Por mucho que uno haga el esfuerzo de mantener su reflexión al margen de la batalla política resulta imposible porque resulta imposible no estar muy preocupado. El estancamiento institucional se acompaña de la confusión (lamentablemente creo que premeditada) de la información con las opiniones furiosas.

El bloqueo de los parlamentos no es exclusivo de España. Es habitual en muchos países democráticos. El tono entre partidos tampoco es exclusivo y cada vez está más próximo convertir al adversario en enemigo, si no ha ocurrido ya. El ciudadano medio, más conectado que nunca, se siente más desconectado que nunca del proceso político.

Si no rompemos esta dinámica, el coste será alto. Las instituciones seguirán bloqueadas, los problemas reales —como el cambio climático, el envejecimiento poblacional o la precariedad— quedarán sin respuesta, y la desafección ciudadana aumentará.

Ya conocemos como en otros países se ha abierto paso el populismo autoritario. No estoy seguro de que no lo esté haciendo aquí. Se alimenta precisamente del hartazgo ante la parálisis y de la promesa de soluciones simples para problemas complejos.

Queda muy lejos de mi conocimiento y capacidad proponer las revisiones precisas en nuestras estructuras políticas. Sin embargo, me resulta evidente que los cambios producidos en las últimas décadas han repercutido en todo (las personas, las familias, las empresas, …) menos en las estructuras políticas. O de manera muy insuficiente.

Las empresas que no se han adaptado a los cambios han desaparecido. ¿Qué nos hace pensar que no puede pasar lo mismo con los Estados o las instituciones tal como las conocemos?

Y como también pienso que los cambios empiezan en uno mismo creo imprescindible revisar nuestros hábitos mentales. La polarización política o la fragmentación institucional no son más que síntomas extremos del problema de fondo: la erosión generalizada del espíritu crítico.

Tenemos bajo mínimos la capacidad de cuestionar nuestras propias ideas, abrirnos a otros argumentos y reconocer zonas grises en un mundo que insiste en pintarse en blanco y negro.

Dicho de otra manera: resulta imposible superar las trincheras y la parálisis sin recuperar el espíritu crítico.

En 2020 incluí en el curso de espíritu crítico que impartía para ESIC la lectura de un artículo de Guillermo Vega en El País Retina (“Su cerebro e internet: opinión y tribalismo”). En su artículo, ofrece una radiografía certera de nuestra deriva tribal. En un mundo complejo, los seres humanos buscamos certezas simples.

Para Vega, en el pasado la religión ofrecía un marco común de sentido. Hoy, ese papel lo desempeñan las redes sociales y los algoritmos que nos sitúan —voluntaria o involuntariamente— en tribus ideológicas.

Estas comunidades no sólo comparten valores o visiones del mundo; comparten, sobre todo, un enemigo común. Las tribus digitales se pueden distinguir por su mapa mental simplificado: está claro qué o a quién adoran y qué o a quién odian

Así, en lugar de formarnos una opinión tras examinar evidencias, subcontratamos nuestras creencias a la tribu con la que más nos identificamos. Si esa tribu es de izquierdas, todo lo que venga de la derecha será retrógrado. Si es de derechas, todo lo que huela a progresismo será una amenaza existencial.

Y lo podemos extender a ser del Barca o del Madrid, aficionado a los toros o antitaurino, animalista o cazador. Esta dinámica simplificadora nos ahorra el esfuerzo de pensar, pero nos encierra en una burbuja donde la disidencia se ve como traición y el matiz como tibieza. Terreno abonado para extremismos y populismos.

Lo más preocupante es que muchos creemos que estamos pensando por nosotros mismos. Nos engañamos al pensar que nuestra visión es “objetiva” o “científica”, cuando en realidad no hacemos más que reproducir los discursos dominantes en nuestra burbuja.

Es el espejismo de la independencia mental. Este autoengaño es especialmente corrosivo, porque impide el diálogo y fortalece el narcisismo moral: el convencimiento de que uno está en el lado bueno de la historia, y que quien discrepa lo hace por maldad, ignorancia o intereses espurios.

Todos los problemas patrios se pueden simplificar en que “en España hay más tontos que botellines”. Resuelto el diagnóstico y nuestra superioridad

Cómo salir de esta polarización

El divulgador científico Sergio Parra aborda esta cuestión desde otra perspectiva en su artículo “Breve guía para dejar de estar tan polarizado”. Parra parte de una constatación, para muchos inquietante: todos estamos sesgados, y la única manera de mitigarlo es reconocerlo. El espíritu crítico no es una cualidad innata, sino una disciplina que exige práctica, humildad y esfuerzo.

Entre sus propuestas para escapar de la trampa tribal destaca la idea de “vacunarse contra el dogmatismo”. Esto implica hacer un ejercicio activo de leer opiniones contrarias con empatía, buscar deliberadamente argumentos bien formulados por el otro bando y no reaccionar de inmediato con rechazo emocional.

También sugiere aplicar el “principio de caridad”: reconstruir el argumento del otro de la mejor manera posible antes de criticarlo. Este hábito, aunque costoso, es una puerta hacia el diálogo real y el entendimiento mutuo.

Evitemos también el sesgo de confirmación. Aquel que nos lleva a valorar más los argumentos que confirman nuestras opiniones que los que las desdicen. Como si en el VAR sólo viésemos las imágenes que confirman que nuestro equipo no hizo penalti.

Tomar decisiones, sean elecciones políticas o de cualquier otro tipo, es actuar como árbitro. Y sólo seremos capaces de serlo si conocemos el reglamento y vemos todas las imágenes sin sesgos ni prejuicios.

Bryan Caplan, catedrático de la universidad George Mason y autor de “El mito del votante racional”, lo explicaba en un artículo de título muy sugestivo: Si los votantes somos tan listos, ¿por qué tenemos políticos tan ineptos?

Muchos de los problemas institucionales actuales tienen una raíz en la desinformación, los sesgos cognitivos y la escasa cultura democrática del electorado mismo. Los votantes creemos estar bien informados y ser racionales, pero tomamos decisiones políticas con una mezcla de prejuicios, memoria selectiva y lealtades emocionales. No basta con señalar la corrupción o la incompetencia de los políticos: hay que mirar también el tipo de ciudadanía que los elegimos.

Una democracia madura no puede sostenerse si la mayoría de sus ciudadanos actuamos como hinchas de fútbol y no como decisores informados. Y, sin embargo, eso es lo que vemos: debates convertidos en griteríos, medios convertidos en trincheras y parlamentos centrados en sus guerras y no en los problemas reales del país.

Por ello insisto: hay que recuperar el espíritu crítico. Empezando por una urgente alfabetización sobre la información que recibimos. En la era digital, saber leer ya no basta. Ni siquiera es suficiente la comprensión de lo que se lee. Es necesario saber filtrar, contrastar y contextualizar. La escuela debe tener un papel esencial en desarrollar esto como una competencia básica.

Siguiendo por incentivar el pensamiento lento. El furor opinativo, las reacciones instantáneas, los trending topics, el conocimiento basado en titulares, la indignación exprés nos atrapa. Vivimos en la trampa de la falta de análisis. El pensamiento crítico necesita tiempo. Tiempo para dudar, para leer entero un argumento, para dejar reposar una idea antes de emitir juicio. Crear espacios —físicos o digitales— donde se premie la reflexión lenta y no el grito rápido es vital.

Reivindico el matiz como virtud. El matiz es un acto de resistencia. El matiz refuerza nuestra dignidad individual. No es obligado tomar partido por opiniones “fast food”. Nuestros matices son alta cocina del pensamiento. Podemos reconocer que un adversario puede tener razón en algo, o algo de razón. Podemos reconocer que un aliado puede equivocarse. Ninguna de las dos cosas debería llevarnos a un psiquiatra. No es un desequilibrio. No es una traición. Es madurez.

Las instituciones están pensadas para representar, pero no siempre para dialogar. Necesitamos fórmulas que permitan escapar del corsé partidista y explorar consensos fuera de las trincheras ideológicas. Necesitamos rediseñar espacios de debate abierto y franco donde el objeto no sea vencer ni convencer sino consensuar

Aplicar el espíritu crítico no es ser tibio, cínico ni apolítico. Es lo contrario: es un acto de compromiso profundo con la verdad, la democracia y el otro. Pensar, de verdad, es hoy una forma de valentía. Y también, quizás, la única salida posible a esta era de trincheras mentales e instituciones paralizadas.