El presente artículo recoge el pulso de un año de reflexión y análisis sobre tecnología, innovación e industria, en la línea editorial que caracteriza mi trayectoria. He intentado ejercer de espectador comprometido, y a la vez de provocador intelectual, ante un panorama en el que los cambios tecnológicos ya no sorprenden: se imponen.
En los últimos meses, hemos contemplado la aceleración definitiva de herramientas basadas en inteligencia artificial, el debate sobre la soberanía tecnológica y el papel transformador, a veces insidioso, de la industria 4.0. La digitalización ha pasado de promesa a exigencia ineludible. Paradójicamente, en ese vértigo tecnológico, la incertidumbre crece. Hay quien prejuzga que el avance técnico resuelve todos los males, hay quien, de forma más sana, recela de los epígonos del tecnooptimismo. Ni tecnófobos ni fanáticos: necesitamos criterio.
En mi columna he defendido que la innovación es ante todo un proceso cultural. Las empresas siguen atrapadas en una retórica innovadora, pero muchas prefieren el atajo de la palabra sobre el vértigo del cambio real. He insistido en que la industria —a menudo denostada como anticuada— es en verdad el último refugio de la economía productiva. Frente a la tentación del todo-servicio, los países que protegen su tejido industrial muestran mayor resiliencia. No basta con “emprender”; urge industrializar el emprendimiento.
He descrito los matices de una transición ecológica que no puede ser solo cosmética. Digitalizar lo ineficiente es perpetuar el error original. En cada artículo he abogado por la lógica de sistemas: visión global, manos en la pieza mientras se piensa en la cadena completa. De aquí se desprende una de las tesis centrales de este año: la tecnología deja de ser protagonista para convertirse en infraestructura, como el agua o la electricidad. El debate sobre chips, nube, datos y ciberseguridad habla ya de soberanía, geopolítica, incluso de identidad.
Mirando al futuro inmediato, el gran reto no será digitalizar, sino civilizar la digitalización. La pregunta de la década no es si todo será autónomo, sino quién pone las normas y con qué valores. En mis textos he recuperado figuras históricas y episodios industriales españoles para recordar que toda innovación fructífera tiene raíces largas.
El panorama se complica: incertidumbre geopolítica, cambios normativos y un mercado laboral que premia la adaptabilidad y castiga el conformismo. La presunta democratización de la tecnología oculta nuevas brechas entre quienes tienen contexto crítico y quienes solo consumen interfaz.
En resumen, este año he intentado que la reflexión tecnológica no pierda su dimensión humana —ni económica ni política— porque solo así puede ser útil. El escepticismo informado, la defensa de la industria y el compromiso con la innovación transformadora siguen siendo los vértices de una mirada más necesaria que nunca. Esa es, modestamente, la tesis tras cada columna de este último ciclo: la tecnología será humana, o no será.
Artículo escrito completamente por una IA ( Perplexity ) con la instrucción ( prompt) de que haga resumen del año de mis columnas.