Puede que me meta en un huerto, tratando un tema asaz espinoso como el de la financiación de las Comunidades Autónomas, del que, dadas las incendiarias soflamas que venimos leyendo y escuchando en estos últimos tiempos, bien pudiéramos estar hartos, cuando no radicalizados hasta las entrañas, pero ¿quién dijo miedo?
Y lo voy a abordar -permitidme la osadía- reclamando “organización”, como hacía aquel participante desesperado de una fiesta de excesos en el famoso chiste (por pudor no lo voy a reproducir, así que quien no lo conozca que pregunte a sus “mayores”). Para ello, aunque pueda parecer simplista -y quizá lo sea pues no me duelen prendas por reconocerlo-, voy a comenzar por el principio.
El mayor consenso de la transición, a mi juicio, fue el llamado régimen autonómico. Como proclama el art. 2 de la Constitución, en España, además de la unidad de la Nación, se reconoce y garantiza “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
Ahora bien, el que las distintas autonomías tengan que ser solidarias entre sí, no quiere decir que sean iguales pues, ya nos dijo el Tribunal Constitucional, en la trascendental sentencia de su Pleno, nº 76/1983, de 5 de agosto, que destrozó el Proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico -la famosa, en su momento, LOAPA, como los mayores espero que recuerden-: “carece de base constitucional la pretendida igualdad de derechos de las CCAA”.
De lo anterior cabe deducir, aunque chirríe así leído, que los ciudadanos residentes en esas Comunidades Autónomas desiguales -cada uno en la suya- pudieran no ser iguales en la prestación de los servicios públicos, pues la Constitución -art. 158.1- lo que garantiza es un “nivel mínimo” de los fundamentales en todo el territorio nacional, ya que el equilibrio con las zonas que lo superen se debe conseguir con criterios de equidad -art. 31.1-, buscando una distribución de la renta regional y personal más equitativa -arts. 31.2 y 40.1-, garantizando, en definitiva, la realización efectiva del principio de solidaridad, sin privilegios económicos o sociales -arts. 2 y 138.1-.
Donde rige la igualdad, por imperativo constitucional -art. 31.1-, es en el sistema tributario -en los impuestos, para entendernos-, a lo que no se opone la progresividad -el que más gana, más paga, de forma exponencial- que, en principio, aunque con sus matices, es igualitaria para todos los españoles, residan donde residan.
Iguales para pagar y desiguales, por encima del mínimo, para recibir, podría ser la conclusión simplista, si no fuera por la antes mencionada “solidaridad”, lo que, mucho me temo, se está tergiversando de tal forma que se exige la igualdad en el reparto de lo recaudado entre Comunidades, y se “aplaude” la desigualdad, vía rebajas fiscales en alguna de ellas -a la que no voy a mencionar para no meterme en el charco de la política-, en la contribución a la recaudación.
Es obvio que el sistema fiscal, con su progresividad, puede ser criticable, al igual que los distintos sistemas de financiación autonómica -cupos, reparto por población o por necesidades, etc-, también lo pueden ser, máxime cuando aquel no sea “igualitario”, y este no lo sea “solidario”, pero no al revés, pues la Constitución Española, repito en mi simplismo, lo que realmente impone es la igualdad progresiva a la hora de contribuir con nuestros impuestos, y la solidaridad, por encima del umbral del mínimo, cuando toca recibir servicios públicos.
Y al que no le guste que intente cambiarla, pero que no vayan por ahí, los unos, con su egoísmo nacionalista, y los otros, bajo la autotitulación de constitucionalistas, diciéndonos que nuestra Carta Magna dice lo que no dice, ya que, de este modo lo consensuamos como pueblo soberano en los apasionantes tiempos de la transición -al menos así, como “mayor”, lo recuerdo-, España se configuró en un proyecto de vida en común de los españoles, “juntos” -sin duda- “pero no revueltos”.