Escribo este artículo a las 8 de la mañana del día siguiente al histórico apagón. Es lo primero que hago al levantarme, pues no quiero que las noticias que voy a leer a lo largo del día perturben o condicionen mi discurso.

No sé si ayer hubo víctimas, si fallecieron inocentes en algún ascensor o si descarriló algún tren, y eso me permite ser libre, desde la seguridad de mi ignorancia.

Tengo la sensación de que ayer fue un día fantástico, quizás no desde el punto de vista económico o de productividad, eso seguro. Pero llegamos pronto a casa y sin tener nada que hacer. Últimamente he encadenado varios proyectos simultáneamente y no tener nada que hacer me resulta gratamente atractivo. ¿De verdad se tiene que apagar el mundo para que me conceda un respiro?

Nos llegan mensajes del colegio informando que podemos recoger anticipadamente a las niñas, pero la verdad es que no sentimos la urgencia. Mi marido y yo disfrutamos tomando un café en la terraza, sin prisas, sin mirar el móvil ni tener la necesidad de hablar, flashback Covid total.

Tras recoger a las niñas en horario habitual, nos vamos a la piscina. Intento resistirme, normalmente dedico las tardes a contestar emails y hacer pagos mientras ellas estudian, dan inglés o están en diversas actividades extraescolares, pero la agenda está en blanco y no me queda otra que enfundarme el bañador.

La tarde es cálida y transcurre sin prisas, entre baños y risas. Cuando aún no se ha puesto el sol, la brisa fresca del mes de abril nos invita a marcharnos. Volvemos a casa y no tenemos televisión, por lo que mis hijas deciden invitar a la vecina de abajo y alargar la jornada jugando al baloncesto en el patio. Ducha, cena y una partidita de cartas en familia. Ya no recordábamos ni dónde guardábamos el juego del Uno, porque sólo lo utilizamos en los viajes, fundamentalmente en el avión.

Tras reírnos un rato con las cartas, mis dos hijas de forma autónoma suben a su cuarto y comienzan a leerse una a otra sus libros en voz alta, hacía tiempo que no las veía tan cariñosas, ni tumbadas en la misma cama.

Debo admitir que me siento un poco desubicada, perdida en un limbo atemporal sin tener acceso al móvil, al banco o a los emails. Mi marido me pregunta qué extraño más, la falta de electricidad o la de conexión de internet. La respuesta es clara, ahora mismo aceptaría la oscuridad eterna por un poco de conexión en vena. Busco la forma de poder ver una serie por cualquier medio, “¿Pero de verdad no tenemos nada descargado?”. Me apunto descargar series como tarea prioritaria del kit de supervivencia. Eso y tener algo de dinero en efectivo, qué desastre.

Al rato se me pasa, disminuye la ansiedad y da paso a la aceptación. Voy a la estantería de cómics y cojo Malaleche la novela gráfica de Henar Álvarez sobre la maternidad y me la leo de nuevo en una sentada, me hace a mí gracia esta chica, dice cosas sobre el deseo que en mi generación no éramos capaces de verbalizar.

Me sumerjo en un sueño placentero y mi hija pequeña no se despierta en toda la noche, ¿se habrá acabado el mundo mientras dormía?

Tomando el café mi marido me dice que hacía meses que no dormía tan bien y se le nota en su sonrisa, no sé si es eso o que el invisiline está ya dando sus frutos, pero está contento.

Las niñas al cole, pero sin jornada lectiva, no sé muy bien por qué. Ellas salen locas de contenta con la idea de un día de indulgencia. Y como la alegría es contagiosa y aquí todos lo estamos, enfoco el nuevo día sabiendo que el optimismo es la única opción y agradeciendo al universo que por unas horas me haya concedido poder apagarme. Lo dicho, de vez en cuando apáguenme, por favor.