. Empezó a hablar de lo que hacía en el cole, de los goles que no metía y de lo que quería aprender a cocinar.
Tres meses después, Marcos había perdido tres kilos. Más importante aún: había recuperado el gusto por comer despacio y por compartir la mesa. La pediatra sonrió: “No hay mejor dieta, que una familia con tiempo”.
Los expertos coinciden en que el cambio de rumbo pasa por reducir los ultraprocesados, priorizar alimentos frescos y establecer horarios regulares. La Sociedad Española de Endocrinología Pediátrica y la OMS recomiendan al menos cinco raciones diarias de frutas y verduras, limitar las bebidas azucaradas y fomentar una hora de actividad física diaria. También recuerdan la importancia del sueño: los niños con menos de 9 horas nocturnas tienen más riesgo de desarrollar obesidad.
El Ministerio de Sanidad insiste en su Estrategia NAOS (Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad): comer juntos, sin pantallas, al menos una vez al día, es una medida de prevención tan eficaz como el deporte o la reducción del azúcar. Ana lo entendió cuando, una noche, Marcos le pidió que no le pusiera más “comida de coche”. Le dijo: “Mamá, prefiero comer contigo, aunque lleguemos tarde”. Y fue entonces cuando Ana comprendió que la velocidad no alimenta.
Comer bien no es tan solo elegir los alimentos correctos, sino también el modo y el momento de hacerlo. La prisa, los horarios imposibles y la vida a contrarreloj son ingredientes invisibles de la obesidad infantil. El tiempo de la mesa también alimenta: de conversación, de afecto y de salud.